El contrato social

 

En toda la historia de las ideas políticas no existe ninguna obra que haya ejercido un influjo comparable sobre el pensamiento político democrático al que ha tenido y sigue teniendo el CONTRATO SOCIAL (1762) de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). El propio autor resume así su propósito al escribirla: «Quiero averiguar si puede haber en el poder civil alguna regla de administración legítima y segura tomando a los hombres tal como son y a las leyes tal como pueden ser. Procuraré aliar siempre, en esta indagación, lo que la ley permite con lo que el interés prescribe, a fin de que la justicia y la utilidad no se hallen separadas». El resultado será, en palabras de Fernando de los Ríos (1879-1947), traductor de esta edición, «un libro de valor eterno que al plantearse los problemas de la vida civil lo hace sobre tales bases, que siempre habrán de necesitar ser o confirmadas o contradichas y, en todo caso, nadie podrá dejarlas de tomar como punto de referencia».

La concepción russoniana de la democracia y su incorporación al constitucionalismo requiere hoy, sin duda, una lectura crítica; para ella prepara el Prólogo de esta edición Manuel Tuñón de Lara.

ePUB: eBooks con estilo

Jean-Jacques Rousseau

El contrato social

Principios de derecho político

ePUB v1.1

Wilku 14.01.13

más libros en epubgratis.me

Título original: Du Contrat Social, ou Principes Du Droit Politique.

Rousseau, Jean-Jacques, 1762.

Traducción: Fernando de los Ríos

Editor original: Wilku (v1.0)

ePub base v2.1

Prólogo

Durante largos años ha prevalecido cierta moda intelectual consistente en decir que Rousseau estaba «superado». Se trataba de una antigualla, por añadidura nociva como casi todo lo que nos había legado aquel siglo que tuvo la osadía de querer conceder el primado a la razón humana, de fundamentar la sociedad en bases autónomas (y no heterónomas como lo hicieran las anteriores ideologías de legitimación) y de haber dado vida a las declaraciones de derechos del hombre.

Dista mucho de ser un azar el hecho de que esa moda coincidiese con el ascenso de los fascismos europeos. Verdad es que nunca faltaron, en los momentos de reacción social, quienes, en su intento de desacreditar a Rousseau, facilitaban así las tareas de las inquisiciones espirituales del momento. Ese fue el caso de Sainte-Beuve, tras la derrota de los obreros parisienses en las trágicas jornadas de junio de 1848; y el de Taine, aún tembloroso por el ventarrón de la Comuna. Tampoco era de extrañar que Maurras lo tratase de «energúmeno judaico», ni que todavía en 1924 una importante jerarquía eclesiástica dijese que «había hecho más daño a Francia que las blasfemias de Voltaire y de todos los enciclopedistas». Pero el fascismo intentó destruir la ideología legitimadora del Estado democrático; el fascismo tenía necesidad de que el hombre estuviese sometido a un poder heterónomo, que fuera súbdito y no ciudadano. Sin duda la idea de voluntad general realiza una operación hipostática, al establecer que la voluntad de la mayoría es la del conjunto que forma el cuerpo soberano; pero el totalitarismo necesitaba sustituirla por una hipostatización mucho mayor, en la que el ser ungido por el carisma asumía las atribuciones de la totalidad y se identificaba con ésta. En cierto modo, el absolutismo francés ya había proclamado la gran hipostatización, L'État c'est Moi, que fue precisamente demolida por la obra de Rousseau, de Montesquieu, etc.

Ha habido, pues, un período de nuestro siglo en que no era «de buen tono» recoger, siquiera fuese con sentido crítico, el legado político e ideológico de Jean-Jacques Rousseau. No era una moda «inocente»; Iras la condenación intelectual del ginebrino se alzaron luego las piras siniestras de los campos de exterminio; se empieza quemando libros de Rousseau con el brazo en alto y se termina enviando a la muerte a quienes se atreven a señalar que la voluntad general puede ser mucho más útil y más moral para organizar la convivencia que las faramallas barrocas de quienes quieren tener razón contra la mayoría.

El gran tema del CONTRATO SOCIAL es, ni más ni menos, que la fundamentación de la legitimidad democrática. Ciertamente, su temática no se agota ahí, y su estudio no puede ser ajeno al período histórico que la vio nacer, pero su idea-clave es la elaboración del concepto de sociedad civil, su separación del concepto de Estado y la subordinación de éste a aquélla.

La concepción roussoniana parte de reconocer la estructura dualista de la sociedad moderna, en la cual el primado decisorio corresponde al pueblo que forma «el cuerpo soberano»,

El pacto social de Rousseau no es, ni ha pretendido ser nunca, una hipótesis histórica; es una fundamentación teórica. Que se trata de fundamentar en la razón la legitimidad queda claro desde el primer capítulo de la obra. Rousseau declara allí ignorar cómo el hombre perdió la libertad primaria del estado de naturaleza.

En cambio, dice que cree poder resolver qué puede legitimar ese cambio —del estado de naturaleza a la sociedad civil—. La fuerza no es más que una situación de hecho si no está legitimada. ¿Cómo la fuerza se convierte en derecho y es aceptada voluntariamente, no como imposición? En eso reside la legitimación. «El más fuerte —dice Rousseau en el capítulo III del libro I— no es nunca bastante fuerte para ser siempre el señor (pour être toujours le maître), si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber»;. He aquí todo el proceso de legitimación.

Rousseau busca la clave de bóveda en que descanse el edificio de la sociedad civil. Es «el acto por el cual un pueblo es tal pueblo». Siguiendo a Grocio, dice Rousseau que «un pueblo es un pueblo antes de darse un rey». El acto de darse un rey supone una deliberación pública: la constitución de la sociedad civil, es decir, del cuerpo social soberano. Según Rousseau el hombre llega a ese acto mediante el pacto o contrato social, único que exige el consentimiento unánime de cuantos en él participan.

Por ese pacto cada cual pone su persona y sus poderes a la disposición de una voluntad general que emana de un cuerpo moral y colectivo creado por la asociación de todos.

Rousseau empieza usando en el capítulo VI los términos comunidad y asociación, pero el término voluntad general pasa cada vez a ser más preponderante y, por ende, definitorio. Sabemos que la voluntad general no es la suma de voluntades individuales, ni tampoco la voluntad de un jefe o de una élite que se creen autorizados (por fuentes divinas o humanas) a definir e interpretar por sí y ante sí la voluntad del conjunto del cuerpo social.

La creación de una unidad dialéctica superior al negarse al estado de naturaleza primario (la sociedad civil, el cuerpo soberano, que a su vez afirma en un plano superior las libertades del estado de naturaleza, negadas primero, y afirmadas luego a nivel superior, protegidas por el derecho) diferencia el contrato social roussoniano de otros que lo precedieron: el de Hobbes, que es la dimisión de todos en favor de un poder absoluto de un solo hombre o de una asamblea (tradición evocada complacientemente por los totalitarismos); el de Locke que, si bien garantiza los derechos individuales, supone un contrato bilateral por el cual los particulares ceden sus poderes a un hombre o grupo de hombres. Para Rousseau se trata de una creación de nueva planta a base de negar los estratos precedentes: estado de naturaleza con las libertades primarias; alienación total de poderes individuales de hecho; creación de un cuerpo social nuevo, cuyo mecanismo decisorio es la voluntad general que será en adelante la fuente de lodo poder político.

Ese nuevo cuerpo —república o cuerpo político— es llamado por Rousseau soberano cuando es activo, Estado cuando es pasivo y poder si se le compara con sus semejantes. Y aquí viene una precisión muy importante, puesto que se trata de una terminología muy usada en los dos siglos que han seguido a la edición del CONTRATO SOCIAL: «respecto a los asociados, toman colectivamente el nombre de pueblo y se llaman en particular ciudadanos, en cuanto son participantes de la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del estado».

Fácil es colegir la actualidad de algunas de estas definiciones, dos siglos largos después de haber sido escritas. En ellas se basa la comprensión de lo que es soberanía popular (aunque algunos, como Burdeau, tienden a la confusión entre soberanía nacional y soberanía popular). Es un concepto jurídico-político de pueblo —en cuanto a la totalidad de los ciudadanos como cuerpo colectivo soberano—que no hay que confundir con el concepto sociológico de esa misma palabra (en el sentido latino de Plebs).

Las precisiones terminológicas de Rousseau nos ayudan igualmente a evitar confusiones de grave alcance, como la de llamar ciudadanos a quienes no son copartícipes de la soberanía ni toman parte libremente en el proceso de elaboración de la voluntad general. Donde el Poder tiene base carismática o teocrática —o en cualquier variante del autoritarismo—, difícilmente puede haber ciudadanos.

La fundamentación teórica de Rousseau iba más lejos; por un lado, se trataba de un razonamiento análogo al del cálculo de probabilidades apoyándose en la ley de los grandes números; por otro lado, y siempre dentro de la concepción del pacto social, resulta que éste ha sido realizado por el voto unánime de quienes se asocian; luego, todos y cada uno han decidido previamente y como principio básico que el voto de la mayoría significaría en adelante el criterio de interés general. Aceptar por adelantado lo que decida la mayoría, respetar su decisión, es «la regla de juego» que hace posible toda democracia, el consenso sobre la forma o procedimientos, sin el cual la democracia se convierte en banderín de enganche para incautos.

Según Rousseau, los hombres ceden mediante el contrato social el derecho ilimitado a todo cuanto les apetece.