Me sentí dichoso de poder retirarme. En el cuarto exterior las dos mujeres seguían tejiendo febrilmente sus estambres de lana negra. Llegaba gente, y la más joven de las mujeres se paseaba de un lado a otro haciéndolos entrar en la sala de espera. La vieja seguía sentada en el asiento; sus amplias zapatillas reposaban en un calentador de pies y un gato dormía en su regazo. Llevaba una cofia blanca y almidonada en la cabeza, tenía una verruga en una mejilla y unos lentes con montura de plata en el extremo de la nariz. Me lanzó una mirada por encima de los cristales. La rápida e indiferente placidez de aquella mirada me perturbó. Dos jóvenes con rostros cándidos y alegres eran piloteados por la otra en aquel momento; y ella lanzó la misma mirada rápida de indiferente sabiduría. Parecía saberlo todo sobre ellos y también sobre mí. Me sentí invadido por un sentimiento de importancia. La mujer parecía desalmada y fatídica. Con frecuencia, lejos de allí, he pensado en aquellas dos mujeres guardando las puertas de la Oscuridad, tejiendo sus lanas negras como para un paño mortuorio, la una introduciendo, introduciendo siempre a los recién llegados en lo desconocido, la otra escrutando las caras alegres e ingenuas con sus ojos viejos e impasibles. Ave, viejas hilanderas de lana negra. Morituri te salutant. No a muchos pudo volver a verlos una segunda vez, ni siquiera a la mitad.
Yo debía visitar aún al doctor. 'Se trata sólo de una formalidad', me aseguró el secretario, con aire de participar en todas mis penas. Por consiguiente un joven, que llevaba el sombrero caído sobre la ceja izquierda, supongo que un empleado (debía de haber allí muchísimos empleados aunque el edificio parecía tan tranquilo como si fuera una casa en el reino de la muerte), salió de alguna parte, bajó la escalera y me condujo a otra sala. Era un joven desaseado, con las mangas de la chaqueta manchadas de tinta, y su corbata era grande y ondulada debajo de un mentón que por su forma recordaba un zapato viejo. Era muy temprano para visitar al doctor, así que propuse ir a beber algo. Entonces mostró que podía desarrollar una vena de jovialidad. Mientras tomábamos nuestros vermuts, él glorificaba una y otra vez los negocios de la compañía, y entonces le expresé accidentalmente mi sorpresa de que no fuera allá. En seguida se enfrió su entusiasmo. 'No soy tan tonto como parezco, les dijo Platón a sus discípulos', recitó sentenciosamente. Vació su vaso de un solo trago y nos levantamos.
El viejo doctor me tomó el pulso, pensando evidentemente en alguna otra cosa mientras lo hacía. 'Está bien, está bien para ir allá', musitó, y con cierta ansiedad me preguntó si le permitía medirme la cabeza. Bastante sorprendido le dije que sí. Entonces sacó un instrumento parecido a un compás calibrado y tomó las dimensiones por detrás y delante, de todos lados, apuntando unas cifras con cuidado. Era un hombre de baja estatura, sin afeitar y con una levita raída que más bien parecía una gabardina. Tenía los pies calzados con zapatillas y me pareció desde el primer momento un loco inofensivo. 'Siempre pido permiso, velando por los intereses de la ciencia, para medir los cráneos de los que parten hacia allá', me dijo. '¿Y también cuando vuelven?', pregunté.
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