El sonido de la campana transmitía a lo lejos como balidos de susto. Por la derecha y por la izquierda, por todas partes, los vencedores descargaban sus armas. Frédéric, aunque no era guerrero, sintió hervir su sangre gala. El magnetismo de las multitudes entusiastas lo había contagiado. Aspiraba voluptuosamente el aire de tormenta, cargado de los olores de la pólvora; y entretanto temblaba bajo los efectos de un inmenso amor, de una ternura suprema y universal, como si el corazón de toda la humanidad entera hubiese golpeado en su pecho.
(III-I-316).
Aquí Frédéric atraviesa el aire cargado de humo y siente a una con la humanidad, y ésta es probablemente su ilusión más absurda, pues, aunque está constantemente en contacto con otros, siente muy poca simpatía por otros seres humanos.
Flaubert, por otra parte, crea símbolos haciendo de un objeto un motivo recurrente, que acumula significados cada vez que reaparece en escena. Así, el retrato de Rosanette comenzó como un gesto de la amistad de Frédéric por Arnoux. Después, fue objeto de los comentarios estéticos de Pellerin. Luego, Frédéric se negó a pagarlo. Rosanette hace así su aparición simbólica en el grupo que habla del retrato. Finalmente, el retrato en la oscuridad es un testigo mudo de la última entrevista de Frédéric con la señora Arnoux.
Por el contrario, la acumulación de imágenes de oscuridad, sombra, niebla y neblina añade significados y fuerza en la progresión de la novela, igual que el retrato y otros objetos, y las imágenes de oscuridad llegan a simbolizar lo nublado y cerrado de la visión que impide la percepción clara y realista del mundo y de sí mismo.
Augusto Pérez, el protagonista de la novela de Unamuno, también sufre dificultades de percepción, pero éstas son claramente metafísicas por naturaleza. Como Frédéric, está obsesionado por el amor de una mujer, pero la necesidad de casarse con Eugenia está relacionada con la de comprender su propia existencia y sentir la presencia de Dios.
Es el amor, lectores y hermanos míos, lo más trágico que en el mundo y en la vida hay; es el amor hijo del engaño y padre del desengaño; es el amor consuelo en el desconsuelo, es la última medicina contra la muerte, siendo como es de ella hermana.
La mujer de Unamuno tuvo un papel muy significativo en la crisis religiosa del autor, quien describe aquella crisis diciendo que estaba consumido por la «úlcera del intelectualismo» en la que la conciencia se devora a sí misma:
La crisis me atrapó repentina y violentamente, aunque hoy puedo ver en mis escritos un desarrollo interno. Pero lo que me sorprendió fue una explosión. Mi mujer me oyó llorar y de sus labios salió esta exclamación: «¡Hijo mío!». En aquel momento me refugié en la infancia de mi alma… me llamó «¡hijo mío!», su «hijo». Me llamó un tanto melancólica pero serena. Y hoy me encuentro a mí mismo en gran parte en un estado de desorientación, pero cristiano, y pidiendo a Dios la fuerza y luz para sentir que la alegría es auténtica.
Así pues, para Unamuno, el amor materno, compasivo, femenino, es la equivalencia terrena del amor de Dios y el único medio por el cual el hombre puede verdaderamente sentir el amor de Dios.
La niebla del título de la novela se repite constantemente como metáfora, imagen y símbolo, pero también puede tener otros significados afines. Lo mismo que los ojos de la señora Arnoux brillan en la oscuridad para Frédéric, Eugenia es el «dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla». La niebla, en Unamuno, es la metáfora para describir el oscuro caos anterior a la Creación, quizás un sueño de Dios.
Comparar las imágenes tal como se utilizan en La educación sentimental y en Niebla es ampliar considerablemente la significación del término «imagen» en el arte de la novela. Harry Levin explica con detalle este aspecto:
Después de que las pálidas figuras humanas, espectadores antes que actores, han sido relegadas a un plano marginal, es París lo que ocupa el primer plano en La educación sentimental, no la brillante metrópoli romántica de Balzac, sino una visión panorámica más apagada, más sutil, más poética.
Entre la acción de la novela y sus imágenes, Flaubert establece una separación para intentar alcanzar una narración objetiva. Este divorcio entre la forma poética y el pobre contenido hace que las imágenes no alcancen al principio la calidad de símbolo integrador para la acción de la novela. Sin embargo, la persistente repetición, la acumulación de sombras y de efectos nebulosos nos hace reconocer en estas imágenes la expresión simbólica de la falta de previsión y clara visión de los personajes.
Unamuno, por el contrario, no tiene interés en presentar una escena ni tampoco en describir vestidos, rasgos físicos u objetos por sí mismos. Las imágenes de la niebla y de las nubes en Niebla son puramente emblemáticas. La niebla es igual a una percepción nublada.
Tanto Niebla como La educación sentimental examinan casos de escaso desarrollo intelectual y emplean abundantemente imágenes de sombras, nubes, neblina, bruma para expresar la visión nebulosa que la mente humana tiene de sí misma y del mundo.
Flaubert y Azorín
Posiblemente, entre los escritores españoles modernos, ninguno aventaja a Azorín en el conocimiento de la literatura francesa. Sus primeros contactos con los autores franceses, que irá ampliando a lo largo de toda su vida, datan de sus años de colegio en Yecla, donde leía y releia a Montaigne. Posteriormente descubriría a Baudelaire, a Verlaine y a los poetas y prosistas del siglo XIX. Sus prolongadas estancias en Francia consolidaron la vocación juvenil de nuestro escritor y le sirvieron para profundizar en el conocimiento de la literatura francesa. Ningún escritor importante le es indiferente, pero por algunos muestra una devoción especial, como por Montaigne, a quien confiesa haber leído por sexta vez. Descartes y Moliere, Pascal y Racine, Saint-Simon, Madame de Staël, De Vigny y Victor Hugo, Dumas, Musset, Stendhal, Mérimée, Gautier, Baudelaire, Barrès y Proust son autores que merecieron su atención y muchos de ellos fueron objeto de los comentarios de Azorín.
Pero, entre todos ellos, hay que destacar la predilección que siente por Flaubert, a quien reconoce como maestro del estilo y al que se esfuerza en imitar.
En sus primeros pasos de escritor, Azorín siente el afán de dar testimonio de cronista de lo que ve. Ese gusto de la precisión responde sin duda a una vocación, pero también se debe al magisterio de Flaubert, como el propio escritor confiesa en El enfermo (1943):
En mi juventud, embriagado por Gustavo Flaubert, me iba impetuosamente detrás de las cosas; en mi vejez, harto de color y de líneas, propendo a síntesis ideales. Pero no es posible prescindir de los dos elementos; los dos han de entrar en la sustancia literaria.
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