Y salí del pabellón corriendo como un desquiciado.

Pero, por desgracia, la ventana del "cuarto amarillo" da al campo, de tal modo que la tapia del parque que se prolonga hasta el pabellón no me permitía llegar enseguida a esa ventana. Para lograrlo, primero había que salir del parque. Corrí hacia la reja y, en el camino, me encontré con Bernier y su mujer, los caseros, que acudían alarmados por los disparos y por nuestros gritos. En dos palabras los puse al tanto de la situación; le dije al portero que fuera a reunirse enseguida con el señor Stangerson y le ordené a su mujer que viniera conmigo para abrir la reja del parque. Cinco minutos después, la portera y yo estábamos delante de la ventana del "cuarto amarillo". Había un hermoso claro de luna y pude comprobar que nadie había tocado la ventana. No sólo los barrotes estaban intactos, sino también estaban cerrados los postigos detrás de los barrotes, como yo mismo los había dejado la víspera, al igual que todas las noches -aunque la señorita, como sabía que yo estaba muy cansado y sobrecargado de tareas, me había dicho que no me molestara en hacerlo, que los cerraría ella misma-; y habían quedado tal como yo los dejé, sujetos por dentro con un pestillo de hierro. Por lo tanto, ni el asesino había pasado por ahí ni podía escapar por ahí; ¡pero yo tampoco podía entrar por ahí!

¡Qué desgracia! Por mucho menos uno podría perder la cabeza. La puerta de la habitación cerrada con llave por dentro, los postigos de la única ventana, también cerrados por dentro y, por encima de los postigos, los barrotes intactos, barrotes por los que ni siquiera se podía pasar un brazo... ¡Y la señorita que pedía socorro!... 0, mejor dicho, no, ya no la oíamos... Tal vez estaba muerta... Pero yo seguía oyendo al señor que intentaba derribar la puerta, en el fondo del pabellón...

La portera y yo nos echamos a correr de nuevo, y regresamos al pabellón. La puerta seguía en pie, a pesar de los terribles golpes del señor Stangerson y de Bernier. Finalmente, cedió bajo nuestros furiosos esfuerzos y, entonces, ¿qué fue lo que vimos? Hay que aclarar que, detrás de nosotros, la portera sostenía la lámpara del laboratorio, una lámpara potente que iluminaba toda la habitación.

También debo decirle, señor, que el "cuarto amarillo" es muy pequeño. La señorita lo había amueblado con una cama de hierro bastante ancha, una mesa pequeña, una mesita de luz, un tocador y dos sillas. Por eso, a la luz de la gran lámpara que sostenía la portera, vimos todo de una primera ojeada. La señorita, en camisón, yacía sobre el piso, en medio de un desorden increíble. Mesas y sillas caídas indicaban que allí había habido una gran pelea. Seguramente habían sacado a la señorita de su cama; ella estaba llena de sangre, tenía terribles arañazos en el cuello -las uñas habían arrancado prácticamente toda la carne del cuello- y un agujero en la sien derecha desde donde manaba un hilo de sangre que había formado un pequeño charco en el suelo. Cuando el señor Stangerson vio a su hija en semejante estado, se precipitó sobre ella lanzando tal grito de desesperación que daba pena oírlo. Comprobó que la desdichada todavía respiraba y sólo se ocupó de ella. Nosotros buscamos al asesino, al miserable que había querido matar a nuestra ama, y le juro, señor, que, si lo hubiéramos encontrado, le habríamos hecho pasar un mal rato. Pero ¿cómo se explica que no estuviera allí, que ya se hubiera ido?... Eso sobrepasa todo lo imaginable. Nadie debajo de la cama, nadie detrás de los muebles, ¡nadie! Sólo encontramos sus huellas; las marcas ensangrentadas de una ancha mano de hombre sobre las paredes y la puerta, un gran pañuelo rojo de sangre, sin ninguna inicial, una vieja boina y la marca fresca de muchos pasos de hombre en el suelo. El hombre que había caminado por allí tenía pies enormes y las suelas dejaban una especie de hollín negruzco. ¿Por dónde había entrado ese hombre? ¿Por dónde había desaparecido? No se olvide, señor, de que no hay chimenea en el "cuarto amarillo". No se pudo haber escapado por la puerta, porque es muy estrecha, y por ella entró la portera con su lámpara, mientras que el portero y yo buscábamos al asesino en esa reducida habitación cuadrada en la que es imposible esconderse y donde, por otra parte, no encontramos a nadie. Nadie podría haber huido por la ventana cerrada, con los postigos echados y los barrotes intactos.