Pero hasta entonces no me había sentado en aquellas butacas más que cuando Albertina estaba todavía allí. Me levanté; y así, a cada momento, surgía alguno de los innumerables y humildes yos de los que estamos hechos que ignoraba todavía la marcha de Albertina y había que notificársela; había que anunciar la desgracia que acababa de ocurrir a todos esos seres, a todos esos yos que aún no lo sabían -lo que era más cruel que si hubieran sido unos extraños y no hubieran tornado mi sensibilidad para sufrir-; era preciso que cada uno de ellos fuera oyendo por primera vez estas palabras: «Albertina pidió sus baúles» (aquellos baúles en forma de ataúd que yo había visto cargar en Balbec junto a los de mi madre), «Albertina se ha marchado». Tenía que notificar a cada uno mi pena, la pena que no es en modo alguno una conclusión pesimista libremente sacada de un conjunto de circunstancias funestas, sino la reviviscencia intermitente e involuntaria de una impresión específica, venida de fuera y que no hemos elegido. A algunos de estos yos no los había visto desde hacía mucho tiempo. Por ejemplo (no había pensado que era el día del peluquero), el «yo» que yo era cuando me estaban cortando el pelo. Este yo que había olvidado me hizo llorar cuando llegó, como cuando llega a un entierro un viejo sirviente retirado que conoció al difunto. Después recordé de pronto que, desde hacía ocho días, me asaltaban de vez en cuando unos terrores pánicos que no me había confesado a mí mismo. Sin embargo, en esos momentos discutía diciéndome: «Descartada la hipótesis de que se marche de pronto. Es absurdo. Si yo se la dijera a un hombre sensato e inteligente (y lo habría hecho, por tranquilizarme, si los celos no me hubieran impedido hacer confidencias), seguramente me habría dicho: "Pero estás loco. Eso es imposible". (Y, en realidad, no habíamos tenido ni una sola riña.) Se va uno por algún motivo, se dice el motivo. Se concede el derecho a contestar, no se va nadie así, no, es una niñería. Es la única hipótesis absurda.» Y, sin embargo, todos los días, al encontrarla por la mañana cuando llamaba, lanzaba un inmenso suspiro de alivio. Y cuando Francisca me entregó la carta de Albertina, tuve inmediatamente la seguridad de lo que no podía ser, de aquella partida en cierto modo percibida varios días antes, a pesar de las razones lógicas para estar tranquilo. Me había dicho, casi con una satisfacción de perspicacia en mi desesperación, como un asesino que sabe que no podrá ser descubierto, pero que tiene miedo y que de pronto ve escrito el nombre de su víctima al frente de un sumario en el despacho del juez de instrucción que le ha citado[2]…[2] Frase sin terminar en el manuscrito. (N. de la ed. de La Pléiade.)
Mi única esperanza era que Albertina se hubiera ido a Turena, a casa de su tía, donde, al fin y al cabo, estaba bien vigilada y no podría hacer gran cosa de aquí a que yo la trajese. Lo que más temía era que se hubiera quedado en París o se hubiera ido a Amsterdam o a Montjouvain, es decir, que se hubiera escapado para dedicarse a alguna intriga cuyos preliminares me habían pasado inadvertidos. Pero, en realidad, al decirme París, Amsterdam, Montjouvain, es decir, varios lugares, pensaba en lugares que eran sólo posibles; por eso, cuando la portera de Albertina contestó que se había ido a Turena, esta residencia que yo creía desear me pareció la peor de todas, porque era real y, por primera vez, torturado por la certidumbre del presente y la incertidumbre del futuro, me figuraba a Albertina iniciando una vida que ella había deseado separada de mí, quizá por mucho tiempo, quizá para siempre, y en la que realizaría lo desconocido que tanto me perturbara en otro tiempo, cuando tenía, sin embargo, la dicha de poseer, de acariciar lo que era el exterior, aquel dulce rostro impenetrable y captado[3].
[3] Ante la puerta de Albertina encontré una niña pobre que me miraba con unos grandes ojos y que tenía una expresión tan buena que le pregunté si quería venir a mi casa, como hubiera hecho con un perro de mirada fiel. Pareció contenta. En la casa la mecí un rato sobre mis rodillas, pero enseguida su presencia, que me hacía sentir demasiado la ausencia de Albertina, me fue insoportable, y le rogué que se marchara, después de darle un billete de quinientos francos. Pero muy pronto la idea de tener alguna niña junto a mí, de no estar nunca solo sin el auxilio de una presencia inocente, fue el único pensamiento que me permitió soportar la idea de que quizá Albertina pasara algún tiempo sin volver. [La edición de La Pléiade desglosa a pie de página este fragmento, advirtiendo que en el manuscrito se encuentra en un papel marginal inserto por Proust después de captado, pero que rompe la ilación con lo que sigue. (N. de la T.)]
Era lo desconocido lo que constituía el fondo de mi amor. En cuanto a Albertina misma, apenas existía en mí más que bajo la forma de su nombre, que, salvo en algunas raras treguas al despertar, venía a escribirse en mi cerebro y ya no dejaba de hacerlo. Si hubiera pensado alto habría repetido aquel nombre sin cesar y mi parloteo habría sido tan monótono, tan limitado como si me hubiera convertido en pájaro, en un pájaro como el de la fábula, el cual repetía sin término en su canto el nombre de la mujer a la que amó cuando era hombre.
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