Joe era guapo; a ambos lados
de su suave rostro se veían algunos rizos de cabello dorado, y sus
ojos tenían un tono azul tan indeciso, que parecían haberse
mezclado, en parte, con el blanco de los mismos. Era hombre suave,
bondadoso, de buen genio, simpático, atolondrado y muy buena
persona; una especie de Hércules, tanto por lo que respecta a su
fuerza como a su debilidad.
Mi hermana, la señora Joe, tenía el cabello y los ojos negros y
el cutis tan rojizo, que muchas veces yo mismo me preguntaba si se
lavaría con un rallador en vez de con jabón. Era alta y casi
siempre llevaba un delantal basto, atado por detrás con dos cintas
y provisto por delante de un peto inexpugnable, pues estaba lleno
de alfileres y de agujas. Se envanecía mucho de llevar tal
delantal, y ello constituía uno de los reproches que dirigía a Joe.
A pesar de cuyo envanecimiento, yo no veía la razón de que lo
llevara.
La forja de Joe estaba inmediata a nuestra casa, que era de
madera, así como la mayoría de las viviendas de aquella región en
aquel tiempo. Cuando iba a casa desde el cementerio, la forja
estaba cerrada, y Joe, sentado y solo en la cocina. Como él y yo
éramos compañeros de sufrimientos y nos hacíamos las confidencias
propias de nuestro caso, Joe se dispuso a hacerme una en el momento
en que levanté el picaporte de la puerta y me asomé, viéndole
frente a ella y junto al rincón de la chimenea.
— Te advierto, Pip, que la señora Joe ha salido una docena de
veces en tu busca. Y ahora acaba de salir otra vez para completar
la docena de fraile.
— ¿Está fuera?
— Sí, Pip - replicó Joe -. Y lo peor es que ha salido llevándose
a «Thickler».
Al oír este detalle desagradabilísimo empecé a retorcer el único
botón de mi chaleco y, muy deprimido, miré al fuego;
« Thickler » era un bastón, ya pulimentado por los
choques sufridos contra mi armazón.
—Se ha emborrachado - dijo Joe -. Y levantándose, agarró a
« Thickler » y salió. Esto es lo que ha hecho - añadió
removiendo con un hierro el fuego por entre la reja y mirando a las
brasas -. Y así salió, Pip.
— ¿Hace mucho rato, Joe?
Yo le trataba siempre como si fuese un niño muy crecido; desde
luego, no como a un igual.
— Pues mira - dijo Joe consultando el reloj holandés -. Hace
cosa de veinte minutos, Pip. Pero ahora vuelve. Escóndete detrás de
la puerta, muchacho, y cúbrete con la toalla.
Seguí el consejo. Mi hermana, la señora Joe, abriendo por
completo la puerta de un empujón, encontró un obstáculo tras ella,
lo cual le hizo adivinar en seguida la causa, y por eso se valió de
«Thickler» para realizar una investigación. Terminó arrojándome a
Joe es de advertir que yo muchas veces servía de proyectil
matrimonial , y el herrero, satisfecho de apoderarse de mí, fuese
como fuese, me escondió en la chimenea y me protegió con su enorme
pierna.
— ¿Dónde has estado, mico asqueroso? - preguntó la señora Joe
dando una patada -. Dime inmediatamente qué has estado haciendo. No
sabes el susto y las molestias que me has ocasionado. Si no hablas
en seguida, lo voy a sacar de ese rincón y de nada te valdría que,
en vez de uno, hubiese ahí cincuenta Pips y los protegieran
quinientos Gargerys.
— He estado en el cementerio - dije, desde mi refugio, llorando
y frotándome el cuerpo.
— ¿En el cementerio? - repitió mi hermana -. ¡Como si no te
hubiera avisado, desde hace mucho tiempo, de que no vayas allí a
pasar el rato! ¿Sabes quién te ha criado as mano»?
— Tú - dije.
— ¿Y por qué lo hice? Me gustaría saberlo - exclamó mi
hermana.
— Lo ignoro - gemí.
— ¿Lo ignoras? Te aseguro que no volvería a hacerlo.
— Estoy persuadida de ello. Sin mentir, puedo decir que desde
que naciste, nunca me he quitado este delantal. Ya es bastante
desgracia la mía el ser mujer de un herrero, y de un herrero como
Gargery, sin ser tampoco tu madre.
Mis pensamientos tomaron otra dirección mientras miraba
desconsolado el fuego. En aquel momento me pareció ver ante los
vengadores carbones que no tenía más remedio que cometer un robo en
aquella casa para llevar al fugitivo de los marjales, al que tenía
un hierro en la pierna, y por temor a aquel joven misterioso, una
lima y algunos alimentos.
— ¡Ah! - exclamó la señora Joe dejando a «Thickler» en su rincón
. ¿De modo que en el cementerio? Podéis hablar de él, vosotros dos
- uno de nosotros, por lo menos, no había pronunciado tal palabra
-. Cualquier día me llevaréis al cementerio entre los dos, y,
cuando esto ocurra, bonita pareja haréis.
Y se dedicó a preparar los cachivaches del té, en tanto que Joe
me miraba por encima de su pierna, como si, mentalmente, se
imaginara y calculara la pareja que haríamos los dos en las
dolorosas circunstancias previstas por mi hermana. Después de eso
se acarició la patilla y los rubios rizos del lado derecho de su
cara, en tanto que observaba a la señora Joe con sus azules ojos,
como solía hacer en los momentos tempestuosos.
Mi hermana tenía un modo agresivo e invariable de cortar nuestro
pan con manteca. Primero, con su mano izquierda, agarraba con
fuerza el pan y lo apoyaba en su peto, por lo que algunas veces se
clavaba en aquél un alfiler o una aguja que más tarde iban a parar
a nuestras bocas. Luego tomaba un poco de manteca, nunca mucha, por
medio de un cuchillo, y la extendía en la rebanada de pan con
movimientos propios de un farmacéutico, como si hiciera un
emplasto, usando ambos lados del cuchillo con la mayor destreza y
arreglando y moldeando la manteca junto a la corteza. Hecho esto,
daba con el cuchillo un golpe final en el extremo del emplasto y
cortaba la rebanada muy gruesa, pero antes de separarla por
completo del pan la partía por la mitad, dando una parte a Joe y la
otra a mí.
En aquella ocasión, a pesar de que yo tenía mucha hambre, no me
atrevía a comer mi parte de pan con manteca. Comprendí que debía
reservar algo para mi terrible desconocido y para su aliado, aquel
.joven aún más terrible que él.
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