Por otra parte, despierto, mi dolor iba aumentando cada día en vez de disminuir. Y no es que el olvido no hiciera su labor, sino que, haciéndola, favorecía la idealización de la imagen añorada y con ello la asimilación de mi dolor inicial a otros sufrimientos análogos que la reforzaban. Y por lo menos esta imagen era soportable. Pero si de pronto pensaba en su cuarto, en aquella habitación con la cama vacía, en su piano, en su automóvil, perdía toda fuerza, cerraba los ojos, inclinaba la cabeza sobre el hombro izquierdo como los que van a desmayarse. El ruido de las puertas me hacía casi tanto mal porque no era ella quien las abría. Cuando llegó el momento en que podía llegar un telegrama de Saint-Loup, no me atrevía a preguntar: «¿Hay un telegrama?» Por fin llegó uno, pero que lo retrasaba todo, pues decía: «Esas señoras se han marchado por tres días».
Claro que, si había soportado los cuatro días transcurridos desde que se marchó Albertina, era porque pensaba: «No es más que cuestión de tiempo, antes de terminar la semana estará aquí». Pero esta razón no impedía que para mi corazón, para mi cuerpo, el acto que tenía que realizar era el mismo: vivir sin ella, volver a casa sin encontrarla, pasar unto a la puerta de su cuarto (para abrirla no tenía valor aún) sabiendo que no estaba, acostarme sin darle las buenas noches: he aquí las cosas que mi corazón tuvo que cumplir en su terrible integridad y exactamente igual que si no hubiera de ver nunca más a Albertina. Ahora bien, haberlas cumplido ya cuatro veces demostraba que era capaz de seguir cumpliéndolas. Y acaso muy pronto no necesitaría ya la razón -el próximo retorno de Albertina- que me ayudaba a seguir viviendo así (podía pensar: «No volverá jamás» y vivir, sin embargo, como había vivido durante cuatro días), como un herido que recupera el hábito de andar y puede pasar sin muletas. Claro que por la noche, al volver, todavía encontraba, quitándome la respiración, ahogándome con el vacío de la soledad, los recuerdos, yuxtapuestos en una interminable serie, de todas las noches en que Albertina me esperaba; pero ya encontraba también el recuerdo de la víspera, de la antevíspera y de las dos noches precedentes, es decir, el recuerdo de las cuatro noches transcurridas desde la marcha de Albertina, de las cuatro noches sin ella, solo, en las que, sin embargo, había vivido cuatro noches que ya formaban una banda de recuerdos muy delgada al lado de la otra, pero que cada día que pasaba se iría haciendo quizá más consistente.
No diré la carta de declaración que en aquel momento recibí de una sobrina de madame de Guermantes, que tenía fama de ser la muchacha más bonita de París, ni la gestión de intermediario que hizo el duque de Guermantes de parte de los padres resignados por la felicidad de su hija a un partido desigual, a una boda tan poco brillante. Cuando se ama, esos incidentes que podrían halagar el amor propio son demasiado dolorosos. Aunque lo deseáramos, no tendríamos la indelicadeza de contárselos a la que tiene sobre nosotros un juicio menos favorable, juicio que, por lo demás, no cambiaría al enterarse de que podemos ser objeto de otro muy diferente. Lo que escribía la sobrina del duque no hubiera hecho sino impacientar a Albertina.
Cuando me despertaba y volvía a tomar mi dolor en el mismo lugar en que había quedado antes de dormirme, como un libro cerrado por un instante, y que ya no me dejaría hasta la noche, todas las sensaciones, lo mismo si venían de afuera que de adentro, convergían en un pensamiento relativo a Albertina. Llamaban: ¡es una carta suya, acaso es ella misma! Si me sentía bien, si no sufría mucho, ya no tenía celos, ya no tenía quejas contra ella, deseaba verla en seguida, besarla, pasar alegremente toda la vida con ella. Telegrafiarle «Ven inmediatamente» me parecía ya muy fácil, como si mi nuevo estado de ánimo hubiera cambiado no sólo mis disposiciones, sino las cosas exteriores a mí, como si las hubiera hecho más fáciles. Si estaba triste, todas mis iras contra ella renacían, ya no tenía ganas de besarla; sentía la imposibilidad de que me hiciera nunca feliz, no quería más que hacerle daño e impedirle pertenecer a otros. Pero el resultado de estos dos humores opuestos era el mismo: tenía que volver cuanto antes. Y, sin embargo, por mucha alegría que en el momento mismo pudiera darme su retorno, sentía que no iban a tardar en presentarse las mismas dificultades y que la búsqueda de la felicidad en la satisfacción del deseo moral era tan ingenua como la empresa de alcanzar el horizonte andando hacia él. Cuanto más avanza el deseo más se aleja la verdadera posesión. De suerte que si la felicidad, o al menos la ausencia de sufrimientos, se puede encontrar, no es la satisfacción, sino la disminución progresiva, la extinción final del deseo lo que hay que buscar. Queremos ver lo que amamos y debiéramos querer no verlo, pues sólo por el olvido se llega a la extinción del deseo. E imagino que si un escritor emitiera verdades de este tipo, dedicaría el libro que las contuviera a una mujer a la que quisiera acercarse así, diciéndole: «Este libro es tu libro». Y así, diciendo verdades en el libro, mentiría en la dedicatoria, pues que el libro fuera de esa mujer le interesaría tan poco como esa piedra[6] que procede de ella y que sólo tendrá valor para él si ama a la mujer.
[6] En la edición de La Pléiade se advierte que la frase es muy difícil de descifrar en el manuscrito. Lo de «piedra» resulta, en efecto, un poco incongruente. (N. de la T.)
Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento. La memoria, al debilitarse, los afloja, y, a pesar de la ilusión con que quisiéramos engañarnos y con la que, por amor, por amistad, por finura, por respeto humano, por deber, engañamos a los demás, existimos solos. El hombre es el ser que no puede salir de sí mismo, que sólo en sí mismo conoce a los demás, y, al decir lo contrario, miente. Y si alguien hubiera sido capaz de quitarme aquella necesidad de ella, aquel amor a ella, me habría dado tanto miedo, que me convencía de que este amor era precioso para mi vida.
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