Desde este momento Bloch no dejó ya de sonreír, creo que, más que de alegría, de confusión por haberme contrariado. Sonriendo me decía su extrañeza por mi furia. Y lo decía quizá por quitar importancia, ante mis ojos, a lo que había hecho; quizá porque era cobarde y vivía alegre y perezosamente en la mentira, como las medusas a flor de agua; quizá porque, aunque hubiera pertenecido a otra raza de hombres, como los demás no pueden situarse nunca en el mismo punto de vista que nosotros, no comprenden la importancia del mal que pueden causarnos sus palabras dichas al descuido. Acababa de acompañarle a la puerta, sin encontrar remedio a lo que había hecho, cuando llamaron de nuevo y Francisca me entregó una citación para la jefatura de policía. Los padres de la muchacha que había hecho venir a mi casa por una hora habían querido presentar una denuncia contra mí por corrupción de menores. Hay momentos en la vida en que nace una especie de belleza de la multiplicidad de cuitas que nos asaltan, entrecruzadas como motivos wagnerianos, también de la noción, emergente entonces, de que los acontecimientos no se sitúan en el conjunto de los reflejos pintados en el pobre espejillo que la inteligencia lleva delante y que llama el futuro, que están fuera y surgen tan bruscamente como alguien que viene a comprobar un flagrante delito. Dejado a sí mismo, un acontecimiento se modifica, bien porque el fracaso nos lo amplifique o porque la satisfacción lo reduzca. Pero rara vez está solo. Los sentimientos suscitados por cada uno de ellos se contrarrestan y, como observé yendo a la jefatura de policía, el miedo es, en cierta medida, un revulsivo, al menos momentáneo y bastante activo, de las tristezas sentimentales.
En la jefatura de policía encontré a los padres, que me insultaron y me dijeron: «Nosotros no comemos de eso», devolviéndome los quinientos francos, que yo no quería tomar, mientras el jefe de policía, que tomando como inimitable ejemplo la facilidad de los presidentes de audiencia para desconcertar al acusado, recogía una palabra de cada frase que yo decía, palabra que utilizaba para componer una ingeniosa y abrumadora respuesta. En cuanto a mi inocencia en el hecho no hubo caso, pues es la única hipótesis que nadie quiso admitir ni por un momento. No obstante, gracias a las dificultades de la acusación, salí del paso con aquella reprimenda, muy violenta, mientras los padres estaban allí. Pero en cuanto se fueron, el jefe de policía, que era aficionado a las muchachitas, cambió de tono y me amonestó como un compadre: «Otra vez tendrá que ser más listo. Caramba, no se levanta así, sin más, a una chicuela. Además, en cualquier sitio las encontrará mejores y por mucho menos dinero. Era una cantidad exageradísima.» Como estaba seguro de que, si intentaba explicarle la verdad, no me entendería, aproveché sin decir palabra el permiso que me dio para marcharme. Hasta que me encontré de nuevo en casa, todos los transeúntes me parecían inspectores encargados de espiar mis hechos y mis movimientos. Pero este leitmotiv, lo mismo que el de la rabia contra Bloch, desaparecieron para dar lugar únicamente al de la fuga de Albertina.
Éste se intensificaba, pero en un tono casi alegre desde que Saint-Loup emprendió el viaje. Al encargarse él de ver a madame Bontemps, el asunto ya no pesaba sobre mí fatigosamente, sino sobre Saint-Loup. Y cuando se marchó hasta me sentí alegre, porque había tomado una decisión: «He reaccionado inmediatamente». Y mi dolor se disipó. Creía que era por haber actuado, y lo creía de buena fe, pues nunca sabemos lo que se oculta en nuestra alma. En el fondo, lo que me alegraba no era, como creía, haberme descargado de mis indecisiones en Saint-Loup. Pero tampoco me equivocaba del todo; para curar un acontecimiento infortunado (las tres cuartas partes de los acontecimientos lo son), el remedio específico es una decisión; pues, por una brusca inversión de nuestros pensamientos, la decisión corta la corriente de los que vienen del acontecimiento pasado y prolongan la vibración de éste, rompiéndola mediante una corriente contraria de pensamientos contrarios, una corriente que viene de fuera, del futuro. Pero estos pensamientos nuevos nos son benéficos, sobre todo (y tal era el caso en los que me asaltaban en este momento) cuando, desde el fondo de ese futuro, nos traen una esperanza. En realidad, lo que me ponía tan contento era la secreta certidumbre de que, como la misión de Saint-Loup no podía fracasar, Albertina no podía menos de volver. Lo comprendí, porque, al no recibir el primer día ninguna respuesta de Saint-Loup, torné a sufrir. Luego mi decisión, mi delegación de plenos poderes en Saint-Loup no era la causa de mi alegría, pues si lo fuera habría persistido, sino aquel «el éxito es seguro» que pensaba cuando decía «sea lo que Dios quiera». Y la idea, despertada por la tardanza, de que en realidad podía ocurrir otra cosa que no fuera el éxito, me resultaba tan odiosa que se me fue la alegría. En realidad, lo que nos llena de una alegría que atribuimos a otras causas es nuestra previsión, nuestra esperanza de acontecimientos dichosos, y esa alegría cesa para dar de nuevo lugar al dolor en cuanto ya no estamos tan seguros de que se realizará lo que deseamos. Lo que sostiene el edificio de nuestro mundo sensitivo es siempre una invisible creencia, y cuando ésta falla, el edificio se tambalea.
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