No obstante, creo que será mejor que tenga a mano un vestido de seda negra; siempre es útil para ir a la iglesia; usted sabe... Y ahora pasemos a cenar. De seguro que ya se habrán comido todo; pero quizá todavía encontremos algo de sopa caliente. François solía hacer una sopa excelente, pero ahora está tan ocupado con la política, que ya no estoy segura de lo que hace. Ojalá que el general Boulanger se esté tranquilo. Duquesa, ¿no está usted cansada?
—Para nada, querida Gladys —contestó la duquesa, dirigiéndose hacia la puerta—. Me he divertido muchísimo, y el quiropodista,[8] quiero decir, el quiromántico, es extraordinariamente interesante. Flora, ¿dónde estará mi abanico de carey?, ¿y mi chal de encaje, Flora? Oh, gracias, sir Thomas, muy amable—. Y la importante dama por fin bajó las escaleras, no sin haber dejado caer dos veces su pomo de sales aromáticas.
Durante todo ese tiempo, lord Arthur Saville había permanecido en pie junto a la chimenea, con la misma sensación de temor y ron aquel malestar del que siente aproximársele algo malo. Sonrió con tristeza a su hermana que pasó a su lado tomada del brazo de lord Plymdale, luciendo preciosa en su vestido de brocado rosa y adornada con perlas. Casi no oyó a lady Windermere cuando le llamó para que la siguiese. Pensaba en Sybil Merton, y la idea de que algo pudiese interferirse en su amor, hacía que las lágrimas nublasen sus ojos.
Podría decirse, al mirarle, que Némesis había arrebatado a Pallas su escudo, y le había mostrado la cabeza de la Gorgona[9] Parecía petrificado y su fisonomía triste semejaba tallada en mármol. Hasta entonces vivió una existencia llena de lujo, con los detalles del sibarita, tal como correspondía a un joven de su rango y fortuna; una vida perfecta por verse libre de preocupaciones deprimentes, amparada por su hermosa y juvenil insouciance[10]; y era ahora cuando se daba cuenta, por primera vez, del terrible misterio del destino y el horrendo significado del mismo.
¡Todo ello le parecía enloquecedor y monstruoso! ¿Sería posible que en su mano se hallase escrito, en caracteres que él no podía descifrar, algún pecado secreto, o el signo de algún crimen sangriento? ¿No existiría la fórmula para poder esta par a todo aquello? ¿No sería posible que fuésemos superiores a las piezas de ajedrez, movidas por un poder oculto? ¿Recipientes que el alfarero moldea a su gusto para que sean alabados o despreciados? Su razón se revelaba contra esto, y sin embargo, percibía que una tragedia estaba suspendida sobre su existencia, y que inopinadamente había sido destinado a soportar una carga intolerable. ¡Los actores tienen tanta suerte! Pueden elegir entre aparecer en una tragedia o un sainete, entre sufrir o ser felices, reír o derramar lágrimas. Pero en la vida real es muy distinto. La mayoría de los hombres y las mujeres se ven forzados a desempeñar papeles para los cuales no están capacitados. Nuestros Guildenstern[11] desempeñan papeles de Hamlet, o nuestros Hamlet tienen que hacer bufonadas como el príncipe Hal[12]. El mundo es un escenario, pero el reparto de la obra está mal hecho.
De repente mister Podgers entró al salón. Cuando vio a lord Arthur se detuvo, y su rostro rudo y redondo se hizo de un verde amarillento. Los ojos de los dos hombres se encontraron, y por un momento permanecieron silenciosos.
—La duquesa ha olvidado uno de sus guantes aquí, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve —dijo por fin mister Podgers—. ¡Ah, ahí lo veo, en el sofá! Buenas noches.
—Mister Podgers, le pido que conteste inmediatamente a una pregunta que deseo hacerle.
—Será en otra ocasión, lord Arthur, pero la duquesa está impaciente. Creo que debo retirarme.
—No se irá, la duquesa no tiene ninguna prisa.
—A las damas no se las debe hacer esperar, lord Arthur —contestó mister Podgers con su sonrisa desagradable—. El bello sexo es dado a la impaciencia.
Los labios finamente cincelados de lord Arthur hicieron un petulante gesto de desprecio. La pobre duquesa le parecía no tener importancia en aquellos instantes. Cruzó el salón para acercarse al lugar donde mister Podgers permanecía en pie, y extendió su mano.
—Dígame lo que ha visto ahí —dijo—. Dígame la verdad.
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