La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debió ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzándose ruidosamente por respirar. De vez en cuando, metódicamente, ya como una rutina, un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo subía braza a braza y vertía su contenido sobre el hombre postrado.

Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de un cigarro, estaba el hombre cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría una altura quizás de cinco pies, diez pulgadas o diez y media, pero lo primero que me impresionó en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien, consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en él, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto físico. Era esa fuerza que solemos asociar a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que imaginamos son el prototipo de los habitantes de nuestros árboles; esa fuerza salvaje, feroz, que este en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del movimiento, la propia materia elemental, de la cual han tomado forma otros muchos aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de una serpiente después de haberle sido cortada la cabeza y cuando la serpiente, como a tal, puede considerarse ya muerta, o lo que persiste en el montón de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo.

Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisión y seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro con los labios, era decisivo y parecía ser el producto de una fuerza excesiva y abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza dirigía todas sus acciones, no parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y sólo se agitara de vez en cuando, pero que podría despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la cólera de un león o el furor de una tormenta.

El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la Bocina, haciéndome muecas alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta. Así me daba a entender que aquél era el capitán, el alejo, según había dicho él, el individuo con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la extorsión de tener que desembarcarme.

Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más violento aún. Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia arriba, al envararse los músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que bajo las patillas la piel se había puesto colorada.

El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo en su ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El moribundo tocó un redoble con los tacones sobre el entarimado, estiró las piernas y con un gran esfuerzo se puso rígido y rodó la cabeza de un lado a otro. Después se relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como de profundo alivio; bajó la quijada, subió el labio superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus facciones se hubiesen helado en una mueca diabólica al mundo que había abandonado y burlado.

Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda mi vida había oído yo nada semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a la literatura, a las figuras y palabras enérgicas, me atrevo a decir que yo apreciaba mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la fuerza y la absoluta blasfemia de sus metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de San Francisco y después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf Larsen con la tripulación incompleta.

No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una sensación de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la muerte había estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se había presentado rodeada de paz y había sido sagrado todo su ceremonial.