Otros cien metros más como mucho, y alcanzarían al hombre.

–¡Alto! – ordenó el comisario.

El enemigo, cuya silueta acurrucada distinguían, no se movía. Los remos marchaban sin orden ni concierto. Y aquella inmovilidad tenía algo de inquietante. Un bandido de semejante calaña muy bien podía esperar a sus agresores, vender cara su vida, e incluso hundirlos a tiros antes de que pudieran alcanzarlo.

–¡Ríndete! – gritó el comisario.

La noche era oscura en aquel momento. Los tres hombres se abatieron al fondo del bote, pues les pareció haber sorprendido un gesto de amenaza.

La barca, llevada por su impulso, se acercaba a la otra.

El comisario gruñó:

–No vamos a dejarnos tirotear. Le dispararemos: ¿estáis listos?

Y gritó de nuevo:

–¡Ríndete, si no…!

Ninguna respuesta.

El enemigo no se movía.

–Ríndete… Tira las armas… ¿No quieres? Entonces peor para ti… Voy a contar hasta tres… Una… Dos…

Los agentes no esperaron la orden. Dispararon, y en seguida, curvándose sobre los remos, dieron a la barca un impulso tan vigoroso, que en unas brazadas alcanzó la meta.

Revólver en mano, atento al menor movimiento, el comisario vigilaba.

Extendió el brazo.

–Un movimiento, y te vuelo la cabeza.

Pero el enemigo no hizo ningún movimiento y, cuando tuvo lugar el abordaje y los dos hombres, soltando los remos, se prepararon para el temible asalto, el comisario comprendió la razón de aquella actitud pasiva: no había nadie en el bote. El enemigo había huido a nado, dejando en manos del vencedor cierto número de objetos robados, cuyo amontonamiento, coronado por una chaqueta y un bombín, podía en cualquier caso parecer en medio de las tinieblas la silueta confusa de un individuo.

A la luz de unas cerillas examinaron los despojos del enemigo. Dentro del sombrero no había grabada ninguna inicial. La chaqueta no contenía papeles ni cartera. Sin embargo hicieron un descubrimiento que daría al caso una repercusión considerable e influiría terriblemente en la suerte de Gilbert y Vaucheray: era una tarjeta que el fugitivo había olvidado en uno de los bolsillos, la tarjeta de Arsenio Lupin.

* * *

Casi en el mismo momento, mientras la policía, remolcando la nave capturada, proseguía con sus vagas búsquedas y, escalonados en la orilla, inactivos, los soldados abrían desmesuradamente los ojos para intentar ver las peripecias del combate naval, el susodicho Arsenio Lupin recalaba tranquilamente en el mismo lugar que había dejado dos horas antes.

Fue acogido por sus otros dos cómplices, Grognard y Le Ballu, les soltó unas explicaciones a toda prisa, se instaló en el automóvil entre los sillones y los bibelots del diputado Daubrecq, se envolvió en pieles y se dejó llevar por carreteras desiertas hasta su guardamuebles de Neuilly[4], donde dejó al chófer. Un taxi volvió a llevarlo a París y lo dejó cerca de Saint-Philippe-du-Roule.

No lejos de allí, en la calle Matignon, poseía, sin que lo supiera nadie de su banda excepto Gilbert, un entresuelo con salida privada.

No sin placer se cambió y se friccionó. Pues, pese a su robusta constitución, estaba helado. Como todas las noches al acostarse, vació sobre la chimenea el contenido de sus bolsillos. Sólo entonces, al lado de su cartera y de sus llaves, reparó en el objeto que Gilbert le había deslizado entre las manos en el último minuto.

Y se quedó muy sorprendido. Era un tapón de garrafa, un pequeño tapón de cristal como esos que se ponen en los frascos destinados a los licores. Y aquel tapón de cristal no tenía nada de particular. A lo sumo observó Lupin que la cabeza, de múltiples facetas, estaba dorada hasta la garganta central.

Pero, en realidad, ningún detalle le pareció capaz de llamar la atención.

«¿Y por este pedazo de cristal se interesaban tan tercamente Gilbert y Vaucheray? ¿Y por esto han matado al criado, se han pegado, han perdido el tiempo y se han arriesgado a la cárcel…, al juicio…, al cadalso? ¡Vamos, que tiene salero!»

Demasiado cansado para perder más tiempo examinando el caso, por más apasionante que le pareciera, dejó el tapón encima de la chimenea y se metió en la cama.

Tuvo pesadillas. De rodillas en las baldosas de sus celdas, Gilbert y Vaucheray tendían hacia él sus manos extraviadas y lanzaban unos aullidos espantosos:

–¡Socorro!… ¡Socorro! – gritaban.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía moverse. El mismo estaba atado por lazos invisibles. Y, temblando de arriba abajo, obsesionado por una visión monstruosa, asistió a los fúnebres preparativos, al aseo de los condenados, al drama siniestro.

–¡Caramba! – dijo, despertándose tras una serie de pesadillas-. ¡Pues no son poco impertinentes los presagios! ¡Menos mal que no solemos pecar de debilidad de ánimo, que si no…!

Y añadió:

–Además tenemos ahí al lado un talismán, que, a juzgar por la conducta de Gilbert y Vaucheray, bastará con la ayuda de Lupin para conjurar la mala suerte y hacer triunfar la buena causa. Vamos a ver ese tapón de cristal.

Se levantó para coger el objeto y estudiarlo más detenidamente. Dejó escapar un grito. El tapón de cristal había desaparecido…

II

Nueve menos ocho, uno

A pesar de mis buenas relaciones con Lupin y de la confianza de que me ha dado testimonios tan halagadores, hay una cosa en la que nunca he podido penetrar a fondo: la organización de su banda.

La existencia de la banda no ofrece duda alguna. Ciertas aventuras sólo pueden explicarse a través de la acción de innumerables sacrificios, energías irresistibles y poderosas complicidades, fuerzas todas ellas obedientes a una voluntad única y formidable. ¿Pero cómo se ejerce esa voluntad, a través de qué intermediarios y subórdenes? Lo ignoro. Lupin guarda su secreto, y los secretos que Lupin quiere guardar son, por así decir, impenetrables.

La única hipótesis que puedo avanzar es que la banda, a mi parecer muy restringida y por ello tanto más temible, se ve completada por la conjunción de unidades independientes, afiliados provisionales extraídos de todas las capas sociales y de todos los países, y que son los agentes ejecutivos de una autoridad que con frecuencia ni siquiera conocen. Entre ellos y el amo van y vienen los compañeros, los iniciados, los fieles, los que tienen los papeles principales bajo el mando directo de Lupin.

Gilbert y Vaucheray se encontraban evidentemente entre estos últimos. Por eso la justicia se mostró tan implacable con ellos.