A us­tedes, los artistas, los políticos, les parecemos gente bur­da, grosera, que sólo ve el lado material de las cosas, y, sin embargo, ustedes, cuando se enfrentan con la reali­dad y la encuentran completamente enmarañada y fue­ra de sus cauces, en lugar de intentar arreglarla, que es lo que nosotros procuramos hacer, se encogen de hom­bros y vuelven a aislarse en sus ensueños, que no nega­ré que sean muy bonitos, pero que no pasan de ser eso: Sueños. Esto es evadir las responsabilidades que todos tenemos para con nuestros semejantes, además que no todos nacemos con facultades artísticas.

—Cuando me encuentro entre artistas —dijo Claris­sa— siento intensamente los goces que reporta el crear­se un mundo propio y vivir encastillado en él… pero en cuanto salgo a la calle y tropiezo con una criatura con cara de hambre y miseria, reacciono y comprendo que no es humano vivir ausente de la realidad. En tales mo­mentos quisiera detener la marcha de todas las mani­festaciones artísticas, por lo menos hasta que las con­diciones de la existencia variasen. ¿No cree usted que la vida es un continuo conflicto que necesita del esfuer­zo de todos? —preguntó a Helen.

—No —dijo ésta, después de una corta duda—. No lo creo así.

La señora Dalloway sintió un escalofrío y pidió su abrigo. Después cambió de tema.

—En cuanto a mí —dijo— nunca olvidaré Antígona. La vi representar en Cambridge hace unos años, y cons­tantemente acude a mi imaginación desde entonces. ¿No le parece a usted lo más moderno que haya visto nun­ca? —preguntó, dirigiéndose a Ridley—. Creo que he conocido lo menos a veinte Clitemnestras. Una de ellas, por ejemplo, la vieja lady Ditchling. No conozco una sola palabra de griego, pero me pasaría todo el tiempo escuchando esta obra.

Aquí el señor Pepper creyó indicado colocar una lar­ga estrofa en griego, que Clarissa escuchó atentamente. Cuando Pepper terminó, ella dijo:

—Daría diez años de mi vida por saber el griego.

—Yo puedo enseñarle el abecedario en menos de me­dia hora —dijo Ridley—, y en menos de un mes puede leer a Homero. Para mí sería un honor.

Helen comentaba con el señor Dalloway la moda de citar autores griegos en el Parlamento, y a pesar de su conversación con él, no dejó de observar que los hom­bres, incluso su esposo, preferían las mujeres modernas. Al oír a Clarissa aceptar con entusiasmo la proposición de Ridley, Helen se indignó. Recordó su casa de Howne Street, se vio a sí misma en la salita con un libro de Platón en el regazo y comprendió que una alumna con verdadera afición podía aprender el griego aun en el corto espacio de tiempo que había señalado su esposo. La primera clase quedó concertada para el día siguiente.

—Lo único que necesitamos es que su barco nos tra­te bien —exclamó Clarissa dirigiéndose a Willoughby y haciendo que éste tomara parte en la conversación.

Willoughby estaba dispuesto, por el bienestar de sus invitados, no sólo a responder de la estancia de los pa­sajeros a bordo de su buque, sino incluso de las olas que lo rodeaban.

—Yo me pongo malísima… y a mi esposo no le va mucho mejor —suspiró Clarissa—. Y paso muy malos ratos porque no puedo devolver.

—Yo no me he mareado nunca… bueno, exceptuan­do en una ocasión. Fue cruzando el Canal de la Mancha. Lo que me pone francamente malo es el mar de fondo… ¡y lo que siento perderme una comida a bordo! El buen tiempo me despierta el apetito de un modo atroz. Pero eso de ver la comida, tomar un bocadito, que se traga uno como Dios le da a entender, mientras el sentido co­mún nos dice «No comas… no comas… » De todos mo­dos, soy de los que creen que el mareo no pasa de ser una sugestión que puede vencerse con un esfuerzo de vo­luntad. Mi esposa es cobarde hasta la exageración.

Se habían levantado de la mesa, y Helen se acercó a la señora Dalloway.

—Venga, le enseñaré el camino.

Salieron seguidas de Rachel, que no había abierto los labios durante la comida. Bien es verdad que tampoco nadie le había dirigido la palabra. Sin embargo, había estado atenta a cuanto se hablaba. Su atención estuvo fija en los esposos Dalloway. Clarissa, especialmente, la fascinaba. Iba vestida completamente de blanco, sin más adorno que un refulgente collar. El óvalo perfecto de su rostro aparecía aureolado por la cabellera que em­pezaba a volverse grisácea. Semejaba por su belleza un cuadro de finales de siglo, una obra maestra de Reynolds o de Romney. Junto a ella los restantes pasajeros, inclu­so la propia Helen, resultaban groseros y descuidados. Emanaba de Clarissa un encanto especial que lo domi­naba todo.