Pero si el amante es a la vez un pintor como Elstir y entonces se dice la palabra del enigma, tenemos ante los ojos esos labios que el vulgo no ha visto nunca en esa mujer, esa nariz que nadie le conoció, ese porte insospechado. El retrato dice: «Esto es lo que he amado, lo que me ha hecho sufrir, lo que constantemente he visto.» Por una gimnasia inversa, yo, que había intentado añadir mentalmente a Raquel todo lo que en ella ponía el propio Saint-Loup, intentaba ahora quitar en la composición de Albertina mi aportación cardíaca y mental y verla tal como debía de verla Saint-Loup, como veía yo a Raquel. Pero ¿qué importa esto? Aun cuando nosotros mismos viéramos esas diferencias, ¿creeríamos en ellas? Cuando Albertina me esperaba en Balbec, en los soportales de Incarville, y saltaba a mi coche, no sólo no había engordado todavía, sino que el exceso de ejercicio la había hecho adelgazar; flaca, afeada por un sombrerillo que sólo dejaba libre una puntita de la fea nariz y sólo permitía ver de perfil unas mejillas blancas como gusanos blancos, yo encontraba muy poco de ella, pero lo suficiente para que, al saltar a mi coche, supiera yo que ella estaba allí, que había acudido puntual a la cita y no se había ido a otra parte, y esto bastaba; lo que amamos está demasiado en el pasado, consiste demasiado en el tiempo que hemos perdido juntos, para que tengamos necesidad de toda la mujer; sólo queremos estar seguros de que es ella, de que no nos engañamos sobre la identidad, mucho más importante que la belleza para los que aman; ya pueden hundirse las mejillas, enflaquecer el cuerpo, hasta para los que al principio estuvieron más orgullosos, a juicio de los demás, de su dominio sobre una belleza, ese hociquito, ese signo en el que se resume la personalidad permanente de una mujer, esa raíz algebraica, esa constante, eso basta para que un hombre esperado en la más alta sociedad, y que gustaba de ella, no pueda disponer de una sola noche porque se pasa todo el tiempo peinando y despeinando, hasta la hora de dormirse, a la mujer amada, o simplemente estando a su lado, sólo por estar con ella o porque ella esté con él, o sólo porque no esté con otros.

–¿Estás seguro -me dijo- de que puedo ofrecer así como así treinta mil francos a esa mujer para el comité electoral de su marido? ¿Es tan desvergonzada como todo eso? Si no te equivocas, bastarían tres mil francos.

–No, por favor, no economices en una cosa que tanto me importa. Debes decir esto, en lo que, por otra parte, hay algo de verdad: «Mi amigo había pedido esos treinta mil francos a un pariente para el comité del tío de su prometida. El pariente se los dio por este noviazgo. Y me rogó que se los trajera para que Albertina no se enterara. Y ahora resulta que Albertina le deja. Y no sabe qué hacer. Si no se casa con Albertina tiene que devolver los treinta mil francos. Y si se casa será necesario que ella vuelva inmediatamente, al menos por las apariencias, porque haría muy mal efecto si la fuga se prolongara.» ¿Crees que es inventado expresamente?

–Claro que no -me contestó Saint-Loup por bondad, por discreción y además porque sabía que las circunstancias son a veces más extrañas de lo que se cree.

Después de todo, no era imposible que en aquella historia de los treinta mil francos hubiera, como yo le decía, gran parte de verdad. Era posible, pero no era cierto, y esa parte de verdad era precisamente una mentira. Pero Roberto y yo nos mentíamos, como ocurre en todas las conversaciones en que un amigo desea sinceramente ayudar a su amigo que sufre de una desesperación de amor. El amigo consejo, apoyo, consuelo, puede compadecer la angustia del otro, no sentirla, y cuanto mejor es para él, más miente. Y el otro le confiesa lo necesario para que le ayude, pero, precisamente para que le ayude, le oculta muchas cosas. Y, en todo caso, el dichoso es el que se toma la molestia, el que hace un viaje, el que cumple una misión, pero no siente sufrimiento interior. Yo era en aquel momento el que fue Roberto en Doncières cuando se creía abandonado por Raquel.

–En fin, lo que tú quieras; si hago una cosa mala, la acepto de antemano por ti. Y después de todo, por más que me parezca un poco raro ese trato tan poco disimulado, sé muy bien que en nuestro mundo hay duquesas, y hasta de las más mojigatas, que por treinta mil francos harían cosas más dificiles que decir a su sobrina que no se quede en Turena. Además me complace doblemente serte útil, puesto que hace falta esto para que te dignes verme. Si me caso -añadió-, ¿no nos veremos más a menudo, no considerarás mi casa un poco como tuya?…

Se interrumpió en seco pensando, suponía yo entonces, que si también me casaba yo, Albertina no podría ser para su mujer una relación íntima. Y recordé lo que me dijeron los Cambremer de la probable boda de Saint-Loup con la hija del príncipe de Guermantes.

Consultada la guía, vio que no podría salir hasta la noche. Francisca me preguntó:

–¿Quito del despacho la cama de mademoiselle Albertina?

–Al contrario -le dije-, hay que hacerla.

Esperaba que volvería de un día a otro y no quería ni siquiera que Francisca pudiera suponer que hubiera la menor duda. La marcha de Albertina tenía que parecer cosa convenida entre nosotros, en modo alguno que me amara menos. Pero Francisca me miró con un gesto, si no de incredulidad, al menos de duda. También ella tenía sus dos hipótesis. Se le dilataba la nariz, olfateaba la riña, debía de sentirla desde hacía tiempo. Y si no estaba completamente segura, quizá era sólo porque, lo mismo que yo, desconfiaba de creer enteramente en una cosa que la hubiera alegrado mucho.

Cuando apenas debía de haber llegado Saint-Loup al tren, me crucé en mi antesala con Bloch, al que no había oído llamar, así que me vi obligado a recibirle un momento. Me había encontrado hacía poco con Albertina (a la que conocía de Balbec) un día en que Albertina estaba de mal talante. «He comido con monsieur Bontemps -me dijo-, y como tengo cierta influencia sobre él, le dije que sentía que su sobrina no fuera más buena contigo, que intercediera él en este sentido.» Esto me enfureció: aquellos ruegos y aquellas quejas anulaban todo el efecto de la gestión de Saint-Loup y me ponían directamente ante Albertina en posición suplicante. Para colmo de desdichas, Francisca, que estaba en la antesala lo oía todo. Le hice vivos reproches a Bloch, diciéndole que yo no le había encomendado en absoluto semejante encargo, y que además el hecho era falso.