Me di una prisa enorme para aprovisionarme, y antes de que hubieran pasado cuarenta y ocho horas atravesaba el canal para presentarme ante mis nuevos patrones y firmar el contrato. En unas cuantas horas llegué a una ciudad que siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado. Sin duda es un prejuicio. No tuve ninguna dificultad en hallar las oficinas de la compañía. Era la más importante de la ciudad, y todo el mundo tenía algo que ver con ella. Iban a crear un gran imperio en ultramar, las inversiones no conocían límite.

Una calle recta y estrecha profundamente sombreada, altos edificios, innumerables ventanas con celosías venecianas, un silencio de muerte, hierba entre las piedras, imponentes garajes abovedados a derecha e izquierda, inmensas puertas dobles, pesadamente entreabiertas. Me introduje por una de esas aberturas, subí una escalera limpia y sin ningún motivo ornamental, tan árida como un desierto, y abrí la primera puerta que encontré. Dos mujeres, una gorda y la otra raquítica, estaban sentadas sobre sillas de paja, tejiendo unas madejas de lana negra. La delgada se levantó, se acercó a mí, y continuó su tejido con los ojos bajos. Y sólo cuando pensé en apartarme de su camino, como cualquiera de ustedes lo habría hecho frente a un sonámbulo, se detuvo y levantó la mirada. Llevaba un vestido tan liso como la funda de un paraguas. Se volvió sin decir una palabra y me precedió hasta una sala de espera.

Di mi nombre y miré a mi alrededor. Una frágil mesa en el centro, sobrias sillas a lo largo de la pared, en un extremo un gran mapa brillante con todos los colores del arco iris. En aquel mapa había mucho rojo, cosa que siempre resulta agradable de ver, porque uno sabe que en esos lugares se está realizando un buen trabajo, y una excesiva cantidad de azul, un poco de verde, manchas color naranja, y sobre la costa oriental una mancha púrpura para indicar el sitio en que los alegres pioneros del progreso bebían jubilosos su cerveza. De todos modos, yo no iba a ir a ninguno de esos colores. A mí me correspondía el amarillo. La muerte en el centro. Allí estaba el río, fascinante, mortífero, como una serpiente. ¡Ay! Se abrió una puerta, apareció una cabeza de secretario, de cabellos blancos y expresión compasiva; un huesudo dedo índice me hizo una señal de admisión en el santuario. En el centro de la habitación, bajo una luz difusa, había un pesado escritorio. Detrás de aquella estructura emergía una visión de pálida fofez enfundada en un frac. Era el gran hombre en persona. Tenía seis pies y medio de estatura, según pude juzgar, y su mano empuñaba un lapicero acostumbrado a la suma de muchos millones. Creo que me la tendió, murmuró algo, pareció satisfecho de mi francés. Bon voyage.

Cuarenta y cinco segundos después me hallaba nuevamente en la sala de espera acompañado del secretario de expresión compasiva, quien, lleno de desolación y simpatía, me hizo firmar algunos documentos. Según parece, me comprometía entre otras cosas a no revelar ninguno de los secretos comerciales. Bueno, no voy a hacerlo.

Empecé a sentirme ligeramente a disgusto. No estoy acostumbrado, ya lo sabéis, a tales ceremonias. Había algo fatídico en aquella atmósfera. Era exactamente como si hubiera entrado a formar parte de una conspiración, no sé, algo que no era del todo correcto.