Su causa será la mía. Bien pronto echará usted de ver el interés que me inspira su situación, casi sin ejemplo en los actos jurídicos. Entre tanto, voy á darle una carta para mi notario, el cual le entregará á usted cincuenta trancos cada diez días, pues no creo conveniente que venga usted aquí á buscar socorro. Si es usted el coronel Chabert, debe procurar no estar al alcance de nadie. Yo daré á mis anticipos la forma de un préstamo, pues usted tiene bienes que recobrar, usted es rico.
Esta última delicadeza arrancó lágrimas al anciano y como, sin duda, no es costumbre que un procurador parezca conmovido, Derville se levantó bruscamente y se fue á su despacho donde volvió á poco con una carta abierta que entregó al conde Chabert. Cuando el pobre hombre la tuvo entre sus manos, sintió dos monedas de oro á través del papel.
—¿Quiere usted designarme los documentos y darme el nombre de la ciudad y el reino adonde hay que pedirlos? dijo Derville.
El coronel dictó los informes necesarios, mirando antes si estaban bien escritos los nombres de los lugares y después tomó el sombrero en una mano, miró á Derville, le tendió la otra mano, mano callosa, y le dijo con sencillez:
—Caballero, indudablemente, después del emperador, es usted el hombre á quien más deberé en el mundo. Es usted un campechano.
El procurador estrechó la mano al coronel, le acompañó hasta la escalera y le alumbró.
—Boucard, dijo Derville á su primer pasante, acabo de oír una historia que acaso me costará veinticinco luises, pero, si soy timado, no sentiré mi dinero, pues habré visto al comediante más hábil de nuestra época.
Cuando el coronel se encontró en la calle y ante un farol, sacó del sobre las dos monedas de veinte francos que el procurador le había dado, y las miró durante un momento á la luz. Volvía á ver oro por primera vez después de nueve años.
—¡Ah! ¡por fin podré volver á fumar cigarros! se dijo.
Unos tres meses después de esta consulta nocturna hecha por el coronel Chabert en casa de Derville, el notario encargado de pagar el sueldo que el procurador pasaba á su singular cliente, fue á verle para conferenciar acerca de un asunto grave, y empezó por reclamarle seiscientos francos que había entregado ya al anciano militar.
—¡Cómo! Te entretienes en subvencionar á los antiguos veteranos, le dijo sonriendo el notario, llamado Crottat, joven que acababa de adquirir el estudio de donde era primer pasante, y cuyo principal acababa de huir haciendo una espantosa quiebra.
—Querido amigo, te doy las gracias porque me recuerdas este asunto, respondió Deville; pero te aseguro que mi filantropía no pasará de veinticinco luises, pues mucho me temo ya haber sido víctima de mi patriotismo.
En el momento en que Derville acababa esta frase, vió sobre la mesa de su despacho los paquetes del día, que su primer pasante acababa de colocar, y llamó la atención de sus miradas unos sellos oblongos, cuadrados, triangulares, rojos y azules, colocados en una carta por las administraciones de correos prusiana, austriaca, bávara y francesa.
—¡Ah! dijo riéndose, he aquí el desenlace de la comedia; ahora veremos si he sido ó no engañado.
Y esto diciendo, tomó la carta y la abrió; pero no pudo leer nada, porque estaba en alemán.
—Boucard, lleve usted inmediatamente esta carta á traducir y vuelva con prontitud, dijo Deville, entreabriendo la puerta de su despacho y tendiendo la carta á su primer pasante.
El notario de Berlín, al que el procurador se había dirigido, le anunciaba que las actas y documentos pedidos llegarían algunos días después de aquella carta aviso.
Según decía, los documentos estaban extendidos en regla y revestidos de las legalizaciones necesarias para dar fe en justicia. Además, le decía que casi todos los testigos de los hechos consignados en dichos documentos vivían en Prussich-Eylau, y que la mujer á quien el señor conde Chabert debía la vida, vivía aún en uno de los arrabales de Heilsberg.
—Esto se pone serio, exclamó Derville cuando Boucard acabó de darle cuenta del contenido de la carta. Oye, amigo mío, repuso dirigiéndose al notario, me parece que voy á tener necesidad de ciertos informes que deben existir en tu estudio. ¿No fue en el despacho de ese bribón de Regín donde...?
—Nosotros acostumbramos á decir el infortunado, el desgraciado Rogín, repuso Alejandro Crottat riéndose é interrumpiendo á Derville.
—Está bien. ¿No fue en el despacho de ese desgraciado, que acaba de robar ochocientos mil francos á sus clientes y de reducir á la miseria á muchas familias, donde se hizo la liquidación de la herencia Chabert? Tengo una idea de haberlo visto en los documentos que aquí tenemos de Ferraud.
—Sí, respondió Crottat, yo era entonces tercer pasante, y copié y estudié muy bien esa liquidación. Rosa Chapotel, esposa y viuda de Jacinto Chabert, conde del Imperio y gran oficial de la Legión de honor, estaban casados sin contrato, y había, por lo tanto, comunidad de bienes. Si no recuerdo mal, el activo ascendía á seiscientos mil francos. Antes de su matrimonio, el conde Chabert había hecho un testamento en favor de los hospicios de París, por el cual legaba á éstos la cuarta parte de la fortuna que poseyese en el momento de su muerte; la otra cuarta parte la heredaba el fisco. Hubo licitación, venta y reparto, porque los procuradores fueron muy aprisa. A raíz de la liquidación, el monstruo que gobernaba á la sazón á Francia, devolvió, mediante un decreto, la parte del fisco á la viuda del coronel.
—¿De modo que la fortuna personal del coronel Chabert no ascendería más que á trescientos mil francos?
—Naturalmente, amigo mío, respondió Crottat. Vaya, veo que vosotros los procuradores, á pesar de que se os acusa de defender lo mismo el pro que el contra, aun os queda el espíritu de justicia.
El conde Chabert, cuya dirección se leía en la parte baja del primer recibo que le había entregado el notario, vivía en el arrabal de Saint-Marceau, calle del Petit-Banquier, en casa de un antiguo sargento de la guardia imperial, que se había hecho vaquero y que se llamaba Vergniaud. Llegado allí, Derville se vió obligado á ir á pie á buscar á su cliente, porque el cochero se negó á meterse en una calle sin adoquinar y cuyos baches eran demasiado profundos para las ruedas de un cabriolé. Mirando á todos lados, el procurador logró encontrar en la parte de aquella calle vecina al bulevar, entre dos paredes construídas con piedra y con tierra, dos malas pilastras, que el paso de los coches había descantillado, á pesar de los dos pedazos de madera colocados en forma de poyos. Estas pilastras sostenían una viga cubierta de un alero de tejas, en la cual se leían estas palabras, escritas con pintura encarnada: VERGNIAUD, VAQUERO. A la derecha de este nombre se veían pintados unos huevos, y á la izquierda una vaca. La puerta estaba abierta, y sin duda permanecía así todo el día. En el fondo de un corral bastante espacioso, se levantaba, en frente de la puerta, una casa, si es que puede llamarse casa á una de esas gazaperas construídas en los arrabales de París, y que no son comparables á nada, ni aun á las más mezquinas habitaciones del campo, cuya miseria padecen sin tener su poesía. En efecto, en medio de los campos, las cabañas poseen aún esa gracia que les comunica la pureza del aire, la verdura, el aspecto de la tierra, una colina, un camino tortuoso, una viña, ó un seto, el musgo de un cobertizo y los utensilios campestres; pero en París, esta miseria sólo inspira horror. Aunque recientemente construída, aquella casa parecía próxima á derrumbarse. Ninguno de sus materiales era apropiado y todos provenían de las demoliciones que se hacen á diario en París. Derville leyó en una de las ventanas hechas con las tablas de un letrero: Almacén de novedades. Las ventanas no tenían semejanza unas con otras, y habían sido abiertas de una manera extravagante. El piso bajo, que parecía ser la parte habitable, estaba muy elevado de una parte, mientras que en la otra las habitaciones estaban casi cerradas.
Entre la puerta y la casa se extendía un gran charco lleno de estiércol, adonde iban á desembocar las aguas pluviales y las de la casa.
1 comment