Los azares de la política imposibilitaban al señor Dalloway sentarse en el Parlamento durante una larga temporada. Pero no por estar fuera de su patria había dejado de servirla. Los países latinos del Oeste del Continente le habían servi­do para ello a maravilla, si bien él opinaba que el Este hubiera sido más propicio.

—Recibiréis espléndidas noticias mías desde Peters­burgo o Teherán —había dicho a sus amigos al subir al buque… Pero en Rusia había cólera, en Oriente una epi­demia… y sus pasos habían tenido que encaminarse ha­cia Lisboa, desde donde sus noticias habían sido mucho menos románticas y espléndidas de lo que él esperaba. Atravesaron Francia, deteniéndose él en centros fabriles, para los que poseía cartas de recomendación, y en los que le fueron mostrados minuciosamente los trabajos, acerca de los cuales tomó numerosos apuntes en su li­bro de notas. En España habían vivido en el campo y via­jado sobre mulas «para formarse —según decían— una exacta idea de la vida de los campesinos». Al propio tiem­po no habían desaprovechado la ocasión de estudiar el grado de madurez en que se hallaba el ambiente con vis­tas a alguna revolución. Luego pasaron unos días en Ma­drid, por indicación de la señora Dalloway, visitando los museos y acudiendo a los espectáculos. Después encami­naron sus pasos a Lisboa, pasando allí seis días, durante los cuales el señor Dalloway visitó grandes industrias, to­mando nota detallada de cuanto le decían o veía, y vi­sitando ministros y personas de la alta política, a los que se suponía sucesores del Gobierno, amenazado de crisis inminente. Entre tanto, Clarissa, su esposa, visi­taba los lugares regios y los de deportación, tomando fo­tos de las caballerizas reales y de los expatriados. Entre las fotografías había una de la tumba de Fielding. Jun­to a ésta vio debatirse en un cepo a un infeliz pajarillo, e inmediatamente le dio suelta. «No pude sufrir la vista del pobre pajarillo cautivo en un lugar donde repo­san restos ingleses. ¡Resultaba odioso!», escribió la se­ñora Clarissa Dalloway en su diario.

El viaje se efectuaba completamente al azar, sin nin­gún plan previo. Un artículo del corresponsal extranje­ro del «Times» o cualquier incidente imprevisto, deci­dían su ruta. El señor Dalloway opinaba que la Costa Africana era mucho más insegura de lo que la gente creía. Ésta era la razón que les hacía desear un buque de andar lento, que parase un día o dos en cada puerto de mediana importancia y en el que hubiese mucho mo­vimiento de carga y descarga. Claro que les interesaba que hubiese a bordo la mayor comodidad posible, pues ambos eran malos marineros y deseaban también que hubiese poco pasaje. Si llegaban a conseguir tal buque, podrían fisgonear tranquilamente en cada puerto todo lo que les llamase la atención. La espera de una embarcación que reuniera todas estas ventajas era lo que les tenía estancados en Lisboa.

Habían oído hablar del «Euphrosyne», pero sabían también que difícilmente y sólo en circunstancias ex­traordinarias admitía pasaje. Su servicio era de carga general en su viaje a los puertos del Amazonas y caucho al retorno. Precisamente lo que ellos necesitaban. El se­ñor Dalloway se limitó a escribirle a Lord Glenaway… lo demás vino por sus propios pasos y el señor Jackson no representó un obstáculo digno de tenerse en cuenta.

Una semana después un bote cruzaba las aguas del Tajo, acercándose al «Euphrosyne» y llevando a bordo a los esposos Dalloway. Su llegada causó algo de revue­lo, y varios pares de ojos pudieron comprobar que la señora Dalloway era alta, esbelta e iba elegantemente vestida, y su esposo de estatura corriente, pero de bue­na complexión y con indumentaria deportiva. Él llevaba una cartera de papeles de negocios y ella un magní­fico maletín neceser, pero estaban completamente rodea­dos de maletas, baúles y maletines, todos ellos de ex­celente calidad.

—¡Cómo se parece esto a Whistler! —dijo la señora Dalloway, señalando hacia la playa. Dirigió una sonrisa a Rachel y se volvió hacia Willoughby, que en aquel mo­mento presentaba a la señora Chailey, para que les in­dicase su camarote.

Aquella interrupción en la vida de a bordo resultó desconcertante y molesta para todos, desde Grice, el ma­yordomo, al indiferente Ridley.

Minutos después pasó Rachel por el fumador, encon­trando a Helen ocupada en corregir la posición de los sillones. Al ver a su sobrina, dijo confidencialmente:

—Los hombres, cuanto más a gusto se encuentran, menos molestan, y para esto los butacones son instru­mentos esenciales. ¿Qué te parece? A mí sigue recordán­dome una cantina de estación.

Quitó un tapetillo de encima de la mesita, corrigió de nuevo la posición de las butacas, arregló los almoha­dones y se detuvo a contemplar el resultado. El aspecto general del saloncito había mejorado notablemente.

El gong anunciando la hora de la cena sorprendió a Rachel sentada al borde de su litera, mirándose en el espejito colgado del tabique sobre el lavabo. El espejo le mostraba una expresión de profunda melancolía. Pensaba que su cara no tenía facciones bonitas, cosa que ya nunca podría conseguir y esto la apenaba profundamente.