Nadie sabía dónde se hallaba este hombre, y se suponía que había elegido realizar el último y definitivo viaje sobre el río Iss hasta el Perdido Mar de Korus, en el Valle del Dor, o había sido capturado y muerto por miembros de alguna horda de salvajes hombres verdes. Nadie apareció para explicarlo… ni él tampoco regresó a Zor, donde era odiado por su arrogancia y crueldad.

—Espero que mi reverendo abuelo no te retenga por mucho tiempo —me dijo Dejah Thoris—. Tendremos algunos huéspedes para cenar esta noche y no desearía que llegaras tarde.

—¿Algunos? —le dije—. ¿Cuántos? ¿Doscientos o trescientos?

—Eres imposible —rió ella—. Sólo algunos.

—Mil, si ese es tu deseo, querida —le aseguré mientras la besaba—. ¡Y ahora, adiós! Espero estar de vuelta dentro de una hora.

Mientras subía la rampa hacia el hangar en el techo del palacio tuve, por alguna inexplicable razón, una sensación de inminente peligro; pero lo atribuí al hecho de que mi tete-a-tete con mi princesa había sido tan repentinamente interrumpido.

El liviano aire del moribundo Marte hacía que la transición entre el día y la noche sucediera demasiado rápidamente para un terrestre. El anochecer es de corta duración debido a la insignificante refracción de los rayos solares. Cuando dejé a Dejah Thoris, el Sol, aún bajo, todavía iluminaba; el jardín estaba en penumbras, pero había luz diurna. Cuando me aproximaba al inicio de la rampa que daba a la parte del techo del palacio que ocupaban los hangares privados en los que se alojaban nuestras naves personales, la escasa luz del ocaso apenas iluminaba mi paso. Pronto sería de noche. Me extrañé de que la guardia del hangar no hubiera encendido las luces.

En el mismo instante que noté que algo iba mal, un grupo de hombres me rodeó y me redujo antes de poder desenvainar y defenderme. Una voz me advirtió que me mantuviera en silencio. Era la voz del hombre que me había conducido a esa trampa. Cuando los otros hablaron fue en un idioma que nunca había oído antes. Hablaron de forma sombría y hueca… sin expresión, sepulcral. Me habían puesto de cara contra el pavimento y me sujetaron los brazos tras la espalda. Luego me alzaron brutalmente sobre los pies. Entonces, por primera vez, obtuve una visión clara de mis captores. Se me heló la sangre. No podía dar crédito a mis propios ojos. Esas cosas no eran hombres. ¡Eran esqueletos humanos! Negros ojos sin párpados me miraban desde espantosos cráneos. Huesudos y esqueléticos dedos arañaban mis brazos. Me parecía poder ver cada hueso de sus cuerpos. ¡Y esas cosas estaban vivas! Se movían. Hablaban. Me arrastraban hacia una extraña nave que nunca antes había visto. Estaba entre las sombras del hangar… estilizada, larga y siniestra. Parecía un enorme proyectil, con la popa redondeada y la proa afilada.

En una primera breve ojeada, vi que a lo largo de su línea media había un largo alerón longitudinal —yo juzgué que era eso— que recorría todo el largo de la nave, un ascensor de extraño diseño y un timón que sobresalía de las toscas junturas. No vi propulsores, pero es que apenas tuve ocasión de inspeccionar más detenidamente la nave, pues fui rápidamente empujado a través de una escotilla abierta en un costado.