Parecia como si se estuviese abriendo una ventana en las profundidades de su ser, ventana que le iba quizá a revelar un mundo completamente distinto y desconocido, aunque en, cierto modo, incomprensiblemente, vagamente familiar también. Aún más allá de este mundo, imaginaba una cortina enorme; y, cuando ésta se descorriese, se ofrecería a sus ojos un panorama más amplio de esta misma región; y, por último, sería capaz de empezar a comprender la vida secreta de aquella insólita ciudad.
–¿Tendrá esto alguna relación con su vigilancia? – se preguntaba con el corazón encogido-. ¿Será que están aguardando el momento en que yo me una a ellos… o los rechace definitivamente? Entonces, en última instancia, ¿la decisión depende de mí y no de ellos?
Y fue entonces cuando por primera vez se le apareció el verdadero carácter siniestro de la aventura, por lo que sintió una angustia sofocante. Estaba en juego la estabilidad de su pequeña y vacilante personalidad, y sintió pavor en el fondo de su corazón.
¿Por qué, si no, habría adquirido la costumbre de caminar furtivamente, sigilosamente, haciendo el menor ruido posible y mirando constantemente detrás de él? ¿Por qué, si no, habría andado siempre casi de puntillas por los pasillos de la posada prácticamente desierta, y cuando estaba en la calle, no cesaba de buscar deliberadamente un refugio en que poderse eventualmente guarecer? ¿Y por qué, de no haber estado asustado, le habría parecido tan súbitamente juiciosa y deseable la precaución de no salir a la calle después del atardecer? ¿Por qué todo ello, en efecto?
Y cuando John Silence insistió, con tacto, en que diese alguna posible explicación de estas cosas, confesó, disculpándose, que no podía dar ninguna.
–Era simplemente el terror de que en cualquier momento podía pasarme algo, a menos que me mantuviese siempre alerta. Sentía miedo. Era instintivo -fue todo lo que pudo decir-. Tenía la impresión de que toda la ciudad iba detrás de mí, que me querían para algo, y que, si conseguían hacerse conmigo, ya podía darme por perdido, a mí o, al menos, a mi yo conocido, para caer en un desconocido estado de conciencia. Pero yo no soy psicólogo, ya lo sabe usted -añadió humildemente, y no sé explicarlo mejor.
Hizo éste, su gran descubrimiento una tarde que se dedicaba a holgazanear por el patio en espera de que le llamaran para cenar; e inmediatamente subió a su apacible habitación, al fondo del tortuoso corredor, para pensar a solas sobre aquello. Cierto que el patio también estaba vacío, pero en él siempre existía la posibilidad de que aquella enorme mujer, tan temida por él, saliese de cualquier puerta, con el pretexto de hacer calceta, y se sentase allí a espiarle. Esto ya había pasado varias veces y no podía soportar ya ni la simple vista de la corpulenta mujer. Aún se acordaba de aquellas extrañas fantasías que se le habían ocurrido al principio, de que ella iba a saltar sobre él en el momento en que la volviese la espalda, y que caería sobre su cuello de un solo salto demoledor. Por supuesto, no era más que una tontería, pero no podía quitárselo de la cabeza; y, cuando una idea se empieza a comportar de esta forma, deja ya de ser una tontería para convertirse en algo importante y real.
Subió, pues, por las escaleras. Estaban oscuras y aún no habían encendido las lámparas de aceite en el corredor. Anduvo a trompicones por la desigual superficie del viejo entarimado y pasó junto a las sombrías siluetas de las puertas del corredor -puertas que nunca había visto abiertas- que sin duda daban a habitaciones que nunca parecían tener ocupante. Anduvo, según su nueva costumbre, sigilosamente y de puntillas.
A mitad de camino del último tramo de corredor, precisamente del que conducía a su cuarto, había un brusco recodo, y fue en él donde, mientras tentaba a ciegas las paredes con las manos extendidas, tocaron sus dedos algo que no era pared, algo que se movía. Era algo suave y cálido, indescriptiblemente fragante, y que le llegaría a la altura de su hombro; y él, inmediatamente, pensó en un gatito peludo y perfumado. Al momento siguiente se dio cuenta de que se trataba de algo radicalmente distinto.
Sin embargo, en vez de investigar más -sus nervios, según confesó, estaban demasiado sobreexcitados para ello-, lo que hizo fue encogerse todo lo que pudo contra la pared opuesta. La cosa, fuera lo que fuese, pasó a su lado, deslizándose con un murmullo suave, y luego, retirándose con pasos leves por el corredor por donde él acababa de llegar, desapareció. Le llegó una ráfaga de aire cálido y perfumado.
Durante un momento, Vezin contuvo la respiración y permaneció en silencio total, medio apoyado en la pared; y luego, de pronto, cruzó casi corriendo la distancia que le quedaba, entró precipitadamente en su cuarto y cerró a toda prisa la puerta. Sin embargo, no había sido el miedo lo que le había hecho correr: era excitación, una excitación placentera. Sus nervios hormigueaban y un fuego delicioso le recorría todo el cuerpo. Como en un relámpago, se dio cuenta de que esto era precisamente lo mismo que había sentido hacía veinticinco años, cuando, siendo un muchacho, se enamoró por primera vez. De arriba a abajo le recorrían cálidas oleadas de vida que le inundaban en un remolino de dulce placer. De pronto, se había vuelto tierno, amoroso, apasionado.
La habitación estaba completamente a oscuras, y se dejó caer en el sofá que había junto a la ventana, intentando dilucidar lo que le había sucedido y su posible significado. Pero lo único que en aquellos momentos podía comprender claramente es que en él acababa de verificarse un cambio etéreo, mágico: ya no quería irse de allí, ni siquiera pensar en ello. El encuentro en el corredor lo había cambiado todo. Aún flotaba a su alrededor el extraño perfume que hechizaba su razón y su alma. Pues sabía perfectamente que había sido una mujer joven quien había pasado junto a él y una cara de mujer joven lo que sus dedos habían tocado en la oscuridad, y se sentía, incomprensiblemente, como si ella le hubiera besado, como si le hubiera besado de lleno en los labios.
Temblando, se sentó en el sofá junto a la ventana y se esforzó en poner en orden sus ideas. Era completamente incapaz de comprender cómo el simple paso de una joven junto a él en la oscuridad de un estrecho pasillo podía haber comunicado un estremecimiento tan fulgurante a todo su ser, hasta el punto de estar todavía agitado por la dulce impresión. ¡Sin embargo, así era! Era tan innegable como imposible de analizar.
1 comment