Su madre le había enviado al Havre, con el dinero contado, a ver a su tío, a quien ella esperaba que su hijo heredase; el joven había regresado justo la víspera; y se desquitaba de no poder pasar más tiempo en la capital, tomando el camino más largo para volver a su pueblo.
El jaleo se iba apagando; todos habían ocupado su sitio; algunos, de pie, se calentaban alrededor de la máquina, y la chimenea lanzaba con un estertor lento y rítmico su penacho de humo negro; sobre los cobres se deslizaban gotitas de rocío; el puente temblaba bajo una pequeña vibración interior, y las dos ruedas, girando rápidamente, batían el agua.
El río tenía playas de arena a ambas orillas. Se encontraban almadías de madera que comenzaban a ondular por el movimiento de las olas, o bien a un hombre pescando, sentado en una barca de remos; después las brumas errantes desaparecieron, salió el sol, la colina que se elevaba a lo largo de la orilla derecha del Sena fue bajando poco a poco y surgió otra, más cercana, en la margen opuesta.
Estaba coronada por árboles en medio de casas bajas cubiertas de tejados a la italiana. Tenían huertos inclinados, separados por paredes nuevas, verjas de hierro, césped, invernaderos y jarrones de geranios, espaciados regularmente sobre terrazas donde uno podía asomarse. Más de un pasajero, al ver estas coquetas residencias, sentía deseos de ser su propietario para vivir allí hasta el fin de sus días, con un buen billar, una chalupa, una mujer o algún otro sueño. El placer totalmente nuevo de una excursión en barco predisponía a los sueños. Los bromistas empezaban ya con sus chistes. Muchos cantaban. Había alegría. La gente bebía.
Frédéric pensaba en la habitación que ocuparía allá en el plan de un drama, en motivos para cuadros, en pasiones futuras[2]. Creía que la felicidad merecida por sus dotes espirituales tardaba en llegar. Recitó versos melancólicos; caminaba con paso rápido sobre el puente; llegó hasta el extremo, al lado de la campana; y, en un corro de pasajeros y marineros, vio a un señor piropeando a una aldeana, al tiempo que jugaba con la cruz que ella llevaba sobre el pecho. Era un buen mozo de unos cuarenta años, de pelo rizado. Su talle robusto lo cubría una chaqueta de terciopelo negro, dos esmeraldas brillaban en su camisa de batista, y su ancho pantalón blanco caía sobre unas raras botas rojas, de cuero de Rusia, realzadas con dibujos azules.
La presencia de Frédéric no le molestó. Se volvió hacia él varias veces, interpelándolo con guiños de ojo; luego invitó a fumar a todos los que le rodeaban. Pero, aburrido de aquella compañía, se fue más lejos. Frédéric le siguió.
La conversación versó al principio sobre las diferentes clases de tabacos, después, naturalmente, sobre las mujeres. El señor de botas rojas dio consejos al joven; exponía teorías, contaba anécdotas, se ponía a sí mismo de ejemplo, hablando de todo esto en un tono paternal, con una ingenuidad de corrupción divertida.
Era republicano, había viajado, conocía por dentro los teatros, restaurantes, periódicos, y a todos los artistas célebres, a quienes llamaba familiarmente por sus nombres; Frédéric le expuso sus proyectos; él los aprobó.
Pero se paró a observar el tubo de la chimenea, luego hizo rápidamente entre dientes un largo cálculo, para saber «cuánto debía cada golpe de pistón, a tantas veces por minuto… etc.». Y, una vez hallado el resultado, se puso a admirar el paisaje. Decía que se encontraba feliz de haber escapado de sus ocupaciones.
Frédéric sentía cierto respeto por él, y no resistió al deseo de saber cómo se llamaba. El desconocido respondió sin titubear:
—Jacques Arnoux, propetario de El Arte Industrial, bulevar Montmartre.
Un criado con galones dorados en la gorra se acercó a decirle:
—¿Si el señor quisiera bajar? La señorita está llorando.
Arnoux desapareció.
El Arte Industrial era un establecimiento híbrido, que comprendía una revista de pintura y una tienda de cuadros. Frédéric había visto aquel letrero varias veces, en el escaparate del librero de su pueblo, en muchos prospectos, en los que el nombre de Arnoux aparecía escrito magistralmente.
El sol caía a plomo, haciendo relucir los bordes de hierro de los mástiles, las placas de la borda y la superficie del agua; ésta se cortaba en la proa en dos surcos, que se extendían hasta la orilla de las praderas. En cada recodo del río se encontraba la misma cortina de chopos blancos. El campo estaba completamente solitario. En el cielo había pequeñas nubes blancas inmóviles, y el aburrimiento, vagamente difuso, parecía retardar la marcha del barco y hacer más insignificante todavía el aspecto de los viajeros.
Aparte de algunos burgueses en Primera Clase, los pasajeros eran obreros, empleados de comercio con sus mujeres y sus hijos. Como entonces era costumbre vestirse con ropa vieja para el viaje, casi todos llevaban viejos gorros griegos, sombreros desteñidos, pobres trajes negros raídos por el roce de la oficina, o levitas que tenían los ojales deshechos por el uso continuo en la tienda; de vez en cuando un chaleco con solapa dejaba ver una camisa de percal, con manchas de café; alfileres que imitaban el oro prendían corbatas en jirones; trabillas cosidas sujetaban zapatillas de orillo, dos o tres pillos que tenían bambúes con empuñadura de cuero lanzaban miradas oblicuas, y padres de familia abrían grandes ojos, haciendo preguntas. Charlaban de pie o acurrucados sobre sus equipajes; otros dormían en los rincones; varios comían. El puente estaba lleno de cáscaras de nuez, colillas de cigarros, mondas de peras, restos de embutidos envueltos en papel; tres ebanistas, de guardapolvos, estaban de pie ante la cantina, un arpista harapiento descansaba, con el codo apoyado en su instrumento; se oía a intervalos el ruido del carbón de piedra en el quemador, el estallido de una voz, una risa; y el capitán, sobre la pasarela, iba de un tambor al otro, sin parar. Frédéric, para volver a su sitio, empujó la verja de Primera Clase, molestó a dos cazadores con sus perros.
Fue como una aparición[3]:
Estaba sentada en el centro del banco, completamente sola; o al menos él no vio a nadie, con el deslumbramiento que le produjeron sus ojos. Al mismo tiempo que él pasaba, ella levantó la cabeza; él hizo una inclinación instintiva; y alejándose más en la misma dirección, se paró a contemplarla.
Llevaba un sombrero de paja, de ala ancha, con cintas rosa que palpitaban al viento, detrás de ella. Sus bandos negros, que rodeaban la punta de sus grandes cejas, descendían muy abajo y parecían ceñir amorosamente el óvalo de su cara.
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