¿Y en qué dosis? ¿Qué crees tú, Enriqueta, que debe hacerse?
En Diario de un enfermo, citando de nuevo a Flaubert a propósito de Bouvardy Pécuchet, escribe Azorín:
Sus novelas ofrecen un mundo interior, de comunicación mental entre varios personajes que no se precisan o de conciencia colectiva no encarnada.
Abundan en Azorín las descripciones de objetos con tanta riqueza y precisión de detalles que parecen sacados de Flaubert, pero que, a diferencia de éste, pueden no ser ya significativos respecto a los personajes o al tema de la novela.
Anticipándose al Nouveau Roman y paralelamente a algunos autores de otros países, Azorín ha ido destruyendo en la novela el tiempo y el espacio, la narración, la anécdota, las situaciones y los personajes. ¿Qué nos queda entonces? Siguiendo al maestro Flaubert, dice Azorín: «Desearía yo escribir la novela de lo indeterminado, una novela sin espacio, sin tiempo y sin personajes», lo mismo que el novelista francés aspiraba a hacer un libro en el que apareciese la sustancia en estado puro sin el soporte de los personajes y de la intriga, una sustancia psicológica nueva que prescindiría lo más posible de soportes.
Espigando en la larga obra azoriniana, encontramos numerosos testimonios de su pasión por Flaubert, nacida de un profundo conocimiento de su obra, pero, sin duda también, de una analogía de temperamento entre ambos escritores:
Yo soy casi un autómata, un muñeco sin iniciativas; el medio me aplasta, las circunstancias me dirigen al azar a un lado y a otro… la Voluntad, en mí, está disgregada; soy un imaginativo… La inteligencia se ha desarrollado a expensas de la voluntad… soy un apasionado de todo lo elegante, de todo lo original, de todo lo delicado, de todo lo que es Espíritu y Belleza.
Este análisis que de sí mismo hace Azorin podría servir muy bien para caracterizar a Frédéric, el protagonista de La educación sentimental de Flaubert, uno de los libros que más impresión causó a Azorin, según él mismo nos cuenta en La voluntad:
Hoy ha venido a mi celda el P. Fulgencio y me ha alargado un libro pequeño… Se trata de La pasión de Catalina Emmerich, y es un libro de una extraordinaria fuerza emotiva, de una sugestión arrolladora. Aparte de La educación sentimental de Flaubert y de las Poesías de Leopardi, que son los que encajan más con mi temperamento, yo no recuerdo otro que me haya producido esta impresión.
Y más adelante añade:
Esta Pasión de Catalina Emmerich ha sido para mí una emoción grande y fuerte. Sólo Flaubert había logrado antes tal efecto.
Pero la mejor expresión de la devoción que Azorin siente por Flaubert la encontramos, sin duda, en su artículo «Flaubert o el obrero de la idea», del que entresacamos algunas líneas:
Gustavo Flaubert simboliza, para el mundo estético moderno, el amor a las letras, puro, desinteresado. Por encima de todo está la belleza. La misma Justicia no es más que una forma superior de la Belleza.
Mantiene Azorín la tesis de que el bienestar material depende de iniciativas individuales, de genialidades que responden a un estado de la sensibilidad general y que ésta no se crea sino con las obras de puro espíritu, con la contemplación solitaria y admirablemente fecunda del artista, del poeta, del músico, del novelista. Se diría que Azorín hace suyo el pensamiento de Flaubert.
Flaubert fue un puro artista y creó en Europa una corriente que ha beneficiado profundamente el mundo moderno. Flaubert, escribiendo La educación sentimental es Pasteur realizando en su laboratorio, primitivamente, las misteriosas y desinteresadas operaciones que luego han de traducirse en fecundísimos descubrimientos prácticos.
No es posible —dice Azorín— concretar esos resultados como se concretan las curaciones debidas al descubrimiento de Pasteur, pero la obra bella purifica el espíritu y despierta en nosotros sentimientos de generosidad, delicadeza y abnegación; sin contar que la observación minuciosa, la escrupulosidad, la honradez y la lealtad en la exposición del hecho observado nos inducen a aplicar en la vida estas mismas excelencias.
En fin —escribía Flaubert—, yo creo haber comprendido una cosa, una gran cosa, y es que la felicidad, para las gentes de nuestra raza, está en la idea y no en otra parte.
La idea fue la gran obsesión del novelista durante toda su vida, la idea que hace caminar al mundo, la idea que es la política y el arte y la economía y la industria. Flaubert murió extenuado por el trabajo de la idea.
Hay en la obra de Flaubert —escribe Azorín— una suave e infinita melancolía, la gran tristeza para el artista de comprobar día por día, en todos los momentos, que la realidad es inferior a su imagen: «Una lectura —llegó a decir Flaubert— me conmueve más que una desgracia cierta». El poder de creación es tan intenso en el novelista que la representación forjada por él supera el hecho concreto.
(Fl., El obrero de la idea.)
Todo se desvanece menos el pensamiento. «La Patria —escribe Flaubert— es la Tierra, es la misma Idea». Trabajando por la idea, trabajamos por el progreso humano.
Creemos que un estudio comparativo descubriría analogías entre el protagonista de La voluntad de Azorin y el de La educación sentimental de Flaubert y que un análisis de la obra azoriniana vendría a confirmar lo que Ortega escribía ya en 1909:
Nadie que conozca un poco la técnica literaria ignora que, sin el aprendizaje de la prosa de Flaubert, Azorin no hubiera escrito las páginas realmente sólidas que pueden sacarse de entre sus antiguos libros.
Flaubert y Castelao
En un trabajo publicado en el Boletín de la Comisión de Monumentos de Lugo, números 53-56, correspondiente a los años 1960-1961, el profesor Carballo Calero da cuenta de un relato cuya lectura escuchó de su propio autor, Alfonso Rodríguez Castelao, quien se declaró en su momento protagonista del hecho histórico relatado.
El hecho en sí mismo, así como algunas de sus circunstancias, guarda estrecha relación con el episodio del retrato del niño muerto que encontramos en el capítulo IV de la tercera parte de La educación sentimental.
Refiere Castelao que una noche fue solicitado por el padre de un niño agonizante para que le hiciese un retrato de la criatura. Accedió el artista, pero su obra, tal vez demasiado realista, no complació al padre del niño, que quería conservar un retrato de su hijo tal como era cuando estaba en plena salud. Castelao dibujó entonces un niño imaginario, un ángel sonriendo desde un retablo barroco. El padre quedó satisfecho. El padre del niño fallecido exhibía orgulloso el retrato para probar la hermosura de su hijo.
En la novela de Flaubert hay un episodio parecido. Ha muerto el hijo de Frédéric y Rosanette. Rosanette quiere conservarlo embalsamado, Frédéric sugiere como mejor solución hacerle un retrato. Buscan a un pintor, quien declara la imposibilidad de hacer nada con aquellos ojos ennegrecidos y aquella cara lívida.
—¡Oh!, no es fácil, no es fácil.
—Con tal de que se le parezca —objetó Rosanette.
—Me río yo de la semejanza. Abajo el realismo. Es el espíritu lo que se pinta. ¡Déjenme! Voy a tratar de figurarme cómo debía de ser.
Estuvo reflexionando, con la frente apoyada en la mano izquierda y el codo en la derecha; después, de pronto:
—¡Tengo una idea!, ¡un dibujo al pastel! Con medias tintas coloreadas, trazadas casi lisas, se puede obtener un bello modelo, sólo algo que se le acerque.
Mandó a la doncella a buscar su caja; después, con los pies apoyados en una silla y teniendo otra al lado, empezó a hacer grandes trazos, tan tranquilo como si tuviese delante un modelo de yeso. Ensalzaba los pequeños cuadros de San Juan de Correggio, la infanta Rosa de Velázquez, las carnes lechosas de Reynolds, la distinción de Lawrence, y sobre todo el niño de largos cabellos que está sobre las rodillas de lady Glower.
—Además, ¿hay algo más encantador que aquellos monigotes? El prototipo de lo sublime (Rafael lo ha demostrado con sus madonas) es quizás una madre con su niño.
…
Ella había ido a buscar el retrato. El rojo, el amarillo, el verde y el añil chocaban en violentos contrastes, convirtiéndolo en algo repelente, casi un objeto de burla.
Por otra parte, el pequeño difunto ya no era reconocible. El tono violáceo de sus labios aumentaba la palidez de su piel; las aletas de su nariz se habían vuelto más finas, los ojos estaban más hundidos; y la cabeza descansaba sobre una almohada de tafetán verde, entre pétalos de camelias, rosas de otoño y violetas; era una idea de la doncella; ellas dos lo habian arreglado de esta manera devotamente…
La comparación del relato de Flaubert con el de Castelao nos muestra claras analogías. Un niño, sin vida, al que sus padres no pueden conservar embalsamado y quieren tener un retrato de él. El artista encuentra dificultades al principio y acaba haciendo un retrato fantástico.
El análisis de ambos textos pone de relieve la curiosa coincidencia de temas e incluso de desarrollos. El relato de Castelao fue publicado en Pontevedra en 1922, con el título de 0 retrato. Afirma el profesor Carballo Calero que en 1921 se publicó una traducción española de L'Éducation Sentimentale, aunque no era la primera, pues ya en 1891 consta una traducción hecha por Hermenegildo Giner de los Ríos.
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