¿Comprendes? A ver, ¿quién te embarcó?
—McCready & Swanson.
—¡Señor! —vociferó Wolf Larsen.
—McCready & Swanson, señor —corrigió el muchacho, a cuyos ojos asomó la llama del odio.
—¿Quién tiene el dinero que te adelanté?
—Ellos, señor.
—Me lo figuraba. Pudiste dejárselo bien contento. Todo era poco a cambio de desaparecer en seguida. Ya habrás oído decir que te están buscando varios caballeros.
Instantáneamente el muchacho se trocó en una fiera. Encogió el cuerpo como si se dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfoseó en el de un animal enfurecido cuando gritó:
—Esto es una...
—¿Una qué? —preguntó Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.
El muchacho titubeó, después hizo un esfuerzo por dominarse.
—Nada, señor, lo retiro.
—Pues me demuestras que yo tenía razón —dijo, con una sonrisa satisfecha—. ¿Cuántos años tienes?
—Acabo de de cumplir dieciséis, señor.
—Mentira. Tú ya no cumplirás dieciocho. Con todo, estás desarrollado y tienes una musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero; has ascendido, ¿ves?
Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitán se volvió hacia el marinero que acababa la fúnebre tarea de coser el envoltorio del cadáver.
—Johansen, ¿conoces algo de navegación?
—No, señor.
—Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio del segundo.
—¡Ay, ay, señor! —respondió Johansen alegremente, dirigiéndose a proa.
Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.
—¿Qué esperas? —preguntó Wolf Larsen.
—Yo no me ajusté como remero, señor —repuso—. Entré de grumete y no quiero ser remero.
—Anda y haz lo que te he dicho.
Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho le clavó la vista con obstinación y se negó a marcharse.
Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo completamente inesperado lo que sucedió en el intervalo de los segundos. Dio un salto a fondo, de seis pies, y metió el puño en el estómago de Leach. En el mismo instante, como si me hubiesen herido a mí, sentí un choque tremendo en la misma parte del cuerpo. Lo hago constar para demostrar cuán sensible era mi sistema nervioso y lo poco acostumbrado que estaba yo a espectáculos brutales. El grumete, que pesaría cuando menos ciento sesenta y cinco libras, se plegó alrededor del puño con la misma flexibilidad que un trapo mojado alrededor de un palo. Se levantó en el aire, describió una breve curva y cayó junto al cadáver, golpeando la cubierta con la cabeza y los hombros, y allí permaneció retorciéndose de dolor.
—¿Qué hay? —me preguntó Larsen—. ¿Estás decidido?
Yo había mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba a nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcación pequeña, muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran número negro, y me pareció, recordando los dibujos que había visto, un barco—piloto.
—¿Qué es este barco? —pregunté.
—El barco—piloto Lady Mine —contestó Wolf Larsen de mala manera.—. Ha dejado a los pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegará en cinco o seis horas.
—Entonces, ¿tiene usted la bondad de hacerles una seña, a fin de que pueda desembarcar?
—Lo siento, porque he perdido el libro de señales —advirtió, y los cazadores celebraron la gracia con muecas.
Reflexioné, mirándole directamente a los ojos. Había visto el terrible tratamiento de que había sido objeto el grumete, y sabía que probablemente me pasaría lo mismo, si no peor. Como digo, reflexioné, y entonces realicé el acto más valeroso de mi vida. Corrí hasta la borda agitando los brazos y gritando:
—¡Lady Mine! ¡Desembárquenme! ¡Mil dólares si me desembarcan!
Esperé, observando a dos hombres que estaban junto al timón, uno de ellos gobernando, el otro se llevaba un megáfono a los labios. Yo no volvía la cabeza, pero a cada momento esperaba un golpe mortal del bruto humano que había detrás de mí. Al fin, después de unos instantes, que me parecieron siglos, no pudiendo resistir aquella tentación, miré en derredor. No se había movido.
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