Hemos visto que eso, la creencia, era lo que, para nosotros, constituía el valor o la nulidad de los seres, el encanto o el fastidio de verlos. Constituye también la posibilidad de soportar un dolor que nos parece llevadero simplemente porque estamos convencidos de que va a cesar, o lo agranda de pronto hasta el punto de que una presencia nos importe tanto, a veces más que nuestra vida.
Una cosa acabó de hacer mi dolor tan agudo como lo fue en el primer minuto y como, hay que confesarlo, ya no lo era. Fue releer una carta de Albertina. Por mucho que amemos a los seres, el dolor de perderlos, cuando en la soledad ya no estamos sino frente a ese dolor al que nuestra mente da en cierta medida la forma que quiere, este dolor es soportable y diferente del menos humano, menos nuestro -tan imprevisto y raro como un accidente en el mundo moral y en la región del corazón-, cuya causa directa radica, más que en los seres mismos, en cómo nos hemos enterado de que no los veremos más. En cuanto a Albertina, yo podía pensar en ella, llorando dulcemente, aceptando no verla esta noche como no la vi ayer; pero releer «mi decisión es irrevocable» era otra cosa, era como tomar un medicamento peligroso que me hubiera producido un ataque cardíaco al que no podría sobrevivir. Hay en las cosas, en los acontecimientos, en las cartas de ruptura, un peligro especial que amplifica y desnaturaliza hasta el dolor que pueden causarnos los seres. Pero este dolor duró poco. Yo estaba a pesar de todo tan seguro del éxito de la habilidad de Saint-Loup, me parecía tan indudable el regreso de Albertina, que llegué a preguntarme si había hecho bien en desearlo. Pero me alegraba. Desgraciadamente, aunque creía terminado el asunto de la policía, Francisca entró a decirme que había venido un inspector a preguntar si yo tenía la costumbre de recibir muchachas en la casa; que el portero, creyendo que se trataba de Albertina, contestó que sí, y que la casa parecía, desde entonces, vigilada. Quiere decirse que me sería imposible en adelante traer a casa a alguna muchacha para consolarme de mis cuitas, a menos de exponerme delante de ella a la vergüenza de que surgiera un inspector y la muchacha me tomara por un delincuente. Y al mismo tiempo comprendí que vivimos de ciertos sueños más de lo que creemos, pues la imposibilidad de arrullar nunca a una muchacha me pareció que quitaría a la vida para siempre todo valor; pero además comprendí muy bien que las personas rechacen fácilmente la fortuna y se arriesguen a la muerte, cuando nos figuramos que el interés y el miedo a morir rigen el mundo. Pues sólo de pensar que alguien, aunque fuera una muchachuela desconocida, pudiera tener de mí, por la llegada de un policía, una idea vergonzosa, hubiera preferido matarme. No había ni comparación posible entre los dos sufrimientos. Ahora bien, en la vida, las personas no piensan jamás que aquellos a quienes ofrecen dinero, a quienes amenazan de muerte, pueden tener una amante o simplemente un amigo cuya estimación les interesa, aun cuando no se estimen a sí mismos. Pero de pronto, por una confusión de la que no me di cuenta (pues no pensé que Albertina, siendo mayor de edad, podía vivir en mi casa y hasta ser mi amante), me pareció que la corrupción de menores se podía aplicar también a Albertina. Y esto me hizo ver la vida cerrada por todas partes. Y pensando que no había vivido castamente con ella encontré, en el castigo que se me había infligido por haber arrullado a una muchacha desconocida, esa relación que casi siempre existe en los castigos humanos y en virtud de la cual no hay casi nunca ni condena justa ni error judicial, sino una especie de armonía entre la falsa idea que se forma el juez sobre un acto inocente y los hechos culpables que él ignora. Pero entonces, pensando que el regreso de Albertina podía valerme una condena infamante que me degradaría a sus ojos y quizá le haría a ella misma un perjuicio que nunca me perdonaría, dejé de desear su regreso, me espantó. Hubiera querido telegrafiarle que no volviera e inmediatamente me invadió, anulando todo lo demás, el deseo apasionado de que volviera. Y es que, al pensar por un momento en la posibilidad de decirle que no volviera y de vivir sin ella, me sentí de pronto dispuesto, por lo contrario, a sacrificar todos los viajes, todos los placeres, todos los trabajos por que Albertina volviera.
¡Ah, qué diferentemente se había desarrollado mi amor por Albertina del anterior que tuve por Gilberta, aunque creí prever por éste el destino de aquél! ¡Cuán imposible me era permanecer sin verla! Y para cada acto, hasta para el más mínimo, pero bañado antes en la feliz atmósfera que era la presencia de Albertina, tenía que empezar, cada vez con el mismo esfuerzo, con el mismo dolor, el aprendizaje de la separación. Después la concurrencia de otras formas de la vida relegaba a la sombra este nuevo dolor, y durante estos días, que fueron los primeros de la primavera, hasta tuve algunos momentos de grata calma, mientras esperaba que Saint-Loup pudiera ver a madame Bontemps, imaginando Venecia y bellas mujeres desconocidas. Pero en cuanto me di cuenta sentí un terror pánico. Aquella calma que acababa de gustar era la primera aparición de la gran fuerza intermitente que iba a luchar en mí contra el dolor, contra el amor, y que acabaría por dar cuenta de ellos. Aquello que acababa de pregustar y de presentir era, sólo por un momento, lo que más tarde sería en mí un estado permanente, una vida en la que ya no podría sufrir por Albertina, en la que ya no la amaría. Y mi amor, que acababa de conocer al único enemigo que pudiera vencerle, el olvido, se echó a temblar, como un león que, encerrado en la jaula, ve de pronto la serpiente pitón que le va a devorar.
Pasaba todo el tiempo pensando en Albertina, y cuando Francisca entraba en mi cuarto nunca me decía lo suficientemente pronto para abreviar mi angustia: «No hay cartas». Pero de vez en cuando, haciendo pasar una u otra corriente de ideas a través de mi dolor, lograba renovar, airear un poco la atmósfera viciada de mi corazón. Mas por la noche, si lograba dormirme, era como si el recuerdo de Albertina fuera el medicamento que me procuraba el sueño, y al cesar su influencia me fuera a despertar. El sueño que me daba era un sueño especial de ella, un sueño en el que, lo mismo que despierto, no podía pensar en otra cosa. El sueño, su recuerdo, eran las dos sustancias mezcladas que nos hacen tomar a la vez para dormir.
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