Sin duda os habréis contado cosas muy graciosas.
—No creas, nada que valiera la pena.
—¿Sigues siendo todavía tan exigente en tus juicios? —preguntó su hermano.
—Por lo visto os aburrís mucho en nuestra compañía, a juzgar por lo pronto que nos dejasteis —dijo Ridley a su esposa.
—¿Pero no lo pasasteis mejor después de salir nosotras?
Ridley se encogió de hombros, la situación era algo violenta, aunque todos intentaban demostrar jovialidad. Fue el señor Pepper quien rompió el silencio y desvió la atención. Súbitamente dio un salto sobre su asiento, elevó las piernas y se sentó en cuclillas, como si huyera de una corriente de aire en los tobillos. Con los brazos cruzados en torno a las rodillas y chupando su puro con fruición, ofrecía un aspecto estrambótico, como un pequeño dios oriental. Sin enmendar su extraña postura, les endilgó un discurso sobre los monstruos de las profundidades marítimas. Se mostró muy sorprendido de que ninguno de los diez barcos que poseía Vinrace y que efectuaban la travesía entre Londres y Buenos Aires, hubiese visto nunca tales monstruos y de que tampoco hubiesen —intentado nunca llevar a cabo ninguna investigación.
—No, Pepper, no —rió Vinrace—; tengo de sobra con los monstruos de la tierra.
Rachel susurró con un suspiro:
—¡Pobres animales!
—Si no fuera por ellos, no habría música, querida —dijo su padre algo bruscamente.
Entretanto proseguía la perorata de Pepper, explicando los blancos, pelados y ciegos monstruos que habitaban las profundidades abismales del Océano, contando que al sacar estos animales a la superficie y librarlos de la enorme presión de las aguas, explotaban esparciendo sus entrañas a todos los vientos. Era tan prolija y descarnada su explicación, que producía náuseas, y Ridley hubo de rogarle que se callase.
Helen iba observándolo todo y formando su composición de lugar. No, decididamente no se sentía muy optimista: Pepper resultaba un pesado; Rachel una niña mimada y poco dada a las confidencias, estaba segura que sus primeras palabras serían: «Yo no me avengo con mi padre, no me comprende»; Willoughby, por su parte, y pese a su buena voluntad, vivía en un mundo aparte, un mundo que él se había forjado. Entre todos ellos, Helen se encontraba descentrada y no se las prometía muy felices, pero como era una mujer de acción y decisiones rápidas, se alzó y dijo que quería ir a descansar. Al llegar a la puerta se detuvo volviendo la cabeza; supuso que habiendo a bordo sólo dos mujeres, Rachel la acompañaría. La muchacha se levantó, y con un ligero tartamudeo, dijo:
—Me voy afuera… a… luchar con el viento.
La peor suposición de Helen se confirmaba. Se deslizó por el pasillo dando tumbos con el vaivén y agarrándose con ambas manos. A cada bandazo exclamaba:
—¡Caramba! ¡Bien empezamos!
II
La noche fue poco confortable, movimientos incesantes del buque, olor salobre, escasez de ropa en las camas. El señor Pepper pasó verdadero frío. El amanecer trajo un cambio en la situación. El cielo radiante y el mar tranquilo como pocas veces. El desayuno transcurrió en un ambiente más cordial. El viaje había comenzado bajo los mejores auspicios, con un cielo azul y un mar en calma. Todo era prometedor, pudiera o no expresarse, y esto sería lo que, cuando pasasen los años, conferiría un sentido especial a este momento, como el griterío de las sirenas durante la noche anterior aparecería representado por un gran aturdimiento.
La mesa estaba servida con atractivo. La fruta colocada con buen gusto y los huevos y la mantequilla despertaban el apetito al más desganado. Helen atendía a Willoughby, observándole disimuladamente. Recordaba múltiples incidentes familiares y como siempre, terminaba por hacerse la misma pregunta: «¿Por qué se casaría Teresa con Willoughby? Claro que de aspecto no está mal —seguía pensando—, fuerte, grandón, voz recia, puños potentes y voluntad firme»… Pero para Helen el carácter de Willoughby se escondía tras una sola palabra: «Sentimental». Y ella entendía que una persona sentimental no era nunca franca, espontánea, ni sencilla en la expresión de sus pensamientos, emociones o sentimientos. Por ejemplo, raras veces hablaba Willoughby de los muertos, exceptuando los aniversarios de mayor solemnidad. Helen sospechaba incontables atrocidades en la educación de Rachel y estaba segura de que la pobre Teresa no había sido muy feliz.
Inconscientemente pasó a comparar su vida con la de su cuñada, a quien quiso sinceramente y que fue la única mujer a quien llamó amiga. Estas comparaciones habían sido muchas veces el tema de sus conversaciones. Ridley era literato; Willoughby hombre de negocios. Terminaba Ridley su tercer volumen sobre Píndaro cuando Willoughby fletaba su primer buque. Y el mismo año que el comentario sobre Aristóteles fue leído en la Universidad, su cuñado montaba una nueva fábrica. ¿Y Rachel? No, decididamente no resistía una comparación con sus dos hijos, Rachel parecía tener sólo seis años, derramaba la leche en la taza poniendo todo su cuidado en observar las gotas que salían desparramadas.
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