En la que no tiene rubíes sí que hay un águila, pero en la otra es una especie de cabeza de hombre cincelada.

–¿Una cabeza de hombre? ¿Dónde ve eso el señor? Nada más que con mis anteojos vi en seguida que era un ala del águila; coja el señor la lupa y verá la otra ala al otro lado, la cabeza y el pico en el medio. Se ve bien cada pluma. ¡Es un buen trabajo!

La ansiosa necesidad de saber si Albertina me había mentido me hizo olvidar que debía guardar cierta dignidad ante Francisca y negarle el maligno placer que sentía, si no en torturarme, al menos en hacer daño a mi amiga. Jadeaba mientras Francisca fue a buscar la lupa, la cogí, le pedí a Francisca que me indicara el águila en la sortija de rubíes y no le costó mucho hacerme distinguir las alas, estilizadas de la misma manera que en la otra sortija, el relieve de cada pluma, la cabeza. Me hizo observar también unas inscripciones semejantes, a las que verdad es que se añadían otras en la sortija de rubíes. Y en el interior de las dos la inicial de Albertina.

–Pero me extraña que el señor haya tenido necesidad de todo esto para ver que era la misma sortija -me dijo Francisca-. No hace falta mirarlas de cerca para notar que es la misma manera de trabajar el oro, la misma forma. Sólo con verlas habría jurado yo que venían del mismo lugar. Eso se nota igual que la cocina de una buena cocinera.

Y, en efecto, a su curiosidad de doméstica atizada por el odio, y acostumbrada a notar detalles con una terrible precisión, se unía, para ayudarla en este peritaje, la afición que tenía, aquella misma afición, en efecto, que mostraba en la cocina y que quizá avivaba, como observé al ir a Balbec en su manera de vestirse, su coquetería de mujer que fue bonita, que ha mirado las alhajas y los vestidos de las demás. Hubiérame equivocado yo de caja de medicamento y, en vez de tomar unos sellos de veronal un día en que notara que había tomado demasiado té, hubiera tomado en su lugar otros tantos sellos de cafeína y no me habría latido tan fuerte el corazón. Le pedí a Francisca que saliera del cuarto. Hubiera querido ver a Albertina inmediatamente. Al horror de su mentira, a los celos por lo desconocido, se añadía el dolor de que se hubiera dejado hacer así regalos. Cierto que yo le hacía más, pero una mujer a la que sostenemos no nos parece una mujer pagada mientras no sabemos que la pagan otros. Y, sin embargo, puesto que yo no había cesado de gastar en ella tanto dinero, la había tomado a pesar de esta bajeza moral; esta bajeza la había mantenido yo en ella, quizá la había incrementado, quizá la había creado. Después, como tenemos el don de inventar siempre para mecer nuestro dolor, como llegamos, cuando tenemos hambre, a convencernos de que un desconocido va a dejarnos una fortuna de cien millones, imaginé a Albertina en mis brazos, explicándome con una palabra que precisamente por la semejanza de fabricación había comprado la otra sortija, que era ella quien había mandado poner en las dos sus iniciales. Pero esta explicación era también frágil, aún no había tenido tiempo de implantar en mi ánimo sus raíces bienhechoras y mi dolor no se podía calmar tan pronto. Y pensaba que tantos hombres que dicen a los demás que su amante es muy buena sufren torturas semejantes. Mienten a los demás y se mienten a sí mismos. Pero no mienten del todo; gozan con esa mujer horas verdaderamente dulces; mas todo lo que esa amabilidad que tienen para ellos ante sus amigos y que les permite glorificarse de ella, y todo lo que esa amabilidad que tienen solas con su amante y que le permite bendecirlas, cubren horas desconocidas en que el amante ha sufrido, dudado, hecho por doquier inútiles indagaciones por saber la verdad. Que a tales sufrimientos va emparejado el gozo de amar, de embelesarse con las palabras más insignificantes de una mujer, palabras que sabemos insignificantes, pero que tienen el perfume de su olor. En aquel momento yo no podía ya deleitarme en respirar el recuerdo del de Albertina. Aterrado, con las dos sortijas en la mano, miraba aquella águila despiadada cuyo pico me atenazaba el corazón, cuyas alas de plumas en relieve se habían llevado la confianza que yo conservaba en mi amiga y bajo cuyas garras mi espíritu maltrecho no podía escapar un instante a las preguntas persistentes sobre aquel desconocido cuyo nombre simbolizaba el águila pero sin dejarme leerlo, aquel desconocido al que Albertina había amado, seguramente, en otro tiempo y al que, seguramente también, había vuelto a ver no hacía mucho, puesto que fue aquel día tan dulce, tan familiar, del paseo juntos en el Bois, cuando vi por primera vez la segunda sortija, aquella donde el águila parecía mojar el pico en el charco de sangre de los rubíes.

Por lo demás, si, de la mañana a la noche, no dejaba yo de sufrir por la ausencia de Albertina, esto no quiere decir que no pensara más que en ella. Por una parte, como su encanto había ido impregnando desde hacía tiempo diversos objetos que acababan por estar muy lejos de él, pero no por eso menos electrizados por la misma emoción que ella me producía, si algo me hacía pensar en Incarville, o en los Verdurin, o en un nuevo papel de Léa, me asaltaba una ola de sufrimiento. Por otra parte, yo mismo, lo que yo llamaba pensar en Albertina, era pensar en los medios de hacerla volver, de ir a su encuentro, de saber lo que hacía. De suerte que si, durante aquellas horas de martirio incesante, se hubieran podido representar en un gráfico las imágenes que acompañaban a mi sufrimiento, se habrían visto las de la estación de Orsay, de los billetes de banco ofrecidos a madame Bontemps, de Saint-Loup inclinado sobre el pupitre de una estafeta de telégrafos escribiendo un telegrama para mí; nunca la imagen de Albertina. De la misma manera que, en todo el transcurso de nuestra vida, nuestro egoísmo ve constantemente ante sí los fines preciados para nuestro yo, pero no mira jamás a ese mismo que no cesa de considerarlos, así el deseo que rige nuestros actos desciende hacia ellos, pero no asciende a él, bien porque, demasiado utilitario, se precipita a la acción y desdeña el conocimiento, bien por buscar el futuro para corregir las decepciones del presente, bien porque la pereza de la mente le lleve a deslizarse por la pendiente fácil de la imaginación antes que a subir la pendiente abrupta de la introspección[15].

[15] Yo iba a comprar con los más bellos automóviles el yate que había entonces. Estaba en venta, pero tan caro que no se encontraba comprador. Además, una vez comprado, aun suponiendo que sólo hiciéramos cruceros de cuatro meses, costaría sostenerlo más de doscientos mil francos al año.