Poder oír pronunciar sin encanto y sin sufrimiento los nombres de las estaciones por las que pasaba el tren para ir a Turena me hubiera parecido una disminución de mí mismo (simplemente, en el fondo, porque esto me demostraría que Albertina me iba siendo indiferente). Estaba bien, me decía, que, preguntándome constantemente qué haría, qué pensaría, qué quería, si pensaba volver, si volvería, mantuviese abierta esa puerta de comunicación que el amor había practicado en mí, que sintiese cómo la vida de otra persona desaguaba, abriendo unas esclusas, el depósito que no quería volver a quedar estancado.
Como el silencio de Saint-Loup se prolongara, una ansiedad secundaria -la espera de un telegrama, de una llamada telefónica de Saint-Loup- enmascaró la primera, la inquietud del resultado, saber si Albertina volvería. Espiar cada ruido en la espera del telegrama me resultaba ya tan intolerable que me parecía que la llegada de este telegrama, fuere cual fuere, única cosa en la que ahora pensaba, pondría fin a mi sufrimiento. Pero cuando al fin recibí un telegrama de Roberto en el que me decía que había visto a madame Bontemps, pero que, a pesar de todas sus precauciones, Albertina le había visto a él y esto lo había estropeado todo, estallé de furia y de desesperación, pues aquello era lo que yo había querido ante todo evitar. Conociéndolo Albertina, el viaje de Saint-Loup parecía demostrarle que yo no podía pasar sin ella, lo que no haría sino impedir que volviera, y, además, lo peor era que todo lo que aún me quedaba del orgullo de mi amor en tiempos de Gilberta se había perdido. Maldecía a Roberto, pero luego me dije que, si aquel recurso había fracasado, ya encontraría otro. Desde el momento en que el hombre puede actuar sobre el mundo exterior, ¿cómo no iba a llegar, poniendo en juego la astucia, la inteligencia, el interés, el afecto, a suprimir aquella cosa atroz: la ausencia de Albertina? Creemos que podemos cambiar a medida de nuestro deseo las cosas que nos rodean; lo creemos porque, fuera de esto, no vemos ninguna solución favorable. No pensamos en la que se produce casi siempre y que también es favorable: no llegamos a cambiar las cosas a la medida de nuestro deseo, pero nuestro deseo cambia poco a poco. La situación que esperábamos cambiar porque nos resultaba insoportable llega a sernos indiferente. No hemos podido superar el obstáculo, como queríamos a todo trance, pero la vida nos ha hecho darle un rodeo, rebasarlo, y, cuando esto ocurre, apenas si, mirando a la lejanía del pasado, podemos vislumbrarlo: tan imperceptible nos es ya.
Oí en el piso de arriba unos compases de Manon que tocaba una vecina. Apliqué la letra, que conocía, a Albertina y a mí, y me invadió un sentimiento tan profundo que me eché a llorar. Era:
¡Cuántas veces el pájaro que de la jaula huyera
torna, la misma noche, a llamar al cristal!
y la muerte de Manon:
Contéstame, Manon, solo amor de mi vida,
hasta hoy no conocí la bondad de tu alma.
Puesto que Manon volvía a Des Grieux me parecía que yo era para Albertina el único amor de su vida. ¡Ay!, es probable que si ella hubiera oído en aquel momento la misma música no habría sustituido por mi nombre el de Des Grieux, y, aun suponiendo que se le hubiera ocurrido tal idea, mi recuerdo le habría impedido enternecerse escuchando aquella música que, sin embargo, entraba bien, aunque mejor escrita y más sutil, en el género de la que a ella le gustaba.
Por mi parte no tuve valor para entregarme a la dulzura de pensar que Albertina me llamaba «único amor de mi alma» y había reconocido que se había equivocado sobre lo que «le parecía la esclavitud». Yo sabía que no se puede leer una novela sin poner en la heroína los rasgos de la mujer amada. Pero aunque el libro termine bien, nuestro amor no ha dado un paso más y, cuando lo cerramos, la mujer que amamos y que, por fin, vino a nosotros en la novela no nos ama más en la vida.
Furioso, telegrafié a Saint-Loup que volviera inmediatamente a París, para evitar al menos la apariencia de poner una insistencia agravante en un paso que tanto empeño tenía yo en ocultar. Pero antes de que Saint-Loup volviera, siguiendo mis instrucciones, lo que recibí fue este telegrama de Albertina:
«Querido amigo: has mandado a tu amigo Saint-Loup a mi tía, y es una insensatez. Querido amigo, si me necesitabas, ¿por qué no me escribiste directamente? Hubiera vuelto encantada; no vuelvas a hacer esas cosas absurdas.»
«¡Hubiera vuelto encantada!» Si decía esto, era que le pesaba haberse marchado, que no buscaba más que un pretexto para volver. Luego yo no tenía sino hacer lo que me decía: escribirle que la necesitaba, y volvería. Luego iba a volver a verla, a ella, la Albertina de Balbec (pues, desde que se marchó, había vuelto a serlo para mí; como un caracol al que no prestamos ya la menor atención cuando lo tenemos siempre sobre la cómoda, cuando nos separamos de él para regalarlo o le perdemos y pensamos en él, cosa que ya no hacíamos, me recordaba toda la gozosa belleza de las montañas azules del mar). Y no era sólo ella quien se había convertido en un ser de imaginación, es decir, deseable, sino que la vida con ella era ahora una vida imaginaria, es decir, liberada de toda dificultad, de suerte que yo me decía: «¡Qué felices vamos a ser!» Pero, desde el momento en que tenía la seguridad de su regreso, no debía hacer ver que quería acelerarlo, sino al contrario, borrar el mal efecto de la gestión de Saint-Loup, gestión que yo podía después desautorizar diciendo que Saint-Loup había obrado por su cuenta, porque siempre había sido partidario de aquel matrimonio.
Entre tanto, releía su carta y me sentía decepcionado por lo poco que hay de una persona en una carta. Sin duda los caracteres trazados expresan nuestro pensamiento, como lo expresan nuestros rasgos; en ambos casos nos encontramos ante un pensamiento. Pero, de todos modos, en la persona no vemos el pensamiento hasta que se ha difundido en esa caracola del rostro abierta como un nenúfar. De todos modos, esto la modifica mucho. Y quizá una de las causas de nuestras perpetuas decepciones en amor son esas perpetuas desviaciones en virtud de las cuales, en la espera del ser ideal que amamos, cada cita nos trae una persona de carne y hueso que tan poco tiene ya de nuestro sueño. Y luego, cuando reclamamos algo de esa persona, recibimos una carta suya en la que de la persona queda muy poco, de la misma manera que en las letras de álgebra no queda ya la determinación de las cifras de la aritmética, que a su vez tampoco contienen ya las cualidades de los frutos o de las flores sumadas. Y, sin embargo, «amor», «ser amado», sus cartas, son quizá traducciones (por poco satisfactorio que sea pasar de una a otra) de la misma realidad, puesto que la carta no nos parece insuficiente sino al leerla, pues mientras no llega sufrimos lo infinito, y basta para calmar nuestra angustia, ya que no para satisfacer con sus pequeños signos negros nuestro deseo; pero nuestro deseo siente que, después de todo, allí no hay más que la equivalencia de una palabra, de una sonrisa, de un beso, no estas cosas mismas.
Escribí a Albertina:
«Querida amiga: Precisamente iba a escribirte y te agradezco que me digas que, si te necesitaba, habrías venido. Está muy bien por tu parte comprender de tan elevada manera la fidelidad a un antiguo amigo, y esto no hace sino aumentar mi estimación por ti. Pero no, no te lo pedí y no te lo pediré; volver a vernos, al menos en mucho tiempo, quizá no te fuera penoso, niña insensible. A mí, a quien a veces has creído tan indiferente, me lo sería mucho. La vida nos ha separado.
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