Tomaste una decisión que me parece muy prudente, y la tomaste en el momento justo, con un presentimiento maravilloso, pues te marchaste al día siguiente del que yo acababa de recibir el consentimiento de mi madre para pedir tu mano. Te lo habría dicho al despertarme, cuando recibí su carta (¡al mismo tiempo que la tuya!). Acaso hubieras temido apenarme marchándote después de esto. Y acaso hubiéramos unido nuestras vidas para lo que quién sabe si habría sido nuestra desgracia. Si tenía que ocurrir así, bendita seas por tu decisión. Volviendo a vernos, perderíamos todo su fruto. No creas que no sería para mí una tentación. Pero no tengo gran mérito resistiendo a ella. Ya sabes lo inconstante que soy y lo pronto que olvido. Así que no hay que compadecerme mucho. A menudo me has dicho que soy, sobre todo, un hombre de costumbres. Las que estoy empezando a adquirir sin ti no son todavía muy firmes. Naturalmente, en este momento son todavía más fuertes las que tenía contigo y que tu partida ha alterado. Pero no lo serán por mucho tiempo y hasta, por esto mismo, había pensado aprovechar esos últimos días en los que vernos no sería aún para mí lo que sería pasada una quincena, quizá más bien una… (perdona la franqueza) una perturbación, había pensado aprovecharlos antes del olvido final, para arreglar contigo algunos asuntillos materiales en los que podrías, mi buena y encantadora amiga, hacer un favor al que, por cinco minutos, se creyó tu prometido. Como no dudaba de la aprobación de mi madre, y como por otra parte, deseaba que tuviéramos los dos toda esa libertad que tú, con superabundante y excesiva generosidad, me habías sacrificado, sacrificio que se podía admitir para una vida en común de unas semanas, pero que hubiera llegado a ser tan odioso para ti como para mí ahora que íbamos a pasar toda la vida juntos (casi me da pena, al escribirte, pensar que así estuvo a punto de ocurrir, que sólo por unos segundos no ocurrió), había pensado organizar nuestra vida de la manera más independiente posible, y para empezar quería que tuvieses aquel yate en el que podrías viajar mientras yo, enfermo, te esperaba en el puerto; había escrito a Elstir pidiéndole consejo, porque tenías confianza en su buen gusto. Y, en tierra, quería que tuvieras tu automóvil propio, sólo para ti, en el que saldrías y viajarías a tu gusto. El yate estaba ya casi dispuesto; se llama, según el deseo que expresaste en Balbec, El Cisne. Y, recordando que de todos los coches preferías el Rolls, había encargado uno. Y ahora que ya no volveremos avernos, como no espero hacerte aceptar el barco y el coche, inútiles ya, no me servirán para nada. De modo que pensé -pues los había encargado a un intermediario, pero a nombre tuyo- que, anulando tú el encargo, podrías evitarme ese yate y ese automóvil inútiles. Mas para esto y para otras muchas cosas, habría sido necesario hablar. Pero me parece que, mientras pueda volver a amarte, lo que ya no durará mucho tiempo, sería una locura, por un barco de vela y un Rolls Royce, volver a vernos y jugar a la felicidad de tu vida, puesto que crees que es vivir lejos de mí. No, prefiero quedarme con el Rolls y hasta con el yate. Y como no voy a usarlos y es probable que se queden siempre, el uno en el puerto, anclado, desarmado, el otro en la cochera, mandaré grabar en el… del yate (vaya, no me atrevo a poner un nombre de pieza inexacto y cometer una herejía que te chocaría) aquellos versos de Mallarmé que te gustaban… Lo recuerdas, es la poesía que comienza por: Le vierge, le vivace et le bel aujourd'hui[7].

[7] «La virgen, el vivaz y el bello hoy.»

Desgraciadamente, hoy no es ya ni virgen ni bello. Pero los que, como yo, saben que de este hoy harán en seguida un "mañana" soportable, no son muy soportables. En cuanto al Rolls, merecía más bien estos otros versos del mismo poeta, que tú te decías incapaz de entender:

Tonnerre et rubis aux moyeux

Dis si je ne suis pas joyeux

De voir dans l'air que ce feu troue.

Flamber les royaumes épars

Comme mourir pourpre la roue

Du seul vespéral de mes chars[8].

[8] «Rayo y rubí en los cubos de las ruedas / Cómo no estar gozoso / De ver la lumbre herir el aire. // Como dispersos los reinos resplandecen / Y muere púrpura la rueda / Del solo véspero de mis carros.»

»Adiós para siempre, mi pequeña Albertina, y gracias otra vez por el bonito paseo que dimos juntos la víspera de nuestra separación. Guardo de él un magnífico recuerdo.

»Posdata. – No contesto a lo que me dices de unas supuestas proposiciones hechas a tu tía por Saint-Loup (al que no creo ni mucho menos en Turena).