[1] Porter le diable en terre: `tener un aspecto siniestro', `sombrío'. (N. de la T.)
Y, en efecto, Albertina estaba asomada al balcón. Pero no se ve con quién hubiera podido comunicarse desde allí y, por otra parte, las cortinas cerradas sobre la ventana abierta se explicaban porque Albertina sabía que yo temía las corrientes de aire y, aunque las cortinas no me protegieran mucho de ellas, impedirían a Francisca ver desde el pasillo que los postigos estaban abiertos tan temprano. No, no veo nada en esto, sólo un pequeño detalle que demuestra únicamente que, la víspera, Albertina sabía que se iba a marchar. En efecto, la víspera cogió en mi cuarto, sin que yo lo notase, una gran cantidad de papel y de arpillera de embalaje que había en él, con lo cual se pasó toda la noche empaquetando peinadores y batas para marcharse por la mañana. Ningún otro detalle. No puedo dar importancia a que, aquella noche, me devolvió casi a la fuerza mil francos que me debía; esto no tiene nada de particular, pues era muy escrupulosa en las cosas de dinero.
Sí, fue la víspera cuando cogió el papel de embalaje, pero que se marchaba no lo sabía sólo desde la víspera. Pues no fue el disgusto lo que la movió a marcharse: fue la resolución de marcharse, de renunciar a la vida que había soñado, lo que le dio aquel aire de disgusto. Disgusto casi solemnemente frío conmigo, menos la última noche, pues la última noche, después de quedarse conmigo más tiempo del que ella quería -lo que me extrañaba en ella, que siempre quería prolongar la despedida-, me dijo desde la puerta: «Adiós, pequeño; adiós, pequeño». Mas, por el momento, no me di cuenta. Francisca me contó que a la mañana siguiente, cuando Albertina le dijo que se marchaba (y, de todos modos, esto se explica también por el cansancio, pues no se había desnudado y había pasado toda la noche embalando, excepto las cosas que tenía que pedir a Francisca y que no estaban en su cuarto y en su tocador), estaba todavía tan triste, tan rígida, tan inexpresiva como los días anteriores, tanto que, cuando le dijo: «Adiós, Francisca», Francisca creyó que se caía. Cuando nos enteramos de estas cosas comprendemos que la mujer que ahora nos gustaba mucho menos que todas las que tan fácilmente se encuentran en cualquier paseo; la mujer que por ellas queríamos dejar, es, por el contrario, la que preferimos mil veces a todas. Pues ya no se trata de elegir entre cierto placer -que, por el uso, y acaso por la poca importancia del objeto, ha llegado a ser casi nulo- y otros placeres tentadores, deliciosos, sino entre estos placeres y algo mucho más fuerte que ellos, la compasión por el dolor.
Al prometerme a mí mismo que Albertina estaría en la casa aquella misma noche, no hice sino acudir a lo más urgente y sustituir con la venda de una creencia nueva la que me había servido para vivir hasta entonces. Pero, por rápidamente que reaccionara mi instinto de conservación, cuando Francisca me habló me quedé desamparado un instante, y aunque ahora supiera que Albertina estaría en casa por la noche, el dolor que sentí antes de notificarme a mí mismo este retorno (en el momento que siguió a estas palabras: «Mademoiselle Albertina pidió sus baúles, mademoiselle Albertina se ha marchado»), aquel dolor renacía por sí mismo en mí lo mismo que había sido, es decir, como si yo ignorase todavía el próximo retorno de Albertina. Además tenía que volver, pero por sí misma. En todas las hipótesis, dar un paso visible para que volviera, rogarle que volviera sería contraproducente. La verdad es que yo no tenía ya valor para renunciar a ella como lo tuve con Gilberta. Más aún que volver a ver a Albertina, lo que quería era poner fin a la angustia fisica que mi corazón, más enfermo que entonces, ya no podía soportar. Además, a fuerza de acostumbrarme a no querer, tratárase del trabajo o de otra cosa, me había vuelto más cobarde. Pero, sobre todo, aquella angustia era incomparablemente más fuerte, por muchas razones, la más importante de las cuales no era quizá que nunca había gozado de un placer sensual con madame de Guermantes y con Gilberta, sino que, como no las veía todos los días, a todas horas, como no tenía la posibilidad y, por consiguiente, la necesidad de hacerlo, en mi amor por ellas había que rebajar la inmensa fuerza del Hábito. Ahora que mi corazón, incapaz de querer y de soportar voluntariamente el sufrimiento, no encontraba más que una solución posible: el retorno de Albertina a todo trance, acaso la solución opuesta (el renunciamiento voluntario, la resignación paulatina) me hubiera parecido una solución de novela, inverosímil en la vida, si yo mismo no hubiera optado por ella en otro tiempo, cuando se trataba de Gilberta. Yo sabía, pues, que esta otra solución podía ser aceptada también y por un solo hombre, pues yo seguía siendo aproximadamente el mismo. Pero el tiempo había hecho su labor, el tiempo que me había envejecido, el tiempo también que había puesto a Albertina perpetuamente a mi lado cuando hacíamos nuestra vida común. Pero al menos, sin renunciar a ella, lo que me quedaba de lo que había sentido por Gilberta era el orgullo de no querer ser para Albertina un juguete despreciable mandando a suplicarle que volviera; quería que volviera sin demostrar yo que me interesaba que volviera. Me levanté para no perder tiempo, pero el dolor me paralizó: era la primera vez que me levantaba desde que Albertina se había ido. Y tenía que vestirme en seguida para ir a interrogar a la portera sobre Albertina.
El dolor, prolongación de un choque moral impuesto, aspira a cambiar de forma; esperamos volatilizarlo haciendo proyectos, preguntando detalles; queremos que pase por sus innumerables metamorfosis, lo que exige menos valor que conservar el sufrimiento tal como es; este hecho nos parece tan angosto, tan duro, tan frío, que nos acostamos con nuestro dolor. Me puse en pie; avanzaba en la habitación con infinita prudencia, situándome de manera que no viese la silla de Albertina, la pianola en cuyos pedales apoyaba ella sus chinelas de oro cualquiera de los objetos que ella había usado y que, todos, en el lenguaje especial que les habían enseñado mis recuerdos, parecían querer darme una traducción, una versión diferente, anunciarme por segunda vez la noticia de su partida. Pero, sin mirarlos, los veía. Me abandonaron las fuerzas, me derrumbé sentado en una de aquellas butacas de raso azul en las que, una hora antes, en el claroscuro de la habitación anestesiada por un rayo de luz, la irisación me había inspirado sueños apasionadamente acariciados entonces, tan lejos de mí ahora.
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