Se hallaba en la misma posición, balanceándose blandamente con el vaivén del barco y encendiendo otro cigarro.

—¿Qué pasa? ¿Alguna avería?

Este grito procedía del Lady Mine.

—¡Sí! —exclamé con toda la fuerza de mis pulmones—. ¡Vida o muerte! ¡Mil dólares si me desembarcan!

—Demasiada confusión en San Francisco para la salud de mi tripulación —gritó Wolf Larsen después—. ¡Este —y me indicó a mí con el pulgar— cree ver ahora serpientes de mar y monos!

El hombre del Lady Mine respondió con una carcajada a través del megáfono, y el barco—piloto pasó de largo.

—¡Mándalo al infierno! —gritó finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en señal de despedida. Me apoyé desesperado sobre la barandilla, mirando cómo la elegante goleta hacía crecer la extensión desierta del océano que nos separaba y pensando que probablemente estaría en San Francisco dentro de cinco o seis horas. Parecía que la cabeza iba a estallarme; tenía un dolor en la garganta como si mi corazón hubiese subido hasta allí. Una ola rizada rompió en el costado y me salpicó los labios. El viento soplaba con fuerza y el Ghost corría mucho más, hundiendo la barandilla de sotavento. Oía cómo el agua se precipitaba sobre la cubierta.

Cuando me volví un momento después, vi al grumete levantarse dando traspiés. Estaba mortalmente pálido y se encogía queriendo reprimir el dolor. Parecía enfermo.

—Qué, ¿te vas a proa? —preguntó Wolf Larsen.

—Sí, señor —respondió acobardado.

—¿Y tú? —me interrogó a mí.

—Le daré a usted mil... —empecé, pero fui interrumpido.

—¡Guarda eso! ¿Estás dispuesto a cumplir tus deberes de grumete, o habré de enseñarte por mi mano? ¿Qué iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto quizás, de nada serviría en mi caso. Miré con fijeza en aquellos ojos grises, crueles. Toda la luz y el calor del alma humana que contenían debían estar petrificados. En los ojos de algunos hombres se ve la agitación de su alma; pero los suyos eran fríos y grises como el mismo mar.

—¿Qué hay?

—Sí —dije.

—Di: sí, señor.

—Sí, señor —enmendé.

—¿Cómo te llamas?

—Van Weyden, señor.

—¿El primer nombre?

—Humphrey, señor. Humphrey van Weyden.

—¿Edad?

—Treinta y cinco años, señor.

—Bien va. Vete al cocinero y aprende tus obligaciones.

Y así fue cómo pasé a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. El era más fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal; y ahora, cuando miro hacia atrás, no me parece más real que entonces. Para mí será siempre una cosa monstruosa, inconcebible, una horrible pesadilla.

—Alto, no te vayas ahora.

Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.

—Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el entierro y libraremos la cubierta de trastos inútiles.

Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la dirección del capitán, colocaban el cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.

A cada lado de la cubierta, contra la barranquilla y con las quillas hacia arriba, había atados un buen número de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa de escotilla con su fúnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón que el cocinero había llenado.

Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy solemne que inspiraba respeto, pero en éste, al menos, me llevé una gran desilusión. Uno de los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien sus compañeros llamaban Smoke contaba historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto, poco más o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que me parecía un coro de lobos o de espíritus infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente, y algunos que subían del cuarto se frotaban los ojos cargados de sueño y hablaban entre ellos en voz baja. En sus semblantes había una expresión siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la perspectiva de un viaje bajo las órdenes de tal capitán y comenzando bajo tan malos auspicios. De vez en cuando dirigían a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban de aquel hombre.

Este avanzó hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los observé con la mirada: veinte hombres entre todos; veintidós, incluyendo al hombre del timón y a mí. Mi inspección curiosa podía perdonárseme, pues parecía ser mi destino convivir con ellos en aquella miniatura de mundo flotante, Dios sabría cuántas semanas o meses. Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o escandinavos, y sus caras eran las de unos hombres torpes y estólidos. En cambio, los rostros de los cazadores, de líneas duras y con las huellas de todas las pasiones, revelaban más energía y variedad.