John Silence, investigador psíquico

John Silence, investigador psíquico

Sobrecubierta

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Algernon Blackwood

John Silence, investigador

psíquico

ANTIGUAS BRUJERIAS

Por Algernon Blackwood

Hay, al parecer, ciertas personas totalmente vulgares, sin ninguna característica que las haga propicias a correr aventuras, quienes, sin embargo, sufren una o dos veces en sus vidas apacibles una experiencia tan extraña que obligaría al mundo entero a contener la respiración… ¡Y a pensar en el más allá! Y son casos fundamentalmente de este tipo los que suelen caer, por regla general, dentro de la jurisdicción de John Silence, médico del alma, quien, apelando a su profundo humanitarismo, a su paciencia inagotable y a sus grandes cualidades de simpatía espiritual, consigue con frecuencia la solución de problemas de la más extraña complejidad y del más profundo interés humano.

Le gustaba seguir la pista y rastrear, hasta sus fuentes ocultas, los casos más curiosos y fantásticos, tan extraños que a veces eran casi increíbles.

Para él constituía una verdadera pasión desentrañar conflictos yacentes en la más íntima naturaleza de la vida, aliviando, de paso, los sufrimientos de un alma humana atormentada. Y, desde luego, los nudos que deshacía eran extraños con mucha frecuencia.

La gente, por supuesto, necesita una base plausible para dar crédito a ciertas cosas, al menos algo que pretenda explicarlas. Todo el mundo puede comprender fácilmente que tales casos le ocurran a un aventurero: estas gentes llevan en sí mismas la adecuada explicación de sus vidas excitantes; sus caracteres les impulsan continuamente a la búsqueda de ciertas circunstancias propicias a la aventura. No confían sino en sí mismos y esto les satisface. Pero las personas vulgares y corrientes no parecen tener derecho a sufrir experiencias del más allá; y, si las tienen, la gente, que no espera tal cosa de ellas, queda chasqueada, por no decir ofendida. Su esquema del mundo se ha visto rudamente trastornado.

–¡Que tal cosa le haya sucedido a ese individuo! – exclaman-, ¡A un hombre tan vulgar! ¡Es demasiado absurdo! ¡Debe haber alguna equivocación!

Sin embargo, no cabe duda de que al insignificante Arthur Vezin le sucedió efectivamente algo, algo sumamente curioso, por lo cual acudió a consultar al Dr. Silence, a quien se lo expuso con todo detalle. No cabe duda de que aquello le sucedió realmente, al menos en apariencia o quizá en su interior, pero le sucedió sin ningún género de dudas, a pesar de las burlas de los pocos amigos que escucharon el relato, los cuales observaron juiciosamente que "tal cosa quizá hubiera podido suceder a Iszard, a aquel chiflado de Iszard, o a aquel viejo zorro de Minski, pero nunca al vulgar e insignificante Vezin, que estaba destinado a vivir y a morir de la forma más anodina".

No se sabe cómo será su muerte, pero indudablemente Vezin no ha vivido "de la forma más anodina", al menos en lo tocante a este suceso concreto de su vida, que por lo demás es perfectamente apacible. Al oirle contar su experiencia y observar el cambio que se verificaba en sus rasgos pálidos y delicados, al escuchar cómo su voz se hacía más suave y sosegada a medida que avanzaba en el relato, se adquiría el convencimiento de que sus vacilantes inhábiles palabras eran incapaces de transmitirla. Cada vez que la contaba, volvía a vivir su experiencia. Durante el relato se borraba hasta su personalidad propia. Se hundía en la narración, la cual casi llegó a convertirse en una especie de larga disculpa por haber vivido tal aventura. Parecía pedir excusas y perdón por haberse atrevido a tomar parte en un episodio tan fantástico. Pues el insignificante Vezin poseía un alma tímida, bondadosa, sensible, poco apta para la lucha, tierna para con los hombres y los animales; y era incapaz, casi constitucionalmente, de decir que no o de reclamar los derechos que en justicia le deberían haber correspondido. Todo su plan de vida parecia excluir de ella por completo cualquier episodio más emocionante que perder un tren o dejarse olvidado el paraguas en el autobús. Y cuando se vio mezclado en aquellos extraños sucesos, ya había sobrepasado los cuarenta años bastante más de lo que él admitía o sospechaban sus amigos.

John Silence, que le oyó hablar de su aventura en más de una ocasión, dijo que a veces omitía ciertos detalles o introducía otros nuevos; pero que, sin embargo, todos ellos eran notoriamente ciertos. Toda la aventura estaba grabada indeleblemente en su memoria. Ninguno de sus detalles era imaginario o inventado. Y cuando relataba la historia completa, con todos sus pormenores, el efecto que producía en el auditorio era innegable. Relucían sus expresivos ojos castaños y se descubría y revelaba la parte más cordial de su personalidad, que de ordinario estaba cuidadosamente reprimida. Nunca perdía, por supuesto, su excesiva modestia; pero, mientras hablaba, se olvidaba del presente y se mostraba casi apasionado al revivir de nuevo su pasada aventura.

Cuando comenzó ésta se hallaba cruzando el norte de Francia, de regreso a su hogar, tras una de esas excursiones montañeras a que se entregaba, solitario, todos los veranos. Sólo llevaba un maletín pequeño en la red de equipajes; el tren resultaba sofocante debido a la enorme cantidad de viajeros, la mayor parte de los cuales eran impenitentes turistas ingleses.

Estos le disgustaban mucho, pero no porque fuesen compatriotas, sino porque eran ruidosos e impertinentes y conseguían borrar, con sus largas piernas y trajes chillones, todo el encanto de aquel día que, de lo contrario, tanto placer lo habría producido, sumergiéndolo dulcemente en su propia insignificancia y haciéndole olvidarse de su propio ser. Estos ingleses armaban a su alrededor, un fragor insoportable y le hicieron pensar vagamente en que debería mostrarse, en general, más enérgico y menos tímido y ser capaz de exigir con decisión algunas cosas que, si bien no le eran necesarias y carecían realmente de importancia, constituían pequeñas satisfacciones de las que tampoco tenía por qué privarse, como, por ejemplo, sentarse junto a la ventanilla, subir o bajar la persiana según le conviniese, etc,.

De tal modo se sentía a disgusto en el tren, que deseaba ardientemente la llegada del final del viaje y encontrarse de nuevo en su cómoda casita de Surbiton, en compañía de su hermana soltera.

Y cuando el tren, jadeante, se detuvo por diez minutos en aquella pequeña estación del norte de Francia y él bajó al andén a estirar un poco las piernas y vio, consternado, cómo una nueva remesa de las Islas Británicas transbordaba de otro tren al suyo, sintió súbitamente que le era imposible continuar el viaje. Incluso su alma abúlica se revolucionó ante tal perspectiva; y la idea de pasar la noche en la pequeña ciudad y proseguir el viaje al día siguiente, en un tren más lento y menos atestado, se fue adueñando de su mente. Cuando se le ocurrió esta idea, el pasillo que conducía a su compartimiento estaba ya totalmente bloqueado y el empleado gritaba ya En voiturel! Pero, por una vez, actuó con decisión y luchó impetuosamente por recuperar su maletín.

Viendo que el pasillo y las plataformas estaban atascados, golpeó la ventanilla (pues junto a ella estaba su asiento) y rogó al francés que iba sentado frente a él que le alcanzase su equipaje, explicándole torpemente, por sus dificultades en el idioma, que deseaba interrumpir allí su viaje. Y según declaró, este francés, hombre ya de edad madura, le arrojó una mirada, mitad de advertencia, mitad de reproche, que no podrá olvidar nunca hasta el día de su muerte. Le dio el maletín a través de la ventanilla del tren ya en movimiento y al mismo tiempo dejó caer en sus oídos una larga frase, dicha rápidamente y en voz baja, de la que tan sólo fue capaz de comprender las últimas palabras: "á cause du sommeit et á cause des chats".

En contestación a la pregunta hecha por el Dr. Silence, quien, gracias a su singular agudeza psíquica, en seguida había comprendido que este francés representaba un punto vital de la aventura, Vezin confesó que el hombre le había impresionado favorablemente desde un principio, aunque no era capaz de explicar por qué. Habían estado sentados el uno frente al otro durante las cuatro horas que había durado el viaje y, aunque no habían entablado conversación -Vezin era tímido, y más aún ahora debido a su torpeza en el idioma-, había tenido la vista continuamente fija en la cara del francés, casi hasta parecer insolencia; ambos habían evidenciado, con toda clase de pequeñas cortesías y atenciones, su deseo de mostrarse amables. Se habían atraído mutuamente y sus personalidades no habían chocado o, mejor dicho, no habrían chocado de haberse llegado a tratar.