La gente aparecía y desaparecía con una extraordinaria rapidez, que le intrigaba sobremanera. Sabía que era posible que el fenómeno fuese perfectamente natural; pero no podía descifrar cómo la calle se tragaba o arrojaba a las personas en un instante, sin puertas visibles ni aberturas lo suficientemente próximas para explicar racionalmente el fenómeno. En cierta ocasión fue siguiendo a dos mujeres de edad que había sorprendido examinándole con un interés tan particular como disimulado desde el otro lado de la calle. Era muy cerca de su posada, y las vio doblar la esquina sólo unos pocos pasos delante de él. Pues bien, cuando él, que iba pisándoles los talones, torció vivamente por la misma esquina, no vio más que una calle desierta, sin la menor señal de vida. Y la única abertura por donde podían haberse escabullido era un soportal que había a unos cincuenta metros de la esquina y al cual, en ese tiempo, no habría podido llegar el más rápido de los corredores humanos.

Y de la misma forma súbita aparecía la gente cuando menos se lo esperaba. Una vez oyó el ruido de una gran disputa que procedía de detrás de cierto pequeño vallado; se apresuró a ver qué sucedía y consiguió ver un grupo de mujeres y jovencitas enzarzadas en vociferadora discusión, que se apagó al momento, hasta convertirse en el murmullo habitual de la ciudad, en cuanto su cabeza hubo asomado por encima de la valla. E incluso entonces, ninguna de ellas se volvió para mirarle directamente, sino que todas se escabulleron a través del patio con increible rapidez y desaparecieron por puertas y soportales. Y sus voces -pensó- habían sonado muy parecidas, extrañamente parecidas a gruñidos coléricos de animales irritados, casi como de gatos.

A pesar de todo, el alma auténtica del pueblo seguía evitándole, esquiva, variable, escondida del mundo exterior, y, al mismo tiempo, intensa y genuinamente vital; y, desde el momento en que él, ahora, pertenecía a la vida del pueblo, esta esquivez y oscuridad le intrigaban y le irritaban; más aún, empezaban ya a asustarle.

A través de las nieblas que lentamente se iban acumulando en sus pensamientos habituales, empezó a surgir la idea de que los habitantes del pueblo estaban esperando algo de él, esperando a que se decidiese, a que tomase una actitud, a que hiciera una cosa u otra; y que, cuando él se hubiese definido, ellos, a su vez, darían por fin una respuesta directa y lo aceptarían o rechazarían. Pero no podía conjeturar sobre qué asunto concreto se esperaba su decisión.

Una o dos veces se puso a seguir a pequeñas comitivas o grupos de ciudadanos con el objeto de descubrir, si era posible, qué es lo que pretendían; pero siempre le descubrieron a tiempo y se desparramaron, tomando cada uno un camino distinto. Siempre era lo mismo: no había manera de saber dónde residía la vida real de estas gentes. La catedral siempre se hallaba vacía; y la vieja iglesia de San Martín, que estaba al otro extremo del pueblo, desierta. Comerciaban porque tenían que hacerlo, no porque deseasen comprar nada.

Las tabernas estaban solitarias, los tenderetes no eran visitados, los pequeños cafés permanecían vacíos. A pesar de esto, las calles siempre se encontraban llenas y la gente siempre bulliciosa.

–¿Es posible -se dijo, aunque con una sonrisa de indulgencia por haberse atrevido a pensar una cosa tan rara-, es posible que estas gentes sean gentes de crepúsculo, que sólo de noche vivan su vida real, que sólo se manifiesten sinceramente en la oscuridad? ¿Están durante el día haciendo una simple farsa, insincera pero valiente, y sólo cuando se hunde el sol empiezan su vida auténtica? ¿Tienen alma, quizá, de cosa nocturna, y está toda la bendita ciudad en manos de los gatos?

Su fantasía se las arreglaba para torturarle continuamente con escalofríos y pequeñas crisis de espanto. Pero, aunque fingía reírse, se daba perfecta cuenta de que estaba empezando a sentirse allí más que a disgusto, y de que fuerzas extrañas estaban tirando con mil cuerdas invisibles del mismo centro de su ser. Algo remotamente lejano a su ordinaria vida cotidiana, algo que había permanecido dormido durante años, empezó a insinuarse poco a poco en lo más hondo de su alma, lanzando sutiles tentáculos a su cerebro y su corazón, moldeando ideas extravagantes e influyendo incluso en algunos de sus menores actos. Sentía que en la balanza estaba en juego algo extraordinariamente vital para él, para su alma.

Y siempre que volvía a la posada, a la hora del crepúsculo, veía las figuras de los habitantes del pueblo escabulléndose furtivamente en la oscuridad de las tiendas, paseando como centinelas de aquí para allá en las esquinas de las calles, y siempre desvaneciéndose en silencio, como sombras, en cuanto él intentaba aproximarse. Y como la posada cerraba invariablemente sus puertas a las diez, nunca había encontrado la oportunidad, que temía y deseaba, de descubrir por si mismo las revelaciones que podría hacerle de noche la propia ciudad.

–"A cause du sommeil et á cause des chats" -las palabras sonaban en sus oídos cada vez con mayor frecuencia, aunque continuaban desprovistas aún de toda significación definida.

Más aún, había algo que le hacía dormir como un muerto.

III

Creo que fue al quinto día de estar allí -aunque en este detalle a veces variaba su relato- cuando hizo un descubrimiento definitivo, que aumentó su inquietud y le condujo al más vivo acmé de la ansiedad. Antes de esto ya había sentido que se estaba verificando un cambio dentro de sí mismo y que habían acontecido ciertas sutiles transformaciones en su carácter, modificándose incluso algunos de sus pequeños hábitos. Y él había fingido ignorarlo. Esto otro, sin embargo, no lo pudo ignorar por mucho tiempo; y le aterró.

A lo largo de toda su vida casi nunca se había mostrado muy positivo, sino más bien francamente negativo, acomodaticio y complaciente; sin embargo, cuando la necesidad le obligaba a ello, era capaz de actuar con razonable vigor y tomar una decisión relativamente enérgica. El descubrimiento que acababa de hacer, y que tan viva angustia le había producido, era que esta capacidad habla disminuido realmente hasta desaparecer por completo. Le era imposible reagrupar su mente dispersa. Porque este quinto día se dio cuenta de que ya había permanecido bastante tiempo en la ciudad y de que, además, por razones que sólo vagamente podía intuir, lo más prudente y seguro era abandonarla.

¡Y se daba cuenta de que no podía dejarla!

Todo esto es muy difícil de expresar en palabras, y fue más, el gesto y la expresión de su cara lo que hizo comprender al doctor Silence el grado de impotencia a que Vezin había llegado. Toda aquella vigilancia, todo aquel espionaje -dijo-, le habían envuelto, por así decir, en una densa red que le tenía atrapado y le imposibilitaba toda huída; se sentía como una mosca enredada en una enorme telaraña; estaba cogido, apresado, y no se podía escapar. Era una sensación angustiosa. Había sido invadida su voluntad por un insidioso entumecimiento que la dejaba incapaz de la menor decisión. La simple idea de acción -en el sentido de escaparse- le empezaba a causar terror. Todas sus fuerzas vitales estaban dirigidas ahora hacia las profundidades de sí mismo, luchando por arrastrar hacia la superficie algo que yacía enterrado allí, casi más allá de sus propios alcances. Se vio obligado a reconocer la indudable existencia de algo que él, sin duda, había ya olvidado hacia mucho tiempo, quizá años o, más aún, quizá siglos.