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–¡Menos mal! – dijo-. Este animal me ha dado bastante que hacer; he herido al otro, pero éste…

Rápidamente el comisario de policía le preguntó:

–¿Ha visto al criado? ¿Lo han matado?

–No sé -replicó.

–¿No sabe?

–¡Hombre! He venido de Enghien con todos ustedes al enterarme del crimen. Sólo que, mientras ustedes daban la vuelta a la casa por la izquierda, yo la daba por la derecha. Había una ventana abierta. Subí en el mismo momento en que estos dos bandidos querían bajar. Disparé contra éste -señaló a Vaucheray- y eché el guante a su compañero.

¿Cómo hubieran podido sospechar de él? Estaba cubierto de sangre. Era él quien entregaba a los asesinos del criado. Diez personas habían visto el desenlace del heroico combate librado por él.

* * *

Por lo demás el tumulto era demasiado grande para tomarse el trabajo de pensar o perder el tiempo concibiendo dudas. En medio de aquella primera confusión la gente del lugar había invadido el chalet. Todo el mundo perdía la cabeza. Corrían por todas partes, arriba, abajo, hasta en la bodega. Se interpelaban. Gritaban, y nadie pensaba en controlar las afirmaciones tan verosímiles de Lupin.

Sin embargo el descubrimiento del cadáver en el office devolvió al comisario el sentimiento de su responsabilidad. Dio órdenes en la reja para que nadie pudiera entrar ni salir. Luego, sin más pérdida de tiempo, examinó los lugares y comenzó la investigación.

Vaucheray dio su nombre. Gilbert se negó a dar el suyo, so pretexto de que sólo hablaría en presencia de un abogado. Pero, al acusarlo del crimen, denunció a Vaucheray, el cual se defendió atacándolo, y los dos peroraban a la vez, con el deseo evidente de acaparar la atención del comisario. Cuando éste se volvió hacia Lupin para invocar su testimonio, se dio cuenta de que el desconocido ya no estaba allí.

Sin ninguna desconfianza dijo a uno de sus agentes:

–Diga a ese señor que deseo hacerle algunas preguntas.

Buscaron al señor. Alguien lo había visto en la escalinata encendiendo un cigarrillo. Entonces se supo que había ofrecido cigarrillos a un grupo de soldados y que se había alejado hacia el lago, diciendo que lo llamaran en caso de necesidad.

Lo llamaron, nadie contestó.

Pero acudió un soldado. El señor acababa de subirse a una barca y remaba con fuerza.

El comisario miró a Gilbert y comprendió que se la habían jugado.

–¡Que lo detengan! – gritó-. ¡Que disparen contra él! Es un cómplice…

El mismo se lanzó, seguido de dos agentes, mientras los otros se quedaban con los cautivos. Desde la ribera, a un centenar de metros, divisó al señor, que en la sombra le hacía saludos con el sombrero.

Uno de los agentes descargó en vano su revólver.

La brisa trajo un ruido de palabras. El señor cantaba, sin dejar de remar:

Adelante, grumete, el viento te empuja…

Pero el comisario descubrió una barca atada al embarcadero de la propiedad vecina. Lograron franquear la valla que separaba los dos jardines y, después de ordenar a los soldados que vigilaran las orillas del lago y prendieran al fugitivo si intentaba recalar, el comisario y dos de sus hombres se pusieron a perseguirlo.

Era una cosa bastante fácil, pues, a la claridad intermitente de la luna, se podía distinguir sus evoluciones y darse cuenta de que intentaba atravesar el lago, torciendo sin embargo hacia la derecha, es decir, hacia el pueblo de Saint-Gratien.

Además el comisario comprobó en seguida que, con la ayuda de sus hombres y tal vez gracias a la ligereza de su embarcación, ganaba velocidad. En diez minutos recuperó la mitad del intervalo.

–Ya está -dijo-, ni siquiera necesitaremos a los soldados de infantería para impedirle atracar. Tengo muchas ganas de conocer a ese tipo. Lo que es cara no le falta.

Lo más raro era que la distancia disminuía en proporciones anormales, como si el fugitivo se hubiera desanimado al comprender la inutilidad de la lucha. Los agentes redoblaban sus esfuerzos. La barca se deslizaba por el agua con suma rapidez.