Era amante de la puntualidad y se dijo que no tenía más remedio que acudir al comedor con su cara, por mu­cho que le desagradase.

Entretanto Willoughby iba reseñando a los Dalloway las personas que viajaban en el buque.

—Están mi hermano Ambrose, el literato, quizás ha­yan oído hablar de él; su esposa; el señor Pepper, un antiguo amigo mío y hombre que sabe de todo, y mi hija Rachel. Como pueden ver, un pequeño grupo. Les enseñaré a ustedes toda la costa, es muy interesante.

El señor Dalloway hizo un gesto de aparente indife­rencia, mientras su esposa intentaba recordar el apelli­do Ambrose. No acababa de convencerle la compañía, tenía la convicción de que los literatos se casan con cualquier moza de granja que conocen en un atardecer campestre o con cualquier insignificante muchachita de los suburbios que les da tema para alguna de sus crea­ciones y que os dirán inoportunamente: «Claro, ya sé que es mi marido el que le interesa, no yo».

En aquel preciso momento entró Helen, y la señora Dalloway viose precisada a corregir su opinión. Aunque a primera vista era algo excéntrica, Helen demostraba con su voz y su porte que era una señora.

El señor Pepper no se había tomado la molestia de cambiarse de traje, pero a pesar de ello no desentonaba, pues vestía siempre de negro.

Al seguir a Willoughby al comedor, Clarissa iba pen­sando: «He de reconocer que la compañía no promete ser desagradable». Esta opinión sufrió un rudo golpe al presentarse Ridley en el comedor. Llegó tarde, desarre­glado y con un gesto de malhumor. Cambió una fugaz y cariñosa mirada con su esposa, y sin más preámbulos, atacó la sopa.

La señora Dalloway rompió el silencio.

—Lo que más encuentro a faltar en un viaje por mar son las flores —dijo, dirigiéndose a Willoughby—. Ima­gínese campos enteros de madreselvas y violetas en ple­no Océano… ¡Sería maravilloso!

—Y también muy peligroso para navegar. ¿Verdad, señor Vinrace? —añadió su esposo, cuya voz de bajo resonaba agradablemente junto a la de contralto de Cla­rissa—. Recuerdo que a bordo del «Mauritania» le pre­gunté al capitán: «¿Cuál es el peligro que más teme us­ted navegando?» Yo esperaba que me dijese: Icebergs… nieblas… pero, no señor, jamás olvidaré su respuesta. Me miró muy serio y contestó: «Sedgius aquatici, un alga de la que puede decirse con razón que es una mala hierba».

El señor Pepper levantó la cabeza vivamente, dis­puesto a decir algo, pero ya Willoughby se le había ade­lantado.

—Me estremezco cuando pienso en esos pobres capi­tanes con tres mil almas a bordo. Dicen que el trabajo agota y desgasta, pero yo creo que es la responsabili­dad.

—Quizá por eso pagamos mayor sueldo a la cocinera que al resto de la servidumbre —dijo Helen—, aunque entonces las niñeras deberían cobrar el doble y no es así.

—No, pero tienen una compensación, la de gozar de la compañía de las criaturas en lugar de trajinar con salchichas y sartenes —añadió Clarissa, mirando a Helen con interés, como si adivinara en ella una futura madre.

—Yo preferiría ser cocinera a niñera —replicó Helen—, nada ni nadie me induciría a cuidar hijos ajenos.

—¡Oh, las madres! —terció Ridley—. Siempre exageran, un niño bien educado no causa responsabilidad. Yo he viajado por toda Europa con el mío, todo se reduce a abrigarlo bien y colocarlo cómodamente en la rejilla. Helen rió la ocurrencia de su esposo. Clarissa miró a Ridley, sorprendida.

—Por lo visto, esa forma de pensar es privilegio de los padres, habla usted exactamente igual que mi espo­so. Sin duda hubiera obrado igual que él en el Parla­mento. Mejor dicho, en los escalones del Parlamento.

—¿A qué se refiere? —se creyó obligado a preguntar Ridley.

—Se trataba de una mujer muy irritada que me es­peraba a la puerta del Parlamento después de cada sesión, impidiéndome el paso con no sé qué reclamacio­nes —explicó el señor Dalloway—. Un día no pude con­tenerme y le dije: «Señora, con su proceder no hace usted más que molestar y entorpecer el paso y no creo que así consiga nada». Por lo visto, ella opinó igual, pues me cogió del abrigo y quieras que no hube de escucharla.

—Se salió con la suya; pero, pobre mujer, esperar sentada en los escalones del Parlamento debe ser muy incómodo —se compadeció Helen.

—Le estuvo bien empleado —intervino Willoughby—. Hay métodos legales para pedir las cosas. Obrando de otro modo, sólo se causa perturbaciones. ¡Preferiría ver­me enterrado antes de que una mujer tuviese derecho a votar en Inglaterra!

—Es inconcebible —apoyó Clarissa—. No será usted sufragista, ¿verdad? —preguntó a Ridley.

—El sufragio me tiene sin cuidado —dijo éste—. Si hay alguien que pueda creer que votando a éste o a aquél las cosas van a mejorar, allá él.

—Se ve que no es usted amante de la política. —¡En absoluto, señora! —contestó Ridley en tono convencido.

—Temo que su esposo me desapruebe —dijo el señor Dalloway a Helen en voz baja.

Ésta recordó que Richard había pertenecido al Parla­mento, y preguntó, intentando disipar la coladura de su esposo:

—¿Y no se aburren ustedes a veces?

Richard extendió la mano ante él como si prestase juramento.

—Francamente, he de confesar que sí, pero a pesar de ello, si cien veces hubiera de elegir carrera, cien ve­ces escogería sin titubear la de la política.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Willoughby—. El bufete o la Política.

—Quizá pise un terreno peligroso —prosiguió Ri­chard—, pero lo que yo pienso de las ocupaciones artís­ticas, es que no redundan en un provecho material de la sociedad, la prueba es que hasta que los artistas acaban por amanerarse y hacer concesiones, no pueden imponer sus puntos de vista a la sociedad.

—En eso no estoy de acuerdo —interrumpió la seño­ra Dalloway—, acuérdate de Shelley. Creo que en su «Adonais» se encuentra casi todo lo que puede desearse.

—Lee «Adonais» cuanto quieras —concedió Richard—, pero siempre que oigo hablar de Shelley, me acuerdo de las palabras de Matthew Arnold: «Qué camarilla».

—¿Matthew Arnold? —saltó Ridley—. ¡Bah! Un de­testable engreído.

—Le concedo que sea un engreído —dijo Richard—, pero no me negará que es un hombre de mundo.