El esposo tenía una forma de hablar y un timbre de voz que se imponían. Sus ademanes, gestos y palabras iban completamente al unísono, como una má­quina perfecta. Junto a él los demás parecían meros autómatas sin gracia alguna. Un delicioso perfume de violetas emanaba de la señora Dalloway, mezclándose al frufrú de sus sedas y al tintineo de sus pulseras. Mien­tras la seguía por el pasillo, Rachel se sentía humillada. Ante su vista transcurría vertiginosamente su vida y la de sus amigos. Clarissa había dicho: «Vivimos en un mundo hecho a nuestro gusto y medida», y Rachel pen­saba que tenía razón y que tal cosa era completamente absurda.

—Sentémonos aquí —dijo Helen, abriendo la puerta del saloncito.

—¿Toca usted? —preguntó Clarissa, levantando la partitura de «Tristán», que estaba en el musiquero.

—No —dijo Helen, apoyando una mano en el hom­bro de Rachel—. Es mi sobrina quien toca.

—Créame que la envidio —dijo Clarissa, dirigiéndose a Rachel por vez primera—. ¿Recuerda esto?— añadió, tecleando con sus ensortijados dedos unos compases de «Tristán»—. ¿Ha estado usted en Bayreuth?

—No, no he ido —contestó Rachel.

—Nunca olvidaré la primera vez que oí allí «Parsi­fal». Era un día sofocante de agosto, con el teatro a os­curas y completamente lleno de corpulentos alemanes y alemanas gruesas y sonrosadas, con ajustados trajes de un mal gusto tremendo. La música atacó la obertura, y yo sentí una opresión en la garganta que me hizo esta­llar en sollozos. Un caballero que había junto a mí me trajo agua. Lo recuerdo perfectamente, porque seguí llo­rando sobre su hombro. ¡Fue tan majestuoso… ! ¿Pero dónde está el piano?

—Está en otra habitación —replicó Rachel.

—Pero no por eso dejaremos de oírla… No puedo imaginar nada semejante a sentarme a la luz de la luna y oír buena música… claro que esto pueden parecer ni­ñerías. ¿No cree usted que la música no es buena para todos? —dijo, dirigiéndose a Helen.

—¿Por qué? ¿Acaso porque requiere un esfuerzo de­masiado grande para comprenderla?

—Sí, es demasiado emocional. No debería permitirse a los jóvenes aprender música como una profesión. El que sepa interpretarla, no quiere decir que la aprecie, casi estoy por creer lo contrario. Los que sienten verda­deramente el arte son los que menos lo demuestran. ¿Conoce usted a Henry Philips, el pintor?

—Sí, le conozco —dijo Helen.

—A primera vista podría tomársele por un negocian­te o industrial, nadie diría que es el mejor pintor de su época. Eso es lo que a mí me gusta.

—Es verdad —dijo Helen—. Cuando se ve a un mú­sico con enormes melenas y chambergo, es casi proba­ble que su música deje mucho que desear.

—Watts y Joachim pueden parecer cualquier cosa me­nos lo que son: unos grandes músicos.

—Sin embargo, no me negará usted que hubiesen es­tado mejor con algo de pelo —dijo Helen—. Creo que lo principal es la limpieza. Quiero decir con eso que pre­fiero menos arte y más ropas con buen corte.

—A la gente bien se la conoce por algo que no se sa­be qué es, pero que existe —añadió Clarissa.

—En efecto, mire usted a mi esposo. ¿Se le puede tomar por un caballero? —preguntó Helen.

A Clarissa esta pregunta le pareció de muy mal gus­to. Ella, por lo menos, no la hubiera hecho nunca. La mejor respuesta que encontró fue echarse a reír, vol­viéndose a Rachel.

—Insisto en que mañana toque usted.

Rachel no opuso ninguna objeción. Había algo en Cla­rissa que la atraía y dominaba. La señora Dalloway di­simuló un bostezo, que no pasó de una pequeña dilata­ción de la nariz.

—Me está entrando bastante sueño, a lo mejor es el' aire de mar. Mucho me temo que vaya a abandonarlas.

La voz del señor Pepper, en acalorada discusión, se oyó avanzar por el pasillo.