Cuando estaban en su casa, siempre la visitaba los domingos. Era persona culta, dominaba las matemáticas, historia y griego, zoología, economía y las Sagas de Islandia. Ha­bía traducido al inglés y en prosa poesías persas, y pro­sa inglesa en versos griegos. Era una notabilidad en numismática y un experto en cuestiones de tráfico. Es­taba allí para documentarse y escribir sobre el mar, pro­bablemente un estudio sobre el viaje de Ulises, pues el griego era su mayor pasión. Había regalado a Rachel ejemplares de todos sus trabajos, la mayor parte obras pequeñas, y Helen pensó que probablemente Rachel no — las había leído.

—¿Sabes si ha estado enamorado alguna vez? —pre­guntó a la muchacha.

—No lo creo, su corazón es un trozo de cuero viejo y reseco; pero, francamente, es una cosa que no he ave­riguado.

—Será cuestión de preguntárselo. ¿Recuerdas la últi­ma vez que te vi? Estabas comprando un piano.

—Sí, lo pusimos en la habitación del ático, que esta­ba ocupada por grandes plantas exóticas. Mis tías de­cían que un día piano, plantas y yo pasaríamos al piso bajo a través del techo. A su edad no tenía que haberles asustado tanto la muerte.

—Hace poco tuve noticias de tía Bessie —replicó Helen—. Teme que se te estropeen las manos si estudias tanto.

—¿O acaso que me ponga musculosa y eso me im­pida casarme?

—No es eso precisamente —corrigió Helen.

—Claro, ella no lo diría así, pero es lo que piensa —dijo Rachel, soltando un suspiro.

Helen clavó sus ojos en el rostro de la muchacha: re­flejaba más debilidad que decisión y sólo sus ojos, gran­des e interesantes, la salvaban de la insipidez. El óvalo de su cara era indefinido y faltaba color a su cutis. Su indecisión al hablar y el tartamudeo para hallar las pa­labras adecuadas, ponían de relieve su insignificancia. Helen se dijo que no la atraía la intimidad en que se verían forzadas a vivir las tres o cuatro semanas que du­raría el viaje. Las mujeres de su misma edad la abu­rrían y suponía que con una jovencita sería peor aún. Volvió a mirar a su sobrina. Hablar con ella de cosas profundas sería como escribirlas sobre la superficie del río. En la mayoría de las muchachas no había nada es­table, ni vicios ni virtudes.

En aquel momento se abrió la puerta bruscamente y entró un hombre alto y fornido. Se acercó a Helen y le cogió las manos emocionado. Era Willoughby, el padre de Rachel y hermano del señor Ridley Ambrose.

Era corpulento sin llegar a grueso, de cara ancha pero con facciones algo pequeñas y un hoyuelo en cada carrillo. Se le comprendía más apto para capear tem­porales que para disimular sus emociones.

—¡Es un placer que hayáis venido! ¿Verdad, hija? —dijo, mirando a la muchacha.

Rachel asintió a la mirada de su padre.

—Haremos cuanto esté a nuestro alcance para que os encontréis bien aquí. ¿Y Ridley? Bueno, Pepper ya se encargará de llevarle la contra, cosa a la que yo no me atrevería. ¿Qué te parece Rachel? Está hecha una mujer, ¿verdad?

Sin soltar la mano de Helen, pasó un brazo por los hombros de Rachel.

—¿Crees tú que Rachel hace honor a sus padres?

—¡Oh, sí! —contestó Helen violenta y sin mirarlos.

—Espero grandes cosas de ella —continuó él, opri­miendo fuerte a la muchacha—. ¡Bien! —saltó de pron­to—, ahora hablemos de ti. —Se sentaron los tres en el sofá y prosiguió—: ¿Y los chicos? ¿Dispuestos ya para ir al colegio? Me figuro que sí… ¿Se parecen a ti o a Am­brose? De lo que estoy seguro es que ninguno de los dos es tonto.

Al oír esto, Helen fue animándose gradualmente y em­pezó a explicar que su hijo, de seis años, era su vivo retrato, según la opinión general. En cuanto a la chica, que tenía ya diez años de edad, era muy parecida a su padre. Con toda sencillez contó que su pequeño había metido los deditos en la mantequilla, arrojando una buena porción de ella al fuego de la chimenea y con­templando satisfecho las llamaradas que levantó su ha­zaña y de la vista de las cuales, gozaron tanto el hijo como la madre, lo cual probaba una afinidad de gustos.

—Es un pícaro, pero tendrás que corregirle para que no juegue con fuego, puede traer —malas consecuencias —advirtió Willoughby.

—Pero si no tiene importancia… ¡es tan chico! —dis­culpó la madre, como si fuese ella la autora de la fe­choría.

—¡Por lo visto soy un padre chapado a la antigua! —suspiró Willoughby.

—¡No digas eso! Apuesto a que Rachel no opina así.

Claramente se reflejaba en el rostro del padre la ilu­sión que le hubiese producido el que Rachel le abrazase y mimase, negando su afirmación. Pero ésta continua­ba abstraída, mirando ante sí y con la más absoluta in­diferencia hacia lo que su padre decía. Su imaginación estaba muy lejos de allí.

Cambiaron impresiones sobre la forma más conve­niente y disimulada de lograr que Ridley gozase duran­te todo el viaje de unas completas vacaciones. Si no lo lograban ahora que sus baúles repletos de libros des­cansaban en la sentina del buque, Helen sabía que ya no lo conseguirían, pues en Santa Marina pasaría el día trabajando.

—¡No te preocupes y déjalo por mi cuenta! —dijo Willoughby con su mejor voluntad.

Se oyeron unos pasos. Se abrió la puerta y entraron Ridley y Pepper.

—¡Hola, Vinrace! ¿Cómo estás? —dijo Ridley exten­diendo la mano con algo de embarazo.

Willoughby respondió efusivamente, pero con un cier­to respeto.

—Os hemos oído reír bastante —dijo Helen—.