Fin de viaje
En "Fin de viaje", una de las novelas más inteligentes y socialmente satíricas, Rachel Vinrace se embarca para Sudamérica en el barco de su padre, y es lanzada en un viaje de autodescubrimiento en una versión moderna de un viaje mítico. Introduce a Clarissa Dalloway, el personaje central de la novela de Woolf, "La señora Dalloway". El conjunto desigual de pasajeros le da a Woolf la oportunidad de satirizar la vida contemporánea Eduardiana.
Esta novela se tituló originariamente "Melymbrosia", pero Woolf cambió repetidamente el borrador. Una versión anterior de "Fin de viaje" ha sido reconstruida por el erudito experto en Woolf Louise DeSalvo y está ahora disponible al público bajo el título pretendido. DeSalvo argumenta que muchos de los cambios que hizo Woolf en el texto fueron respuestas a cambios en su propia vida. Tanto en "Fin de viaje" como en "Noche y día" se pone ya de manifiesto la intención de la escritora de romper los moldes narrativos heredados de la novelística inglesa anterior, en especial la subordinación de personajes y acciones al argumento general de la novela, así como las descripciones de ambientes y personajes tradicionales; sin embargo, estos primeros títulos apenas merecieron consideración por parte de la crítica.

Virginia Woolf
Fin de viaje
ePUB v1.1
Polifemo7 06.08.11

I
Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino.
En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto.
Una tarde otoñal, a la hora en que el tráfico empezaba a intensificarse, un hombre, que llamaba la atención por su elevada estatura, paseaba con una mujer prendida a su brazo. A su alrededor, y asaltándoles con airadas miradas, rebullían, como hormigas en su marcha incesante, una multitud de seres que parecían diminutos en comparación con la esbelta pareja.
Esos seres insignificantes, cargados con papeles, carpetas de documentos y preocupaciones, correteaban pendientes de la obsesión de que su salario semanal dependía única y exclusivamente de su eficacia. Eso explica que miraran con poca benevolencia la excepcional estatura del señor Ambrose y la capa de su esposa, que se interponían en su febril actividad.
La pareja, en su abstracción, no reparaba en la poca simpatía que despertaba a su paso.
Un movimiento casi imperceptible en los labios de él, dejaba entender profundos y abstraídos pensamientos. La mujer, con la vista fija inconscientemente ante sí, parecía contemplar— solamente su honda pena. Sólo un gran esfuerzo de voluntad conseguía mantener en él la impasibilidad y evitar en ella el llanto. Hasta el roce de la gente les resultaba doloroso.
Cruzaron la calle sorteando el peligroso tráfico de la calzada. Al llegar a la otra acera, la mujer abandonó suavemente el brazo en que se apoyaba y acercándose a la baranda del puente ocultó con sus manos a toda mirada indiscreta el rostro, por el que empezaban a correr las lágrimas. El señor Ambrose intentó consolarla con afectuosas palmaditas en la espalda, de las que ella pareció no apercibirse. Ante un dolor mayor que el suyo, el hombre cruzó los brazos a la espalda y dio varios paseos a lo largo del puente.
El Embankment tiene varias prominencias semejantes a otros tantos púlpitos. Pero en lugar de predicadores, estos salientes están a todas horas llenos de chiquillos ocupados en tirar piedras al río, o hacer navegar sus barquillos de papel. Siempre alerta por lo que pudiera ser motivo de distracción, la chiquillería vio en el hombre un ser terrible, y el más atrevido gritó: «¡Barba—Azul!». Temiendo que la burla se extendiese a su mujer, el señor Ambrose les amenazó con su bastón, lo que dio como resultado inmediato que varios rapaces unieran sus fuerzas vocales para repetir a coro el grito de «Barba—Azul».
La inmovilidad de la mujer no llamó la atención de los muchachos. Son muchas las personas que pasan largos ratos apoyadas en el puente de Waterloo contemplando el río. A veces parejas de enamorados, a quienes el paso de la corriente sugiere mil símiles de amor, que a ellos se les antojan nuevos y son eternos. Otras veces, son solitarios paseantes que durante unos momentos recuerdan instantes de su vida que pasaron como el agua indiferente transita bajo el puente. Algunos atardeceres la niebla difumina las siluetas de los edificios de Westminster y les da una extraña semejanza a una Constantinopla entrevista en sueños. Siempre es curioso mirar el río. Unas veces es de un color morado plomizo, otras de barro ceniciento y algunas, pocas, de un color azul intenso que recuerda un mar meridional.
Pero la señora Ambrose no veía nada de aquello, el río se había alejado de su vista hasta convertirse en un punto circular, iridiscente, del que no podía apartar la mirada. Su llanto manaba copioso uniéndose a la corriente.
Una voz misteriosa pareció murmurar a sus oídos: «Loor, Forsena de Closium; juro por los nueve dioses que la gran casa de Targuin no sufrirá más daño… » Estas palabras pasaron por sus oídos deslizándose como un susurro. Sentía que debía, que tenía que volver a todo aquello, pero por el momento necesitaba llorar y se sabía incapaz de ejecutar ninguna otra cosa. Escondió su rostro aún más y dio amplio curso a su pena. Así la vio su compañero al llegar junto a la pulimentada Esfinge y volverse después de comprar algo a un vendedor de postales. Retornó sobre sus pasos y apoyó suavemente una mano sobre su hombro diciendo: «¡Querida!».
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