Pero la muerte en sus aspectos sórdidos y terribles había sido algo desconocido para mí hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaración que salía de la boca da Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y burlándose con cinismo. Era el dueño de la situación.

CAPITULO III

Wolf Larsen dejó de jurar tan súbitamente como había comenzado. Volvió a encender el cigarro y miró a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el cocinero.

—¿Qué pasa? —dijo con una amabilidad acerada y fría.

—Sí, señor —contestó presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse servilmente.

—¿No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, ¿sabes? El segundo ha muerto, y no permito perderte a ti también. Tienes que cuidar mucho de tu salud, ¿entiendes?

La última palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y hería como un latigazo. El cocinero quedó anonadado.

—Sí, señor —respondió humildemente, al mismo tiempo que desaparecía en la cocina la cabeza delincuente.

Ante esta ligera repulsa, que sólo se había dirigido al cocinero, el resto de la tripulación quedó indiferente y se ocupó en distintas tareas. Sin embargo, unos cuantos hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no tenían aspecto de marineros, continuaron hablando en voz baja entre ellos. Más tarde supe que eran los cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta superior a la de los vulgares marineros.

—¡Johansen! —llamó Wolf Larsen. Un marinero avanzó, obediente—. Toma la aguja y el rempujo y cose a este desdichado. En el cajón de las velas encontrarás lona vieja. Aprovéchala.

—¿Qué le pondré en los pies, señor? —preguntó el hombre después del acostumbrado, "¡Ay, ay, señor!".

—Ya veremos —contestó Wolf Larsen, y elevó la voz para llamar al cocinero.

Thomas Mugridge salió de la cocina como un muñeco de resorte.

—Baja y llena un saco de carbón... ¿Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia o un libro de oraciones? —volvió a preguntar el capitán, dirigiéndose esta vez a los cazadores que haraganeaban por los alrededores de la escalera.

Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observación jocosa que no pude oír, pero que promovió una carcajada general.

Wolf Larsen repitió la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones parecían objetos raros; pero uno de los hombres se ofreció voluntariamente a proseguir la investigación entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un minuto después con el informe de que no había ninguna.

El capitán encogió los hombros.

—Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros réprobos de aspecto clerical sepan de memoria el servicio de difuntos.

En esto había dado una vuelta en redondo y estaba cerca de mí.

—Tú eres predicador, ¿verdad? —me preguntó.

Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo comprendía dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, prorrumpieron en una carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y con los dientes apretados, no fue bastante a moderar; una carcajada tan áspera, tan dura y tan franca como el mismo mar, una carcajada nacida de los sentimientos groseros y las sensibilidades embotadas de unas naturalezas que no conocían ni la nobleza ni la educación.

Wolf Larsen no se rió, pero en sus ojos grises brilló una ligera chispa de alegría; y en aquel momento en que avancé hasta llegar junto a él, recibí la impresión del hombre en sí, del hombre que nada tenía de común con su cuerpo, ni con el torrente de blasfemias que le había oído vomitar. El rostro de facciones grandes y líneas pronunciadas y correctas, si bien proporcionado, a primera vista parecía macizo; pero después sucedía lo mismo que con el cuerpo, desaparecía esta impresión y nacía el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza mental o espiritual oculta que dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, la barba, la frente hermosa, despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en si mismos, extraordinariamente fuertes, parecían revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera del alcance de la vista. No había manera de sondar un espíritu semejante, ni de medirlo o determinarlo con límites y medidas, ni de clasificarlo exactamente en un estante con otros similares.

Los ojos —y yo estaba destinado a conocerlos bien eran hermosos, grandes y rasgados como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestañas y con unas cejas negras tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca es dos veces igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el sol, que es gris oscuro y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las aguas marinas. Eran ojos que ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces, en muy raras ocasiones, se abrían y le permitían salir, como si fuera a lanzarse desnuda por el mundo en busca de alguna aventura maravillosa; ojos que podían cobijar toda la melancolía desesperada de un cielo plomizo; que podían producir chispas de fuego como el choque de las espadas: que sabían volverse fríos como un paisaje ártico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos y masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta que se rinden con una sensación de placer, de alivio y de sacrificio.

Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de difuntos yo no era predicador, y entonces me preguntó rudamente:

—¿De qué vives, pues?

Confieso que nunca se me había dirigido tal pregunta ni la había pensado jamás. Quedé del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamudeé:

—Yo..., yo soy... un caballero.

Su labio se torció con un breve gesto de desdén.

—He trabajado, trabajo —exclamé impetuosamente, como si él hubiese sido mí juez y necesitara justificarme, dándome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al hablar de aquel asunto.

—¿Para ganarte la vida?

Había algo en él algo tan imperioso y dominador, que me sentía completamente fuera de mí y azorado, hubiese dicho Furuseth, como un niño ante un maestro de escuela inflexible.

—¿Quién te mantiene? —fue la siguiente pregunta.

—Poseo una fortuna —contesté resueltamente, y en el mismo instante me hubiese mordido la lengua—. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relación con lo que tenemos que tratar.

El hizo caso omiso de mi protesta.

—¿Quién la ganó, eh...? Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de un muerto.