Me constaba la buena administración
casera de la señora Joe y de antemano sabía que mis pesquisas
rateriles no encontrarían en la despensa nada que valiera la pena.
Por consiguiente, resolví guardarme aquel pedazo de pan con manteca
en una de las perneras de mi pantalón.
Advertí que era horroroso el esfuerzo de resolución necesario
para realizar mi cometido. Era como si me hubiese propuesto saltar
desde lo alto de una casa elevada o hundirme en una gran masa de
agua. Y Joe, que, naturalmente, no sabía una palabra de mis
propósitos, contribuyó a dificultarlos más todavía. En nuestra
franca masonería ya mencionada, de compañeros de penas y fatigas, y
en su bondadosa amistad hacia mí, había la costumbre, seguida todas
las noches, de comparar nuestro modo respectivo de comernos el pan
con manteca, exhibiéndolos de vez en cuando y en silencio a la
admiración mutua, lo cual nos estimulaba para realizar nuevos
esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces, mostrándome
repetidamente su pedazo de pan, que disminuía con la mayor rapidez,
a que tomase parte en nuestra acostumbrada y amistosa competencia;
pero cada vez me encontró con mi amarilla taza de té sobre la
rodilla y el pan con manteca, entero, en la otra. Por fin, ya
desesperado, comprendí que debía realizar lo que me proponía y que
tenía que hacerlo del modo más difícil, atendidas las
circunstancias. Me aproveché del momento en que Joe acababa de
mirarme y deslicé el pedazo de pan con manteca por la pernera de mi
pantalón.
Sin duda, Joe estaba intranquilo por lo que se figuró ser mi
falta de apetito y mordió pensativo su pedazo de pan, que en
apariencia no se comía a gusto. Lo revolvió en la boca mucho más de
lo que tenía por costumbre, entreteniéndose largo rato, y por fin
se lo tragó como si fuese una píldora. Se disponía a morder
nuevamente el pan y acababa de ladear la cabeza para hacerlo,
cuando me sorprendió su mirada y vio que había desaparecido mi pan
con manteca.
La extrañeza y la consternación que obligaron a Joe a detenerse,
y la mirada que me dirigió, eran demasiado extraordinarias para que
escaparan a la observación de mi hermana.
— ¿Qué ocurre? -preguntó con cierta elegancia, mientras dejaba
su taza.
— Oye - murmuró Joe mirándome y meneando la cabeza con aire de
censura -. Oye, Pip. Te va a hacer daño. No es posible que hayas
mascado el pan.
— ¿Qué ocurre ahora? - repitió mi hermana, con voz más seca que
antes.
— Si puedes devolverlo, Pip, hazlo - dijo Joe, asustado -. La
limpieza y la buena educación valen mucho, pero, en resumidas
cuentas, vale más la salud.
Mientras tanto, mi hermana, que se había encolerizado ya, se
dirigió a Joe y, agarrándole por las dos patillas, le golpeó la
cabeza contra la pared varias veces, en tanto que yo, sentado en un
rincón, miraba muy asustado.
— Tal vez ahora me harás el favor de decirme qué sucede -
exclamó mi hermana, jadeante -. Con esos ojos pareces un cerdo
asombrado.
Joe la miró atemorizado; luego dio un mordisco al pan y volvió a
mirarla.
— Ya sabes, Pip - dijo Joe con solemnidad y con el bocado de pan
en la mejilla, hablándome con voz confidencial, como si
estuviéramos solos -, ya sabes que tú y yo somos amigos y que no me
gusta reprenderte. Pero… - y movió su silla, miró el espacio que
nos separaba y luego otra vez a mí -, pero este modo de tragar…
— ¿Se ha tragado el pan sin mascar? - exclamó mi hermana.
— Mira, Pip - dijo Joe con los ojos fijos en mí, sin hacer caso
de la señora Joe y sin tragar el pan que tenía en la mejilla-.
Cuando yo tenía tu edad, muchas veces tragaba sin mascar y he hecho
como otros muchos niños suelen hacer; pero jamás vi tragar un
bocado tan grande como tú, Pip, hasta el punto de que me asombra
que no te hayas ahogado.
Mi hermana se arrojó hacia mí y me cogió por el cabello,
limitándose a pronunciar estas espantosas palabras:
— Ven, que vas a tomar el medicamento.
En aquellos tiempos, algún asno médico había recetado el agua de
alquitrán como excelente medicina, y la señora Joe tenía siempre
una buena provisión en la alacena, pues creía que sus virtudes
correspondían a su infame sabor. Muchas veces se me administraba
una buena cantidad de este elixir como reconstituyente ideal, y, en
tales casos, yo salía apestando como si fuese una valla de madera
alquitranada. Aquella noche, la urgencia de mi caso me obligó a
tragarme un litro de aquel brebaje, que me echaron al cuello para
mayor comodidad, mientras la señora Joe me sostenía la cabeza bajo
el brazo, del mismo modo como una bota queda sujeta en un
sacabotas. Joe se tomó también medio litro, y tuvo que tragárselo
muy a su pesar, por haberse quedado muy triste y meditabundo ante
el fuego a causa de la impresión sufrida. Y, a juzgar por mí mismo,
puedo asegurar que la impresión la tuvo luego aunque no la hubiese
tenido antes.
La conciencia es una cosa espantosa cuando acusa a un hombre;
pero cuando se trata de un muchacho y, además de la pesadumbre
secreta de la culpa, hay otro peso secreto a lo largo de la pernera
del pantalón, es, según puedo atestiguar, un gran castigo. El
conocimiento pecaminoso de que iba a robar a la señora Joe - desde
luego, jamás pensé en que iba a robar a Joe, porque nunca creía que
le perteneciese nada de lo que había en la casa -, unido a la
necesidad de sostener con una mano el pan con manteca mientras
estaba sentado o cuando me mandaban que fuera a uno a otro lado de
la cocina a ejecutar una pequeña orden, me quitaba la tranquilidad.
Luego, cuando los vientos del marjal hicieron resplandecer el
fuego, creí oír fuera de la casa la voz del hombre con el hierro en
la pierna que me hiciera jurar el secreto, declarando que no podía
ni quería morirse de hambre hasta la mañana, sino que deseaba comer
en seguida. También pensaba, a veces, que aquel joven a quien con
tanta dificultad contuvo su compañero para que no se arrojara
contra mí, tal vez cedería a una impaciencia de su propia
constitución o se equivocaría de hora, creyéndose ya con derecho a
mi corazón y a mi hígado aquella misma noche, en vez de esperar a
la mañana siguiente. Y si alguna vez el terror ha hecho erizar a
alguien el cabello, esta persona debía de ser yo aquella noche.
Pero tal vez nunca se erizó el cabello de nadie.
Era la vigilia de Navidad, y yo, con una varilla de cobre, tenía
que menear el pudding para el día siguiente, desde las siete hasta
las ocho, según las indicaciones del reloj holandés. Probé de
hacerlo con el impedimento que llevaba en mi pierna, cosa que me
hizo pensar otra vez en el hombre que llevaba aquel hierro en la
suya, y observé que el ejercicio tenía tendencia a llevar el pan
con manteca hacia el tobillo sin que yo pudiera evitarlo.
Felizmente, logré salir de la cocina y deposité aquella parte de mi
conciencia en el desván, en donde tenía el dormitorio.
— Escucha - dije en cuanto hube terminado de menear el pudding y
mientras me calentaba un poco ante la chimenea antes de irme a la
cama -. ¿No has oído cañonazos, Joe?
— ¡Ah! -exclamó él-. ¡Otro penado que se habrá escapado!
— ¿Qué quieres decir, Joe? - pregunté.
La señora Joe, que siempre se daba explicaciones a sí misma,
murmuró con voz huraña:
— ¡Fugado! ¡Fugado!
Y administraba esta definición como si fuese agua de
alquitrán.
Mientras la señora Joe estaba sentada y con la cabeza inclinada
sobre su costura, yo moví los labios disponiéndome a preguntar a
Joe: «¿Qué es un penado?» Joe puso su boca en la forma apropiada
para devolver su elaborada respuesta, pero yo no pude comprender de
ella más que una sola palabra: «Pip».
— La noche pasada se escapó un penado - dijo Joe, en voz alta -,
según se supo por los cañonazos que se oyeron a la puesta del sol.
Dispararon para avisar su fuga. Y ahora parece que tiran para dar
cuenta de que se ha fugado otro.
— Y ¿quién dispara? - pregunté.
— ¡Cállate! - exclamó mi hermana, mirándome con el ceño fruncido
-. ¡Qué preguntón eres! No preguntes nada, y así no te dirán
mentiras.
No se hacía mucho favor a sí misma, según me dije, al indicar
que ella podría contestarme con alguna mentira en caso de que le
hiciera una pregunta. Pero ella, a no ser que hubiese alguna
visita, jamás se mostraba cortés.
En aquel momento, Joe aumentó en gran manera mi curiosidad,
esforzándose en abrir mucho la boca para ponerla en la forma debida
a fin de pronunciar una palabra que a mí me pareció que debía ser
«malhumor». Por consiguiente, señalé a la señora Joe y dispuse los
labios de manera como si quisiera preguntar: «¿Ella?» Pero Joe no
quiso oírlo, y de nuevo volvió a abrir mucho la boca para emitir
silenciosamente una palabra que, pese a mis esfuerzos, no pude
comprender.
— Señora Joe - dije yo, como último recurso -. Si no tienes
inconveniente, me gustaría saber de dónde proceden esos
disparos.
— ¡Dios te bendiga! - exclamó mi hermana como si no quisiera
significar eso, sino, precisamente, todo lo contrario -.
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