Es un convencido conservador, muy puntual y con una verdadera pasión por coleccionar curiosidades. Padeció una seria enfermedad entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna alrededor de los treinta. Gran aversión a los gatos y a los radicales.

—¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—. Debe leer también la mano de mi esposa.

—Su segunda esposa —dijo tranquilo mister Podgers, mientras tenía aún la mano de sir Thomas entre las suyas—. Su segunda esposa; encantado.

Pero lady Marvervel, una mujer de aire melancólico, de pelo castaño y pestañas sentimentales, se negó rotundamente a exponer su pasado o su futuro; y pese a los esfuerzos de lady Windermere, no pudo convencer a monsieur de Koloff, el embajador de Rusia, ni siquiera a sacarse los guantes. La verdad es que muchas personas parecían tener miedo a ponerse frente a aquel hombrecillo extraño, y de sonrisa estereotipada, de ojos como cuentas brillantes detrás de sus lentes sostenidos por montura dorada; y cuando dijo a la pobre lady Fermor, frente a todos los presentes, que no le interesaba la música en lo más mínimo, pero que le interesaban en extremo los músicos, todo el mundo se dio cuenta de que la quiromancia era una ciencia demasiado peligrosa, una ciencia que no debería alentarse, excepto en un téte — à — téte muy íntimo.

Sin embargo, lord Arthur Saville, que no se enteró de la triste anécdota de lady Fermor, y que había estado observando a mister Podgers con gran interés, se sentía lleno de una inmensa curiosidad por que le leyesen su mano, pero al mismo tiempo algo avergonzado de ser él mismo quien se ofreciese a ello, cruzó el salón para acercarse al lugar donde se encontraba lady Windermere, y encantadoramente ruborizado, le preguntó si creía que mister Podgers no iba a negarse a leer su mano.

—Claro que no se negará —dijo lady Windermere—, para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, son leones amaestrados, y saltan a través de aros cuando se los ordeno. Pero debo advertirle antes, que le voy a decir todo a Sybil. Va a venir a almorzar conmigo mañana, vamos a hablar de sombreros, y si mister Podgers encuentra que usted tiene mal genio, o tendencia a padecer de gota, o una esposa que vive en Bayswater[5], se lo contaré todo.

Lord Arthur sonrió moviendo la cabeza:

—No temo a nada —dijo—, Sybil me conoce tan bien corno la conozco yo a ella.

—¡Ah!, me siento un poco decepcionada de oírle a usted eso. El debido fundamento, para un buen matrimonio, es la mutua incomprensión. No, no soy nada cínica, nada más he adquirido experiencia que, sin embargo, viene a ser lo mismo. Mister Podgers, lord Arthur Saville se muere porque le lea usted la mano. No vaya usted a decirle que está comprometido con una de las muchachas más bellas de Londres, porque ya eso se publicó en el Morning Post hace un mes.

—Querida lady Windermmere —dijo la marquesa de Jedburgh—, permita que mister Podgers se quede otro rato más. Me acaba de decir que yo debería figurar en la escena y estoy tan interesada...

—Si le ha dicho eso, lady Jedburgh, me lo voy a llevar de aquí. Venga acá mister Podgers, y lea la mano de lord Arthur Saville.

—Bueno —replicó lady Jedburgh, haciendo un pequeño moue[6] y levantándose del sofá—, si no me dejan figurar en la escena, por lo menos me dejarán formar parte del público.

—Claro; todos vamos a formar parte del público —dijo lady Windermere—. Y ahora mister Podgers, no deje de decirnos algo agradable. Lord Arthur es uno de mis favoritos privilegiados.

Pero cuando mister Podgers vio la mano de lord Arthur, palideció notablemente, y no dijo nada. Un estremecimiento pasó por él, y sus espesas cejas se fruncían nerviosas, denotando aquella irritabilidad que se apoderaba de él cuando se sentía perplejo. Entonces aparecieron unas gotas de sudor en su frente amarillenta, semejaban un rocío malsano, y sus gruesos dedos estaban fríos y pegajosos.

A lord Arthur no escaparon estos síntomas de agitación y ansiedad, y por primera vez en su vida, sintió miedo. Su primer impulso fue el de escapar de aquel salón, pero se contuvo. Era mejor conocer la verdad, aunque fuese lo peor, fuese lo que fuese, que quedar en una odiosa incertidumbre.

—Estoy esperando, mister Podgers —dijo.

—Todos estamos esperando —exclamó lady Windermere, con aquella manera brusca e impaciente que la caracterizaba. Pero el quiromántico no contestó palabra.

—Creo que Arthur también debería estar en la escena —dijo lady Jedburgh y claro, eso, después de su regaño, mister Podgers teme decírselo.

De pronto mister Podgers soltó la mano derecha de lord Arthur, y le tomó la izquierda, inclinándose tanto para examinarla, que los aros dorados de sus lentes casi la tocaban. Por un instante su rostro pareció una blanca máscara de horror, pero en seguida recobró su sangfroid,[7] y mirando a lady Windermere, dijo con una sonrisa forzada:

—Es la mano de un joven encantador.

—¡Por supuesto que sí! —replicó lady Windermere—, ¿pero será también un esposo encantador? Eso es lo que quiero saber.

—Todos los jóvenes encantadores, lo son —dijo mister Podgers.

—Yo no creo que un esposo deba ser tan fascinante —murmuró lady Jedburgh con aire pensativo—, es tan peligroso...

—Criatura querida, nunca son tan fascinantes como para eso —contestó lady Windermere— pero lo que yo quiero saber son detalles. Los detalles son lo único que interesa. ¿Qué es lo que le va a pasar a lord Arthur?

—Bueno, en los próximas meses, lord Arthur va a hacer un viaje...

—¡Oh por supuesto, su luna de miel!

—Y va a perder a un familiar. —¡No a su hermana! ¿Verdad? —exclamó lady Jedburgh, con tono de voz lastimero.

—Desde luego que a su hermana no —contestó mister Podgers, con un despreciativo gesto de la mano—; se trata de un familiar lejano.

—Bien, pues yo estoy muy desilusionada —añadió lady Windermere—. No tengo absolutamente nada que contarle a Sybil mañana. A nadie le importan los parientes lejanos hoy día. Ya hace años que pasaron de moda.