De los
Pontones.
— ¡Oh! - exclamé mirando a Joe -. ¿De los Pontones?
Joe tosió en tono de reproche, como si quisiera decir: «Ya te lo
había explicado.»
— ¿Y qué son los Pontones? - pregunté.
— Este muchacho es así - exclamó mi hermana, apuntándome con la
aguja y el hilo y meneando la cabeza hacia mí-. Contéstale a una
pregunta, y él te hará doce más.
Los Pontones son los barcos que sirven de prisión y que se
hallan al otro lado de los marjales.
— ¿Y por qué encierran a la gente en esos barcos? - pregunté sin
dar mayor importancia a mis palabras, aunque desesperado en el
fondo.
Eso era ya demasiado para la señora Joe, que se levantó
inmediatamente.
— Mira, muchacho - dijo -. No te he subido a mano para que
molestes de esta manera a la gente. Si así fuese, merecería que me
criticasen y no que me alabaran. Se encierra a la gente en los
Pontones porque asesinan, porque roban, porque falsifican o porque
cometen alguna mala acción. Y todos ellos empezaron haciendo
preguntas. Ahora vete a la cama.
Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía
las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de
la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas
palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones. Con
seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé
haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe.
Desde aquel tiempo, que ya ahora es muy lejano, he pensado
muchas veces que pocas personas se han dado cuenta de la reserva de
los muchachos que viven atemorizados. Poco importa que el terror no
esté justificado, porque, a pesar de todo, es terror. Yo estaba
lleno del miedo hacia aquel joven desconocido que deseaba devorar
mi corazón y mi hígado. Tenía pánico mortal de mi interlocutor, el
que llevaba un hierro en la pierna; lo tenía de mí mismo por verme
obligado a cumplir una promesa que me arrancaron por temor; y no
tenía esperanza de librarme de mi todopoderosa hermana, que me
castigaba continuamente, aumentando mi miedo el pensamiento de lo
que podría haber hecho en caso necesario y a impulsos de mi secreto
terror.
Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme a mí
mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en
dirección a los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio
de una bocina, cuando pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor
sería que tomase tierra para ser ahorcado en seguida, en vez de
continuar mi camino. Temía dormir, aunque me sentía inclinado a
ello por saber que en cuanto apuntase la aurora me vería obligado a
saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche,
porque en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias
a la sencilla fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido
que recurrir al pedernal y al acero, haciendo así un ruido
semejante al del mismo pirata al agitar sus cadenas.
Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de
mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la
escalera; todos los tablones de madera y todas las resquebrajaduras
de cada madero parecían gritarme: «¡Deténte, ladrón!» y
«¡Despiértese, señora Joe!» En la despensa, que estaba mucho mejor
provista que de costumbre por ser la víspera de Navidad, me alarmé
mucho al ver que había una liebre colgada de las patas posteriores
y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto
de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni
de elegir, ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco
de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada,
que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche
anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que
eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi
cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar de agua la botella
de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso
pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero
sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa
estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en
un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de
que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo
echarían de menos en seguida.
En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua.
Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una
lima de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la
puerta como estaba, abrí la que me dio paso la noche anterior al
llegar a casa y, después de cerrarla de nuevo, eché a correr hacia
los marjales cubiertos de niebla.
Capítulo 3
Había mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir
pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi
ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante
toda la noche usando la ventana a guisa de pañuelo. Ahora veía la
niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como
telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una
rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había
posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la
niebla en los marjales, que el poste indicador de nuestra aldea,
poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue
invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo
miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me
iba a entregar a los Pontones.
Más espesa fue la niebla todavía cuando salí de los marjales,
hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna cosa,
parecía que ésta echara a correr hacia mí. Ello era muy
desagradable para una mente pecadora. Las puertas, las represas y
las orillas se arrojaban violentamente contra mí a través de la
niebla, como si quisieran exclamar con la mayor claridad: «¡Un
muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Detenedle!» Las reses
se me aparecían repentinamente, mirándome con asombrados ojos, y
por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: «¡Eh,
ladronzuelo!» Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que
a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto
clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su
maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no
pude menos que murmurar: «No he tenido más remedio, señor. No lo he
robado para mí.» Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo
una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con
las patas traseras y agitando el rabo.
Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no
podía calentarme los pies.
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