Pero a Rachel este argumento no la satis­fizo, lo encontró inconsistente.

Entre tales incomprensiones, Rachel había alcanzado la plenitud de su razón, si es que puede llamarse así al mundo irreal y fantástico en que vivía. Sus esfuerzos pa­ra compenetrarse con sus tías, sólo habían logrado he­rir los sentimientos de éstas. Su última conclusión fue que era mejor abandonar las pruebas y refugiarse en su propio mundo. Así fue creando un abismo, cada vez más ancho y hondo, entre ella y los que la rodeaban. Se entregaba con pasión a su afición musical, olvidándose casi por completo de todo y de todos. Sus tías, su pa­dre, los Hunts, Ridley, Helen, Pepper y todos los que se movían a su alrededor, pasaron a convertirse para ella en símbolos sin personalidad reconocida. Según los recuerdos que le traían a la imaginación, representaban el símbolo de la edad, de la juventud, de la enfermedad, del saber o la belleza. Los observaba como si ninguno se expresase de acuerdo con la realidad de sus pensa­mientos. Lo único real que para ella existía era la mú­sica. Lo único verdadero, lo que uno vivía, veía y sentía en su vida interna, pero sin exteriorizarlo. Absorbida por la música, su vida transcurría tranquilamente, salvo algunos raros intentos de librarse de «su mundo» que pron­to se esfumaban. Entonces se hallaba en uno de tales momentos.

Interiormente Rachel era deliciosamente expansiva, y se compenetraba con todo y con todos. Con el espíritu del buque, con el alma del mar, con el Opus 112 de Beet­hoven y hasta con el desgraciado William Cowper. Su fantasía parecía hecha de una materia esponjosa que se inclinase a besar el mar, se elevase, volviese a besarlo… Este subir y bajar continuado era debido a que Rachel había acabado por dormirse y su cabecita se inclinaba hacia atrás todo cuanto le permitía el respaldo del sillón.

Pocos momentos después, la señora Ambrose abría la puerta de la salita. No le sorprendió en absoluto el mo­do como Rachel pasaba las mañanas. Paseó su mirada por la habitación, el piano, los libros, el desorden ge­neral… Volvió a fijarla en Rachel, recostada en el si­llón, sin protección, y se le antojó una víctima momen­táneamente abandonada por sus guardianes. La contem­pló durante un par de minutos, y luego, lentamente y sonriendo, dio media vuelta y se alejó. Si la muchacha se despertaba podía resultarle violento ver que la con­templaban mientras dormía.

III

El siguiente amanecer se vio amenizado por los rui­dos propios de las operaciones de atraque. El monó­tono trepidar del corazón del «Euphrosyne» cesó súbi­tamente en el preciso momento que Helen pisaba la cubierta. Lo primero que divisó fue un majestuoso y altivo castillo enclavado en la cumbre de un monte.

Habían anclado en la desembocadura del Tajo, cuya corriente besaba amorosa los lados del buque. En cuanto terminó el desayuno, Willoughby descendió a tierra con una cartera de piel bajo el brazo, avisándoles que no volvería hasta media tarde, pues tenía algunos asuntos que resolver en Lisboa.

Hacia las cinco reapareció malhumorado y con as­pecto de cansancio. Tenía hambre y sed y pidió inmedia­tamente té. Frotándose las manos fue refiriéndoles sus trabajos. Había encontrado al viejo Jackson peinándo­se el bigotillo en el espejo que tenía en su oficina. Sin esperarlo, el pobre viejo se encontró con una mañana de trabajo abrumador. Habían almorzado juntos ma­riscos y champaña. Visitó a la señora Jackson, que es­taba más gruesa que nunca y había preguntado por Ra­chel, enviándole muchos saludos, Jackson había hecho una de las suyas. Tenía aviso de Willoughby de que pa­ra aquel viaje no aceptara pasajeros, pero se le había presentado un tal Richard Dalloway y su esposa. Este señor había sido elegido una vez miembro del Parlamen­to, y en cuanto a su esposa, era hija de un Par y por­tales motivos creían tener derecho exclusivo a cuanto pedían o solicitaban. Entre ambos cogieron al pobre Jack­son, pasaron por alto todas sus objeciones, no le hicieron el menor caso, y le mostraron una carta de Lord Glenaway en la que le rogaba, como un favor personal, que los admitiera a bordo.

—Total —terminó Willoughby—, que mucho me temo que vamos a llevar la compañía de esa pareja.

Saltaba a la vista que todo aquello no le contrariaba en absoluto, aunque él intentara demostrar todo lo con­trario.

La verdad era que los esposos Dalloway estaban es­tancados en Lisboa, donde habían llegado después de varias semanas de viaje por Europa.