Nos lo decimos y, como lo callamos, parece que lo escribimos en nosotros mismos, que queda impreso en el cerebro y que el cerebro acabará por estar, como una pared en la que alguien se ha entretenido en escribotear, enteramente cubierto por el nombre mil veces escrito de la amada. Lo escribimos continuamente en nuestro pensamiento mientras somos dichosos y más aún cuando somos desgraciados. Y renace sin tregua la necesidad de repetir ese nombre que no nos da nada más de lo que ya sabemos, y, a la larga, la fatiga. En el placer carnal ni siquiera pensaba en aquel momento, ni siquiera veía en mi pensamiento la imagen de aquella Albertina, causa, sin embargo, de tal trastorno en mi ser; no veía su cuerpo, y si hubiera querido aislar la idea unida a mi dolor -pues siempre hay alguna-, habría sido alternativamente, por una parte, la duda sobre las disposiciones en que se había marchado, con ánimo o sin ánimo de volver; por otra parte, los medios de hacerla volver. Quizá hay un símbolo y una verdad en el ínfimo lugar que en nuestra ansiedad ocupa la persona que nos la produce. Y es que, en realidad, su persona misma es poca cosa en esa ansiedad; casi lo único que cuenta es el proceso de emociones, de angustias que ciertos azares nos hicieron sentir a propósito de ella y que el hábito ha unido a ella. Bien lo demuestra (más aún que el aburrimiento que sentimos en la felicidad) lo poco que nos importará ver o no ver a esa misma persona, que nos estime o no, tenerla o no tenerla a nuestra disposición, cuando ya no tengamos que plantearnos el problema (tan obvio que ni siquiera nos lo planteamos ya), sino en cuanto a la persona misma -porque olvidamos el proceso de emociones y de angustias, al menos referido a ella, pues ha podido desarrollarse de nuevo, pero transferido a otra persona-. Antes, cuando se refería aún a ella, creíamos que nuestra felicidad dependía de su persona: dependía solamente de la terminación de nuestra ansiedad. Nuestro inconsciente era, pues, más clarividente que nosotros mismos en aquel momento, reduciendo a tan pequeña figura a la mujer amada, figura que quizá hasta habíamos olvidado, que podíamos conocer mal y creer mediocre, en el terrible drama en que de encontrarla para no alcanzarla podía depender hasta nuestra vida misma. Proporciones minúsculas de la figura de la mujer, efecto lógico y necesario de la manera como se desarrolla el amor, clara alegoría de la índole subjetiva de este amor.

El estado de ánimo en que se había marchado era, sin duda, semejante al de los pueblos que preparan con una demostración de su ejército la labor de su diplomacia. Debía de haberse marchado para conseguir de mí mejores condiciones, más libertad, más lujo. En este caso, entre los dos, el vencedor habría sido yo, si hubiera tenido el valor de esperar, de esperar el momento en que, al ver que no sacaba nada, volviera por sí misma. Pero si en los mapas, en la guerra, donde sólo importa ganar, se puede resistir con el bluff, no se dan las mismas condiciones en el amor y en los celos, sin hablar del sufrimiento. Si por esperar, por «durar», dejaba a Albertina permanecer lejos de mí varios días, quizá varias semanas, malograría el fin que había perseguido durante más de un año: no dejarla libre ni una hora. Todas mis precauciones resultarían inútiles si le daba tiempo, facilidad para engañarme todo lo que quisiera; y si, al final, se rendía, yo no podría olvidar ya el tiempo que pasó sola, y aunque venciera al fin, en el pasado, es decir, irreparablemente, sería yo de todos modos el vencido.

En cuanto a los medios de hacer volver a Albertina, las probabilidades de éxito serían mayores cuanto más plausible pareciera la hipótesis de que se hubiera ido con la esperanza de que la llamara con mejores condiciones. Y plausible era, sin duda, para las personas que no creían en la sinceridad de Albertina, desde luego para Francisca, por ejemplo. Mas a mi razón, que antes de saber yo nada no había encontrado más que una explicación de ciertos malos humores, de ciertas aptitudes: el proyecto de marcharse definitivamente, le era difícil creer que, ahora que se había marchado, aquel proyecto no fuera más que una simulación. Digo a mi razón, no a mí. La hipótesis simulación me era tanto más necesaria cuanto más improbable y ganaba en fuerza lo que perdía en verosimilitud. Cuando nos vemos al borde del abismo y nos parece que Dios nos ha abandonado, no vacilamos ya en esperar de Él un milagro[4].

[4] Reconozco que en todo esto fui el más apático, aunque el más dolorido de los policías. Pero la huida de Albertina no me había devuelto las cualidades que me había quitado la costumbre de hacer que otros la vigilaran. Sólo pensaba en una cosa: delegar la búsqueda en otro. Este otro fue Saint-Loup, que se prestó a ello. Una vez transmitida a otro la ansiedad, me quedé satisfecho, y, seguro del éxito, me froté las manos, que se quedaron nuevamente secas como antes sin aquel sudor con que me las mojó Francisca, diciéndome: «Mademoiselle Albertina se ha marchado».

Se recordará que cuando decidí vivir con Albertina y hasta casarme con ella fue por conservarla, por saber lo que hacía, por impedirle reanudar sus costumbres con mademoiselle Vinteuil. Ocurrió, en el terrible golpe de su revelación en Balbec, cuando me dijo, como cosa muy natural, y que yo, aunque fue el disgusto más grande que había recibido en toda mi vida, conseguí aparentar que me parecía muy natural, la cosa que ni en mis peores suposiciones me habría atrevido a imaginar. (Es sorprendente que los celos, que se pasan el tiempo tramando pequeñas suposiciones en falso, tengan tan poca imaginación cuando se trata de descubrir lo verdadero.) Ahora bien, aquel amor, nacido, sobre todo, de una necesidad de impedir que Albertina obrara mal, aquel amor conservó después la huella de su origen. Estar con ella me importaba poco, a poco que pudiese impedir al «ser de fuga» ir aquí o allá. Para impedírmelo, me había encomendado a los ojos, a la compañía de los que iban con ella y, a poco que me diesen por la noche un buen informito bien tranquilizante, mis inquietudes se esfumaban en buen humor. [La edición de La Pléiade inserta este pasaje a pie de página con referencia al lugar indicado. (N.