Pero, como ahora su fuego se ha extinguido, ya no me entiendo. Pienso que he hecho mucho camino inútil para volver al punto de partida. Lo único de lo que estoy contento es de no haberme casado; pero no debería haber corrido tanto mundo.

Debería haberme quedado aquí y haber cuidado de lo mío; ahora sería rico. Sería el tío del que heredar. Me sentiría en mi sitio en la sociedad, en vez de flotar entre toda esta gente pesada y tranquila como el aire entre los árboles.

Fui a ver bailar a los jóvenes. En la oscuridad, veía aquel gran entoldado transparente, del que salían los sonidos metálicos de la orquesta. En el interior habían instalado una iluminación improvisada: hileras de pequeñas bombillas, cuya viva claridad proyectaba las sombras de las parejas sobre la lona. Parecía un baile del Catorce de julio o una verbena, pero así es la costumbre de aquí. El viento de otoño silbaba entre los árboles y por momentos el entoldado parecía oscilar, casi como un barco. Visto desde fuera, desde la oscuridad, aquel espectáculo tenía algo extraño y triste. No sé por qué. Quizá por el contraste entre la naturaleza inmóvil y la agitación de la juventud.

¡Pobres chicos! Se lo estaban pasando en grande. Sobre todo ellas: aquí las educan tan severa y castamente… Hasta los dieciocho años, el internado en Moulins o Nevers; luego, aprender a cuidar y administrar la casa bajo la vigilancia materna, hasta el día de la boda.

Así que cuerpo y alma rebosan fuerza, salud y deseos.

Entré en el entoldado; los observé; oía sus risas y me preguntaba qué gusto podían encontrarle a menearse a compás. Desde hace algún tiempo, la gente joven me produce algo muy parecido al asombro, como si estuviera ante una especie animal distinta de la mía, como si fuera un perro viejo viendo bailar a unos ratones.

A Hélène y François les pregunté si sentían algo parecido. Se echaron a reír y me contestaron que no soy más que un viejo egoísta y que, gracias a Dios, ellos no habían perdido el contacto con sus hijos. En fin. Creo que se hacen demasiadas ilusiones. Si su propia juventud volviera a aparecer ante ellos, les horrorizaría o simplemente no la reconocerían; pasarían de largo y dirían: «Ese amor, esos sueños, esa pasión, no tienen nada que ver con nosotros». Su propia juventud…

Entonces, ¿cómo van a comprender la de otros?

En una pausa de la orquesta, oí las ruedas del coche que se llevaba a los jóvenes recién casados al Molino Nuevo. Busqué con la mirada a Brigitte Declos entre las parejas. Estaba bailando con un joven alto y moreno. Pensé en su marido. Qué imprudente. Sin embargo, seguramente es muy sensato, a su manera. Calienta su viejo cuerpo bajo un edredón rojo y su vieja alma con títulos de propiedad, mientras su mujer disfruta la juventud.

• • •

El día de Año Nuevo comí en casa de mis primos. Es costumbre aquí que la visita sea larga, llegar hacia mediodía, quedarse el resto de la tarde, cenar las sobras del almuerzo y marcharse por la noche.

François tenía que visitar una de sus propiedades; el invierno es duro y los caminos están cubiertos de nieve. Había salido a las cinco y lo esperábamos para cenar, pero eran las ocho y no había vuelto.

—Se habrá entretenido —observé—. Dormirá en la granja.

—No, no; sabe que lo espero —respondió Hélène—. Desde que nos casamos, no ha pasado una noche fuera sin avisar. Sentémonos a la mesa; no puede tardar.

Los chicos no estaban; invitados en casa de su hermana, en el Molino Nuevo, pasarían la noche allí.