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Al decirme a mí mismo que, fuera como fuera, Albertina estaría de regreso en la casa aquella misma noche, dejé en suspenso el dolor que me causó Francisca diciéndome que Albertina se había marchado (porque entonces mi ser, cogido de sorpresa, creyó por un momento que aquella marcha era definitiva). Pero después de una interrupción, cuando el dolor inicial, en un impulso de su vida independiente, volvía espontáneamente a mí, era igualmente atroz, porque era anterior a la promesa consoladora que me había hecho a mí mismo de traer a Albertina aquella misma noche. Esta frase que hubiera calmado mi dolor, mi dolor la ignoraba. Para poner en práctica los medios de realizar aquel retorno una vez más y no porque tal actitud me hubiera dado nunca muy buen resultado, sino porque la había tomado siempre desde que amaba a Albertina, estaba condenado a hacer como que no la amaba, como que no me dolía su ausencia, estaba condenado a mentirle. Podría ser tanto más enérgico en los medios de hacerla volver cuanto más aparentara haber renunciado a ella. Me proponía escribir a Albertina una carta de despedida considerando su marcha como definitiva, a la vez que mandaría a Saint-Loup a ejercer sobre madame Bontemps, y como a espaldas mías, la presión más brutal para que Albertina volviera cuanto antes. Verdad es que yo había experimentado con Gilberta el peligro de las cartas de una indiferencia que, fingida al principio, acaba por ser cierta. Y esta experiencia debía haberme impedido escribir a Albertina unas cartas del mismo carácter que las que había escrito a Gilberta. Pero lo que se llama experiencia no es más que la revelación a nuestros propios ojos de un rasgo de nuestro carácter, que reaparece naturalmente y reaparece con tanta más fuerza cuanto que lo hemos dilucidado ya una vez para nosotros mismos, y el movimiento espontáneo que nos guió la primera vez está reforzado por todas las sugerencias del recuerdo. Para los individuos (y hasta para los pueblos que perseveran en sus faltas y van agravándolas) el plagio humano más dificil de evitar es el plagio de sí mismo.

Mandé inmediatamente a buscar a Saint-Loup, que yo sabía que estaba en París, y él acudió, rápido y eficaz como lo fuera antaño en Doncières y se prestó a salir en seguida para Turena. Le propuse la siguiente combinación. Debía apearse en Châtellerault, preguntar por la casa de madame Bontemps y esperar a que saliera Albertina, porque podría reconocerle. «Pero ¿es que me conoce esa muchacha de que hablas?», me preguntó; le dije que creía que no. El proyecto de este paso me llenó de alegría. Y, sin embargo, era un paso en absoluta contradicción con lo que me prometí al principio: arreglármelas de modo que no pareciera que buscaba a Albertina; y esto que hacía lo parecería inevitablemente. Pero tenía sobre «lo que hubiera debido hacer» la inestimable ventaja de que me permitía decirme que un enviado mío iba a ver a Albertina, seguramente a traérmela. Y si al principio hubiera sabido ver claro en mi corazón, habría podido prever que sobre las soluciones de paciencia se impondría esta otra solución escondida en la sombra y que entonces me parecía deplorable, y que estaba decidido a un acto de voluntad precisamente por falta de voluntad. Como Saint-Loup parecía ya un poco sorprendido de que una muchacha hubiera vivido todo un invierno en mi casa sin que yo le dijera a él nada, y como además me había hablado varias veces de la muchacha de Balbec sin que yo le contestara nunca: «Vive aquí», quizá le habría molestado mi falta de confianza. Verdad es que quizá madame Bontemps le hablaría de Balbec. Pero yo tenía demasiada prisa de que se pusiera en camino y de que llegara, para pensar en las posibles consecuencias de aquel viaje. En cuanto a que pudiera reconocer a Albertina (a la que, por otra parte, había evitado sistemáticamente mirar cuando la encontró en Doncières), era muy poco probable porque, según todo el mundo decía, había cambiado y engordado mucho. Me preguntó si no tenía un retrato de Albertina. Primero le contesté que no, para que mi fotografía, hecha poco después del tiempo de Balbec, no le sirviera para reconocer a Albertina, aunque no había hecho más que entreverla en el vagón. Pero pensé que en la última fotografía estaría ya tan diferente de la Albertina de Balbec como ahora la Albertina viva, y que no la reconocería mejor en la fotografía que en la realidad. Mientras la buscaba, Saint-Loup me pasaba cariñosamente la mano por la frente como para consolarme. Yo estaba emocionado por lo que le apenaba el dolor que adivinaba en mí. En primer lugar, aunque ya separado de Raquel, lo que entonces sufrió no estaba todavía tan lejano como para no sentir una simpatía, una compasión especial por esta clase de sufrimiento, de la misma manera que nos sentimos más cerca de alguien que tiene la misma enfermedad que nosotros. Además, me quería tanto que le resultaba insoportable la idea de mi dolor. Y esto le producía una mezcla de rencor y de admiración por la mujer que me lo causaba. Como se figuraba que yo era un ser tan superior, pensaba que una criatura que a mí me dominara tenía que ser por fuerza absolutamente extraordinaria.