Yo preveía que iba a encontrar bonita la foto de Albertina, pero como no llegaba a imaginar que podía producirle la impresión de Helena sobre los viejos troyanos, le dije modestamente, mientras buscaba la foto:

–¡Oh!, no vayas a creer, en primer lugar la foto es mala, y además la muchacha no es ningún asombro, no es una belleza, es, sobre todo, muy simpática.

–¡Oh!, sí, debe de ser maravillosa -dijo con un entusiasmo ingenuo y sincero, intentando imaginar a la criatura que podía ponerme en tal estado de desesperación y de inquietud-. Le tengo rabia por hacerte sufrir, pero era de suponer que un hombre como tú, artista hasta las uñas, como tú, que amas en todo la belleza, y con qué amor, estaba predestinado a sufrir más que otro cualquiera cuando encontrara la belleza en una mujer. – Por fin encontré la foto-. Seguramente es maravillosa -siguió diciendo Roberto, sin fijarse en que yo le daba la foto. De pronto la vio. La tuvo un momento en la mano. Su rostro expresaba un asombro rayano en la estupidez- ¿Es ésta la muchacha de la que estás enamorado? – acabó por decirme en un tono en que el asombro se ocultaba bajo el miedo a ofenderme. No hizo ninguna observación; tomó el aire razonable, prudente, forzosamente un poco desdeñoso que se tiene ante un enfermo, aunque el enfermo fuera hasta entonces un hombre notable y un amigo, pero que ya no es nada de esto, pues, atacado de locura furiosa, nos habla de un ser celestial que se le ha aparecido y continúa viéndole en el lugar donde nosotros, sanos, no vemos más que un edredón. Comprendí en seguida el asombro de Roberto, el mismo asombro que sentí yo al ver a su amante, con la única diferencia de que yo encontré en ella una mujer que ya conocía, mientras que él no había visto nunca a Albertina. Pero seguramente la diferencia entre lo que uno y otro veíamos de una misma persona era igualmente grande. Estaba lejos el tiempo de Balbec en que, cuando miraba a Albertina, comencé a añadir a las sensaciones visuales otras sensaciones de sabor, de olor, de tacto. Desde entonces se habían ido añadiendo otras más profundas, más dulces, más indefinibles, sensaciones dolorosas después. En fin, Albertina no era, como una piedra a cuyo alrededor ha nevado, más que el centro generador de una inmensa construcción que pasaba por el plano de mi corazón. Roberto, para quien era invisible toda esta estratificación de sensaciones, sólo captaba un residuo que, en cambio, no veía yo, porque ella me lo impedía. Lo que desconcertó a Roberto al ver la fotografía de Albertina no era el pasmo de los viejos troyanos diciendo al ver pasar a Helena:

Notre mal ne vaut pas un seul de ses regards[5],

[5] «Ni una sola mirada nuestro mal le merece».

sino el asombro exactamente inverso y que hace decir: «¡Y por esto tanta bilis, tanta pena, tantas locuras!» Hay que confesar que este tipo de reacción al ver a la persona que ha causado los sufrimientos, destrozado la vida, a veces causado la muerte de una persona querida es infinitamente más frecuente que la de los viejos troyanos, y, en una palabra, la reacción habitual. Y no sólo porque el amor es personal ni porque, cuando no lo sentimos, es natural que lo encontremos evitable y que filosofemos sobre la locura de los demás. No; es que, cuando el amor ha llegado al extremo de causar tales males, la construcción de las sensaciones interpuestas entre el rostro de la mujer y los ojos del amante (el enorme huevo doloroso que lo envuelve y lo disimula como una capa de nieve disimula una fuente) ha llegado ya bastante lejos para que el punto en que se detienen las miradas del amante, el punto en que éste encuentra su placer y su dolor, esté tan lejos del punto desde el cual ven los demás cuan lejos está el verdadero sol del lugar donde su luz condensada nos lo hace ver en el cielo. Y además, durante ese tiempo, bajo la crisálida de dolores y de ternuras que hace invisible para el amante las peores metamorfosis del ser amado, el rostro ha tenido tiempo de envejecer y de cambiar. De suerte que si el rostro que el amante vio la primera vez está muy lejos del que ve desde que ama y sufre, está, en sentido inverso, igualmente lejos del que ahora puede ver el espectador indiferente. (¿Qué habría ocurrido si Roberto, en vez de la fotografía de una muchacha, hubiera visto la de una antigua amante?) Y, para sentir nosotros este asombro, ni siquiera necesitamos ver por primera vez a la que tantos estragos ha causado. Muchas veces la conocemos como mi tío abuelo Adolfo conocía a Odette. Entonces la diferencia de óptica se extiende no sólo al aspecto físico, sino al carácter, a la importancia individual. Hay muchas probabilidades de que la mujer que hace sufrir al que ama haya sido siempre buena con alguien al que ella no le importaba nada, como Odette, tan cruel con Swann, fue la solícita «dama de rosa» de mi tío abuelo Adolfo, o bien que la persona cuyas decisiones calcula de antemano el que la ama, con tanto temor como las de una divinidad, aparezca para el que no la ama como un ser insignificante, encantado de hacer todo lo que éste quiera, como la amante de Saint-Loup para mí, que no veía en ella más que a aquella «Raquel quand du Seigneur» que tantas veces me habían propuesto. La primera vez que la vi con Saint-Loup recordé mi estupefacción al ver que se puede sufrir por no saber lo que una mujer así hace una noche, lo que ha podido decir en voz baja a alguien, por qué sintió un deseo de ruptura. Y ahora me daba cuenta de que todo ese pasado, pero de Albertina, hacia el que se dirigía cada fibra de mi corazón, de mi vida, con un sufrimiento vibrátil, debía de parecer parejamente insignificante a Saint-Loup, y quizá me lo parecería a mí mismo un día; que quizá pasaría yo poco a poco, sobre la insignificancia o la gravedad del pasado de Albertina, del estado de ánimo que tenía en este momento al que tenía Saint-Loup, pues no me hacía ilusiones sobre lo que Saint-Loup podía pensar, sobre lo que puede pensar cualquiera que no sea el amante. Y esto no me dolía demasiado. Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación. Recordaba aquella trágica explicación de tantas vidas que es un retrato genial y no parecido como el que hizo Elstir de Odette y que, más que retrato de una amante, es el del deformante amor. Sólo le faltaba lo que tantos retratos tienen: ser a la vez de un gran pintor y de un amante (y se decía que Elstir lo había sido de Odette). Esta desemejanza la prueban toda la vida de un amante, de un amante cuyas locuras no comprende nadie, toda la vida de Swann.