Compraban y vendían, y comían y bebían, y paseaban por las calles; pero, sin embargo, la corriente fundamental de su existencia discurría por cauces subterráneos, por gargantas secretas, fuera del alcance de mi vista. En las tiendas y en los puestos no se preocupaban de si yo sentía o no interés por sus artículos; en la posada, eran indiferentes a si me iba o me quedaba; el curso de su vida discurría remoto para mí, brotaba de ocultas fuentes misteriosas, fluía lejos de mi vista, desconocido. Todo era una farsa enorme y deliberada, quizá montada en beneficio mío o quizá para sus propios fines. Pero el curso principal de sus existencias discurría por otro lado. Yo sentía algo así como lo que podría sentir una sustancia extraña y hostil introducida en un organismo humano, cuando éste trata por todos los medios de expulsarla o absorberla. Esto mismo estaba haciendo aquel pueblo conmigo.

"Esta extraña certidumbre se apoderó de mí en forma irresistible cuando regresaba paseando a la pasada; empecé a intentar imaginarme apresuradamente dónde podría residir la vida auténtica de este pueblo y cuáles podrían ser los intereses y actividades reales de su vida oscura.

"Y ahora que mis ojos estaban ya parcialmente abiertos, pude observar tres detalles que me intrigaron, el primero de los cuales creo que fue el extraordinario silencio que reinaba en todo el lugar. Todos los ruidos del pueblo eran positivamente ahogados, sofocados. Aunque todas las calles estaban empedradas con guijarros irregulares, la gente se movía silenciosamente, blandamente, con pasos afelpados, igual que gatos. Todo resultaba acallado, mudo, amortiguado. Las mismas voces eran bajas, susurrantes como ronroneos. No parecía haber nada clamoroso, vehemente ni enérgico en aquella atmósfera adormecida, de sueño apacible, que envolvía al pueblecito dormido en la colina. Era como la mujer de la posada: quietud aparente que oculta una intensa actividad y desconocidos propósitos.

"Sin embargo, no percibí por ninguna parte señales de letargo o pereza. La gente era activa y despierta. Pero todo, el mismo bullicio de la calle, estaba envuelto en un amortiguamiento mágico y desconocido, como en un hechizo.

Vezin se pasó un momento la mano por los ojos, como si sus recuerdos se hiciesen demasiado dolorosos. Su voz se había ido convirtiendo en un susurro, por lo cual habíamos escuchado con cierta dificultad la última parte de su relato. Era evidente que lo que nos estaba contando era cierto, y también que se trataba de algo que él a la vez deseaba y odiaba contar.

–Volví a la posada -prosiguió en voz más alta- y cené. Sentía a mi alrededor un mundo nuevo y extraño. Se iba desdibujando mi antiguo mundo de realidades. Allí, me gustase o no, me tenía que enfrentar con algo nuevo e incomprensible. Lamenté haber dejado el tren tan impulsivamente. Me hallaba metido en una aventura y yo he sido siempre enemigo de toda clase de ellas, considerándolas como algo totalmente ajeno a mí. Más aún, sentía que me hallaba a las puertas de una aventura muy oscura y honda a suceder dentro de mí, que iba a tener lugar en un terreno que yo no podía controlar ni medir; y a mi asombro se mezcló un sentimiento de angustia, angustia por la integridad y estabilidad de lo que durante cuarenta años había considerado mi "personalidad'.

"Subí y me acosté, mientras mi cabeza rebosaba de pensamientos extraños a mí, de carácter obsesionante. Para aliviarme, me obligué a pensar en aquel tren encantador, prosaico y ruidoso, y en todos sus sanos y tumultuosos pasajeros. Casi deseaba volver a estar con ellos. Pero mis sueños me condujeron a otros terrenos. Soñé con gatos, con criaturas de movimientos afelpados, y con el silencio de una vida oscura y amortiguada que se extendía más allá de nuestros sentidos.

II

Vezin permaneció allí día tras día, Indefinidamente, mucho más tiempo del que había pensado quedarse. Se sentía adormilado y aturdido. No hacía nada en particular, pero el lugar aquel le fascinaba y no podía decidirse a abandonarlo. Siempre le había sido muy difícil tomar decisiones y, por ello, se asombraba a veces de lo bruscamente que había adoptado la de bajarse del tren. Parecía como si alguien la hubiera tomado por él; y, en una o dos ocasiones, sus pensamientos volaron hacia aquel atezado francés del asiento frontero al suyo.