Eso es de Sherlock Holmes. ¿Qué idea tienes de mí?»

Así como antes le decía a Albertina: «no te quiero», para que ella me quisiera; «cuando no veo a una persona la olvido», para prevenir cualquier idea de separación, ahora, cuando le decía: «adiós para siempre», era por el imperioso deseo de que volviera a los ocho días; cuando le decía: «me parece peligroso volver a verte», era porque quería volver a verla; cuando le escribía: «hiciste muy bien, seríamos desgraciados juntos», era porque vivir separado de ella me parecía peor que la muerte. Al escribir esta carta fingida, aparentando no tener interés por ella (único orgullo que quedaba de mi antiguo amor por Gilberta en mi amor por Albertina), y también por el gusto de decir ciertas cosas que sólo podían conmoverme a mí y no a ella, debería haber previsto la posibilidad de que aquella carta tuviera por efecto una respuesta negativa, es decir, consagrando lo que yo decía; que incluso era probable que ocurriera así, pues aunque Albertina hubiera sido menos inteligente de lo que era, no habría dudado ni un momento que lo que yo decía era falso. Sin pararse a pensar en las intenciones que yo expresaba en aquella carta, el solo hecho de escribirla, aun sin ser subsiguiente a la gestión de Saint-Loup, bastaba para demostrarle que yo deseaba que volviera y para aconsejarle que me dejara tragar cada vez más el anzuelo. Además, después de prever la posibilidad de una respuesta negativa, habría debido suponer que esta respuesta reavivaría bruscamente y en sumo grado mi amor a Albertina. Y, también antes de enviar mi carta, hubiera debido preguntarme si, en el caso de que Albertina contestara en el mismo tono y no quisiera volver, sabría yo dominar mi dolor lo suficiente para obligarme a permanecer silencioso, a no telegrafiarle: «Vuelve»; o a enviarle otro emisario, lo que, después de haberle escrito que no volveríamos a vernos, equivalía a demostrarle con absoluta evidencia que no podía pasar sin ella y daría por resultado su negativa aún más enérgica, y que yo, no pudiendo soportar más mi angustia, corriese a buscarla, posiblemente, sin que ni siquiera me recibiese, y sin duda habría sido ésta, después de tres enormes torpezas, la peor de todas, después de la cual ya r no me quedaría otro recurso que pegarme un tiro delante de su casa. Pero la desastrosa manera en que está construido el universo psicopatológico dispone que el acto torpe, el acto que habría ante todo que evitar, sea precisamente el acto calmante, el acto que, en tanto llegamos a conocer su resultado, nos abre nuevas perspectivas de esperanza, nos libra momentáneamente del dolor intolerable que la negativa nos produjo. De suerte que, cuando el dolor es demasiado fuerte, nos precipitamos a la torpeza de escribir, de rogar a través de alguien, de ir a ver, de demostrar que no podemos pasar sin la amada.

Pero yo no previne nada de todo esto. Creí, por el contrario, que aquella carta iba a dar por resultado la vuelta inmediata de Albertina. Y, pensando en este resultado fue para mí un gran gozo escribir la carta. Pero, al mismo tiempo, no dejé de llorar mientras la escribía; al principio, un poco de la misma manera que el día en que fingí la falsa separación, porque, representándome aquellas palabras la idea que me expresaban aunque tendiesen a una finalidad opuesta (pronunciadas mentirosamente por no confesarle, por orgullo, que la amaba), llevaban en sí tristeza, pero también porque sentía que en aquella idea había algo de verdad.

Pareciéndome cierto el resultado de aquella carta, me pesaba haberla escrito. Pues, imaginando tan fácil el regreso de Albertina, resurgieron de pronto con toda su fuerza todas las razones que hacían de nuestro matrimonio una cosa tan mala para mí. Esperaba que se negara a volver. Me puse a calcular que mi libertad, que todo el porvenir de mi vida dependían de su negativa; que había hecho una locura escribiendo aquella carta; que habría debido retirarla, aquella carta desgraciadamente ya en camino, cuando Francisca me la volvió a traer, junto con el periódico que ella acababa de subir. No sabía cuántos sellos había que ponerle. Pero inmediatamente cambié de parecer; deseaba que Albertina no volviera, pero quería que esta decisión partiera de ella para poner fin a mi ansiedad, y decidí devolver la carta a Francisca. Abrí el periódico. Publicaba la muerte de la Berma. Entonces recordé las dos diferentes maneras como había oído Fedra, y ahora pensé de una tercera manera en la escena de la declaración. Me parecía que lo que tantas veces me había recitado a mí mismo y había escuchado en el teatro era el enunciado de las leyes que yo debía experimentar en mi vida. Hay en nuestra alma ciertas cosas de las que no sabemos hasta qué punto nos interesan. O bien, si vivimos sin ellas, es porque vamos aplazando por miedo a fracasar, o a sufrir, el momento de entrar en posesión de esas cosas. Esto fue lo que me ocurrió con Gilberta cuando creí renunciar a ella. Que antes de desprendernos por completo de esas cosas, momento muy posterior a aquel en el que creemos habernos desprendido ya -por ejemplo, que la muchacha tenga un novio-, enloquecemos, ya no podemos soportar la vida que nos parecía tan melancólicamente tranquila, o bien, si ya poseemos la cosa, nos parece una carga de la que nos gustaría libertarnos; esto es lo que me había ocurrido con Albertina. Pero si una ausencia nos libra del ser indiferente, ya no podemos vivir. ¿No concurrían estos dos casos en el «argumento» de Fedra? Hipólito va a partir. Fedra, que hasta ahora se ha cuidado de ofrecerse a su inamistad, por escrúpulo, dice ella (o más bien se lo hace decir el poeta), pero en realidad porque no ve adónde llegaría y no se siente amada, no resiste más. Va a confesarle su amor, en aquella escena que tantas veces me había recitado yo:

On dit qu'un prompt départ vous éloigne de nous[9].

[9] «Dicen que partes pronto, que nos dejas.»

Claro que se puede pensar que esta razón de la partida de Hipólito es accesoria, comparada con la muerte de Teseo. Y lo mismo ocurre cuando, unos versos más adelante, Fedra aparenta por un instante que la han entendido mal:

Aurais-je perdu tout le soin de ma gloire[10],

[10] «¿Habrá dejado acaso de importarme mi gloria?»

se puede creer que es porque Hipólito ha rechazado su declaración:

Madame, oubliez-vous

Que Thésée est mon père, et qu'il est votre époux?[11]

[11] «¿Quizá olvidas, señora /que Teseo es mi padre y que es tu esposo?»

Mas, aun sin esta indignación, Fedra, ante la felicidad lograda, habría podido tener la misma sensación de que Hipólito valía poco. Pero cuando ve que Hipólito cree haber entendido mal y se disculpa, entonces, lo mismo que yo después de devolver a Francisca mi carta, quiere que la negativa venga de él, quiere llevar hasta el fin su oportunidad:

Ah! cruel, tu m'as trop entendue[12].

[12] «¡Oh cruel!, bien me has oído.»

Hasta las durezas que me habían contado de Swann con Odette, o mías con Albertina, durezas que sustituyeron el amor anterior por otro nuevo, hecho de compasión, de ternura, de necesidad de efusión y que no era sino una variante del primero, se encuentran también en esta escena:

Tu me haïssais plus, je ne t'aimais pas moins.

Tes malheurs te prêtaient encor de nouveaux charmes[13].

[13] «Tú me odiabas más, yo note amaba menos./ Si mayor tu infortunio, mayores tus encantos.»

La prueba de que lo que más le importa a Fedra no es el «cuidado de su gloria» es que perdonaría a Hipólito y prescindiría de los consejos de Enona si, en ese momento, no se enterara de que Hipólito ama a Aricia.