Hacía mucho tiempo que no estaba a solas con Hélène.

Hablamos del tiempo y la cosecha, que aquí son los únicos temas de conversación.

Nada interrumpió nuestra cena. Realmente, esta región perdida y montaraz, opulenta y recelosa, tiene algo que recuerda tiempos pretéritos. La mesa del comedor parecía demasiado grande para nuestros dos cubiertos. Todo brillaba; todo emanaba limpieza y paz: los muebles de roble, el reluciente suelo, los platos floreados, el enorme aparador de abombada panza, como ya sólo se ven aquí, el reloj, los adornos de cobre del hogar, la lámpara y la ventanilla de roble tallado que comunica con la cocina y por la que se pasan los platos. ¡Qué ama de casa, mi prima Hélène! ¡Qué arte para las mermeladas, las conservas, los pasteles! ¡Cómo tiene el gallinero y el jardín! Le pregunté si había podido salvar a los doce conejitos a los que estaba dándoles el biberón, porque su madre había muerto.

—Da gusto verlos —me dijo.

Pero la notaba distraída. Miraba el reloj y estaba pendiente del ruido del coche.

—Estás preocupada por François, ¿no? Pero a ver, ¿qué puede pasarle?

—Nada. Pero nos separamos tan pocas veces, estamos tan unidos, Sylvestre, que cuando no lo tengo al lado sufro, me preocupo. Ya sé que es ridículo…

—Durante la guerra estuvisteis separados…

—¡Ah! —exclamo Hélène, estremeciéndose al recordarlo—. Esos cinco años fueron tan duros, tan terribles… A veces pienso que nos redimieron de todo el pasado.

Hubo un silencio. La ventanilla se abrió con un chirrido y apareció una tarta de manzana, la última del invierno. El reloj dio las nueve. Del fondo de la cocina nos llegó la voz de la criada:

—El señor nunca había vuelto tan tarde.

Nevaba. Seguíamos callados. Llamaron del Molino Nuevo: allí todo iba bien.

Hélène me reprochó mi pereza:

—¿Cuándo te decidirás a visitar a Colette?

—Es que está lejos —aduje.

—Viejo hurón… Ya no hay quien te saque de tu agujero. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Cuando pienso que has vivido entre los salvajes, Dios sabe dónde… Y ahora, para ir de Mont-Tharaud al Molino Nuevo… «está lejos» —repitió remedándome—. Tendrías que verlos, Sylvestre. Esos chicos son tan felices… Colette se ocupa de la granja; tienen una lechería modélica. Aquí, era un poco perezosa; se dejaba mimar. En su casa, es la primera en levantarse, en poner manos a la obra, en preocuparse de todo. Antes de morir, el viejo Dorin volvió a dejar el Molino Nuevo en condiciones. Ya les han ofrecido novecientos mil francos. Naturalmente, no piensan venderlo: el molino pertenece a la familia desde hace ciento cincuenta años. Sólo quieren vivir tranquilos; lo tienen todo para ser felices: juventud y trabajo.

Mi prima siguió hablando en ese tono, haciendo planes para el futuro y viendo ya con la imaginación a los hijos de Colette. Fuera, el enorme cedro, cargado de nieve, crujía y gemía. A las nueve y media, Hélène dijo de pronto:

—De todas formas, es raro. Debía estar aquí a las siete.

No tenía más hambre. Apartó su plato y esperamos en silencio. Pero pasaba el tiempo y François no aparecía. Hélène alzó los ojos y me miró.

—Cuando una mujer ama a su marido como yo, no debería sobrevivirle. Es mayor que yo y más frágil… A veces tengo miedo.

Echó un leño al fuego.

—Ah, Sylvestre… Ante determinados hechos de tu vida, ¿no piensas a veces en el instante del que nacieron, en el germen del que surgieron? No sé cómo decirlo… Imagina un campo en el momento de la siembra, todo lo que contiene un grano de trigo, las cosechas futuras… Bueno, pues en la vida ocurre exactamente igual.