Todo alrededor estaban los rostros, cabeza con cabeza, rostros de todos los días con su gula y su sed de todos los días, si bien enormemente aumentadas, y todo este crescendo, superándose a sí mismo, se había tornado fervor ya trascendente, trascendencia brutal, que había dejado todo lo cotidiano mundos lejos de sí y no conocía ya otra cosa más que el instante del ahora ante la meta sobrecogedora y brillante, fervorosamente deseada, fervorosamente codiciada, fervorosamente exigida, para que ese ahora cubriera el curso de toda su vida y la llevara a la participación, a la participación en el poder, en la deificación, en la grandeza de la libertad, en la infinidad del Uno que estaba allí en el palacio. A impulsos, en oleadas, palpitando, esforzándose, explosiva, jadeando y gimiendo, se movía la estructura hacia adelante, en cierto modo avanzando contra un obstáculo elástico, que estaba allí sin duda, porque se manifestaba en una resaca de ondas igualmente a sacudidas; y en este imponente y violento avanzar y retroceder se oían por todas partes los gritos de los que tropezaban, de los pisoteados, de los heridos, tal vez incluso de los moribundos, a quienes nadie hacía caso para compadecerles, en todo caso para burlarse, cubiertos siempre por los vivas jubilosos, sofocados por el furioso bramar, despedazados por la crepitación de los fuegos. Un monstruoso ahora estaba en juego, un ahora infinitamente multiplicado, un ahora de rebaños, arrojado al aire por el mugir de los rebaños, un ahora precipitado en el estruendo y al mismo tiempo caído de él, arrojado al aire por alocados, desquiciados, dementes sin sentidos a fuerza de haber perdido el alma, y sin embargo tan exacerbado el sentido en conjunto, que todo lo pasado y todo lo futuro se hallaban devorados por ese ahora, recogiendo en sí el bramar de todas las profundidades del recuerdo, ocultando en su efervescencia el pasado más lejano y el más lejano futuro… ¡Oh, grandeza de la multiplicidad humana, amplitud de la humana nostalgia! Y suspendido en su vigilia, cerniéndose elevado sobre las cabezas rugientes, cerniéndose elevado sobre el incendio jubilar de la clamorosa Brindis, cerniéndose en alto en los suspendidos instantes del ahora, sentía la abreviación absoluta del curso del tiempo en el círculo de lo inmutable: todo era suyo, lo había asimilado todo, le pertenecía tanto como desde el principio le perteneciera en simultaneidad eterna, y era Troya la que ardía alrededor de él, era el inextinguible incendio de los mundos; y él, cerniéndose sobre los incendios, era Anquises, ciego y vidente al mismo tiempo, niño y anciano a la vez por obra de un recuerdo inefable, llevado sobre los hombros del hijo, él mismo presencia de mundos, llevado en los hombros de Atlas, en los hombros de los Gigantes. Y así fueron paso a paso hacia el palacio.

El exterior inmediato del palacio estaba cerrado por un cordón de policía; en formación cerrada, atravesadas las lanzas, los soldados retenían las oleadas de la masa y le prestaban justamente esa elástica oposición que se manifestaba constantemente en la ondulante resaca que se había hecho notar ya al borde de la plaza. Pero detrás del cordón, la cohorte pretoriana, cuya llegada de Roma indicaba sin duda un acontecimiento especial, había establecido la guardia de honor y su presencia era inactividad de gigantes aparatosos, terrible con su aspecto bélico, con sus patrullas y fuegos de guardia y enormes tiendas de campaña cantinas, de las que salía la esperanza y el olor de una distribución de vino, falsamente probable, pero creída con gusto. Hasta allí podían llegar los que desearan mirar; más adelante no. Y éste era el punto en que la esperanza y el desengaño equilibraban su balanza inquietante y tensamente como toda decisión a vida o muerte, como todo segundo de vida, porque cada uno contiene a ambos, y cuando el cálido aliento del fuego se deslizaba sobre la formación militar, inflaba los altos penachos de los yelmos y hacía brillar las doradas armaduras, cuando el ronco y tranquilo «¡Atrás!» de la tropa policial se oponía al ruidoso asalto, entonces la exaltación de los energúmenos ascendía como una llamarada hasta perder el aliento, y los semblantes de secos labios y lenguas silbantes se petrificaban ansiosos en los fuegos artificiales instantáneos de la inmortalidad, porque el tiempo se encontraba al filo del cuchillo. La máxima confusión tenía lugar, naturalmente, a la entrada del palacio, especialmente porque, después de haber entrado el César, se había disuelto imprudentemente, el doble cordón, el doble cordón por el que había venido, y nada podía ofrecer ya un dique al tumulto desencadenado; sin orden alguno, como presa del torbellino de un embudo, el gentío se arremolinaba denso y tenaz hacia esa puerta de entrada, que con las prietas hileras de antorchas a cada lado semejaba una garganta de fuego; se arremolinaba para penetrar, se atascaba y era rechazado, chillando, encarnizado, rudo, pataleando, frenético de ansia: se hubiera creído más bien la entrada de un circo que de una residencia imperial, tan furiosa era la animación, la disputa que había allí y luchaba contra los encargados de la entrada, tan variada era la astucia de los no autorizados, que trataban de engañar y de colarse entre los funcionarios, tan violento el gritar de los autorizados en cuya justificación no se creía o a quienes se imponía una espera injustamente larga, y, cuando a una orden del viejo sirviente de palacio, cuya utilidad precisamente ahora, se revelaba, se dejó pasar inmediatamente la escolta, creció aún más, hasta la ebullición, la ira de quienes eran molestados con las formalidades de control sin acepción de personas. Se sentían despreciables por su postergación, sentían lo despreciable de todo lo humano y de todas las instituciones humanas, y fue de repente porque se hizo una excepción, se podía hacerla, y nada importaba que se tratara solamente de la excepción que merece un enfermo de muerte, la muerte misma. Nadie hay que no se incline a despreciar al prójimo y en el hervidero de lo despreciable, siempre renovado, sin nombre ni palabras, trasluce el conocimiento que tiene el hombre de su propia impotencia por ser humano, su preocupación por su dignidad que le es concedida sin que pueda llegar a poseerla. El desprecio luchaba contra el desprecio en el embudo estrecho, recalentado del portón de entrada. No era extraño, pues, que detrás de esa puerta, en el interior del patio, escapado a la lucha codiciosa, escapado a la cruda luz del infierno, se creyera liberado de todo el ultraje que le había perseguido por las calles y afuera en la plaza, y era casi el mismo alivio que había sentido cuando desapareció el mareo, la misma mejoría, aunque el lugar a donde ahora llegaba no se mostrase realmente como un lugar de paz, ya que por el contrario el patio parecía realmente estallar de desorden. De todos modos, se trataba sólo de un desorden aparente; la servidumbre imperial, acostumbrada a tales acontecimientos, guardaba una estricta disciplina, y pronto se acercó a la litera un funcionario de la corte, provisto de una lista de los huéspedes, para recibir al recién venido, dirigiéndose tranquilamente al servidor por quien se hizo decir al oído el nombre del huésped, registrando tranquilamente el nombre y tachándolo en la lista, tan serena e indiferentemente, que debió parecer decididamente ofensiva para un famoso poeta, tan ofensiva que él sintió la necesidad de confirmar la indicación del sirviente y reforzarla: «Sí, Publio Virgilio Marón, así me llamo», dijo y se irritó cuando, por toda contestación, recibió una breve inclinación, cortés pero no menos indiferente, y aun el jovencito, del que había esperado un apoyo, sin decir palabra, se unió obediente al cortejo, que ahora, a una señal del funcionario, se dirigió al segundo peristilo. De todos modos, el enojo no duró mucho; desapareció ante la paz que ahora rodeaba realmente al recién llegado, cuando la litera fue dejada en el suelo ante el megaron, rodeada de un jardín casi totalmente tranquilo y rociado por los surtidores: allí había fijado el César las habitaciones para sus invitados. Delante de la entrada esperaban los esclavos de la casa para el recibimiento, y allí fueron despedidos los portadores de fuera. Lo mismo le pasó al jovencito; le cogieron la toga y, como no se movía del lugar y solamente sonreía, el funcionario de corte le gritó: «¿A qué te quedas todavía? ¡A ver si te alejas!» El jovencito no se movió, amable y pícaro, y conservó su sonrisa, tal vez por la forma grosera en que se agradecía su conducción, tal vez también por la inutilidad de un esfuerzo absolutamente incapaz de alejarle. Sin embargo, ¿tenía ese quedarse algún sentido? ¿era deseable? ¿qué podía hacer con el jovencito allí, él, un enfermo cansado, necesitado de soledad? ¡Y sin embargo, qué rara angustia quedarse solo! ¡qué extraña angustia tener que perder ahora al joven guía!… «Mi copista», dijo y lo dijo casi contra su propia voluntad, como si hubiera algo extraño en él, que hablara por él, extraño y sin embargo oscuramente familiar, voluntad que era más fuerte que la suya, una voluntad involuntaria, sin embargo coercitiva y poderosa, la noche. Queda voluntad poderosa, salida de la noche. Quedo estaba el jardín, quedo era el aliento de las flores, quedo el salpicar de los dos surtidores; un perfume oscuramente delicado y levemente húmedo, como de noche primaveral en otoño, hilaba fresco y fino sobre los bancales, y, enredada en él, extendía sus velos, ya más cerca, ya más lejos, la música del edificio delantero, velo de sonido tras velo de sonido, bordada con puntos de címbalo, acolchada en la niebla gris de las voces, con que la fiesta rezumaba allí, un ruido luminoso, resonante y brillante, aquí ya sólo una blanda niebla sonora que humedecía el inmenso espacio de la noche; el cuadrado de cielo tendido sobre el patio dejó ver otra vez las estrellas, visible de nuevo el aliento de su luz, aunque atravesado acá y allá por nubes de humo bajas, pero también éstas se hallaban impregnadas en la blanda lluvia de niebla sonora, tomaban parte en el ondulante y evanescente murmullo nebuloso que henchía el patio, envolvía todas las cosas fundiendo en uno, cosa, perfume y sonido, elevándose al cielo en la calma de la noche, y más allá, cerca del muro estaba una palmera, el tronco de dura corteza vagamente iluminado, alcanzando la altura de los techos, en tiesa acritud con su negro y ausente abanico, llena de noche.

¡Oh estrellas, oh noche! ¡oh, era la noche, al fin la noche! Y era el húmedo, profundo aliento de oscuridad del sonido nocturno lo que él -pecho doliente- sorbía hondo en sí. Mas demasiado se demoraba; debía tratar de levantarse de la litera, y estaba un poco enojado porque la previsión del César, que le había enviado a la nave aquel médico latoso, no llegaba hasta aquí, y porque evidentemente nadie sabía todo lo enfermo que se sentía; entretanto habían metido ya el cofre con la Eneida en la casa, y había que seguirles de prisa. «Ven, ayúdame», llamó al jovencito, mientras se enderezaba y luego, apoyado en el hombro del muchacho, trató de superar los primeros peldaños de la escalera, por cierto para advertir en seguida que el corazón, el pecho y las rodillas se negaban y que él se había sobreestimado; tuvo que hacerse subir por dos esclavos. Tres pisos subieron, precedidos por el indiferente funcionario de corte, que sostenía contra la cadera el rollo de la lista de los invitados, como un bastón de general, seguido por el múltiple paso de los porteadores, y cuando llegaron arriba a la ventilada habitación de huéspedes ya preparada, reconocieron fácilmente que se hallaba en el chaflán sudoeste del palacio, parecido a una torre; por las abiertas ventanas de redonda arcada, que se encontraban un buen trecho sobre los techos de la ciudad, corría un fresco soplo, un fresco recuerdo de tierra olvidada, de mar olvidado, corría marino y terrestre el soplo de la noche por la habitación; en el centro del espacio, dobladas por el aire ardían llamas de velas sobre el candelabro de muchos brazos coronado de flores; la fuente de la pared dejaba manar un fresco velo de agua en delicado abanico sobre la escalerilla de mármol de su cuenca; el lecho estaba preparado bajo el mosquitero y sobre la mesa al lado de la cama estaban dispuestos alimentos y vino. Nada faltaba; un sillón para reposar tranquilo junto a la ventana del mirador y en un rincón del cuarto había un sillico; el equipaje fue acomodado de manera que resultara fácil tomarlo, el cofre con el manuscrito fue acercado por orden expresa a la cama; todo se ordenó tan exactamente y tan sin ruido, como mejor no podía desearlo un enfermo, pero seguramente éste ya no era un mérito del Augusto, era sólo mero cuidado de una organización de la corte, que trabajaba sin fallas y disponía de todo; no había amistad en ello. Había que tomarlo, había que aceptarlo, la enfermedad obligaba a ello, era una imposición de la enfermedad, una molesta imposición que llenaba de amargura, y esta amargura ni siquiera se dirigía tanto contra la enfermedad misma como contra el Augusto, sin duda porque éste tenía el don de frustrar infaliblemente cualquier agradecimiento. La amargura contra el Augusto… ¿no había existido desde un principio? En realidad, todo había que agradecérselo al Augusto, paz y orden y la propia seguridad; ningún otro hubiera sido capaz de conseguirlo, y si en lugar de él hubiera llegado Antonio al poder, Roma nunca hubiera vuelto a hallar la paz, cierto, pero, sí, pero… seguía la desconfianza contra este hombre que había pasado ya de los cuarenta, sin que hubiera envejecido de verdad, invariable desde veinticinco años atrás, y que tenía en sus hábiles manos los hilos de la política con la misma tersura y astucia de temprana madurez, hoy como entonces… ¿No estaba perfectamente justificada la amarga desconfianza contra ese joven envejecido a quien se debía todo? ¡Nada más que tersura era lo que le distinguía, tersa su belleza, tersa su amabilidad, que tan a gusto se tendría por amistad y que sin embargo no era amistad, sino servía sola y exclusivamente a sus propios fines, y todos caían en su lazo, en ese terso lazo! Y ahora volvía a pasar lo mismo, otra vez aparecía esa hipocresía amistosa… ¿Por qué había insistido el hipócrita en arrastrar de vuelta a un enfermo entre sus equipajes hasta Italia? ¡Ay, mejor hubiera sido morir en la nave, que tener que yacer aquí, en medio de esta tersa organización de la corte, donde todo era demasiado inmaculado, sí, demasiado inmaculado, mientras al otro lado, en la fiesta imperial, bajo el estrépito de músicas y luces, el falso joven imperial se dejaba celebrar ruidosamente! El estrépito de allá llegaba como un rumor lejano y ajeno, aumentando y decreciendo impúdicamente, mancillando el hálito de la noche.

Pero en el hálito de la noche se unía todo, el zumbar de la fiesta y la paz de la montaña y el cabrilleo del mar, el entonces y el ahora, y de nuevo el entonces, fluyendo el uno en el otro, uno y otro confundidos… ¿Podría volver una vez más a Andes? Aquí estaba Brindis, rica en techos y luminosa de calles, extendida bajo la ventana del mirador, a la que se había hecho llevar y ante la cual estaba ahora sentado en el sillón; aquí estaba solamente Brindis y él acechaba afuera en la noche, acechaba en la lejanía de entonces, allí donde el morir debía ser bueno; no, él no debía haber venido aquí, y menos todavía a esta habitación para huéspedes asépticamente confortable… En las velas del candelabro con su llama sesgada, gota a gota, se formaba en cada una un sendero céreo, dentado, en rápido incremento.

–Señor… -El funcionario de la corte estaba ante él.

–No deseo nada más.

El funcionario señaló al jovencito:

–¿Debemos alojar a tu esclavo? No estaba previsto…

Realmente, el molesto funcionario tenía razón; no había sido previsto.

–Pero si quieres tenerle alojado aquí cerca de ti, señor, nos esforzaremos al momento por complacerte…

–No hace falta… Se irá a la ciudad.

–Además éste -el funcionario indicó un hombre en el grupo de esclavos- se quedará durante la noche en la habitación vecina a tus órdenes.

–Está bien… Espero no necesitarlo.

–Entonces puedo retirarme…

–Hazlo.

Eran ya demasiados preparativos; entrecruzando impaciente las manos, dando vueltas impaciente al anillo de sello, esperó a que el frío lacayo abandonara por fin la habitación con su gente; pero cuando esto ocurrió, contra lo que esperaba, el esclavo designado por el funcionario, un hombre de gruesa nariz oriental en estricto rostro de sirviente, no se había ido con los demás, sino que se había quedado cerca de la puerta, como si así debiera ser.

–Despídelo -rogó el jovencito.

El esclavo preguntó:

–¿Ordenas que te despierte cuando salga el sol?

–¿Cuando salga el sol? ¿Por qué? – Por un instante fue como si el sol, a pesar de la hora nocturna, no hubiera desaparecido del cielo, oculto sí en las regiones occidentales, pero presente, Helios, perdurando en la noche, venciendo a la noche, más poderoso que la madre de cuyo seno saliera.

A pesar de eso hubo que contestar al esclavo que esperaba la resolución:

–No debes despertarme; seguro que estaré despierto…

Se hubiera podido creer que el hombre no había oído la respuesta: quedó de pie inmóvil. ¿Qué significaría eso? ¿qué quería decir ese hombre? ¿tal vez que para quien no es despertado no amanece un nuevo día? Era noche, noche maternalmente tranquila, suave su hálito, y suave era imaginar que podía durar eternamente; no, el esclavo era indeseable, tan indeseable como la perspectiva de ser despertado por él:

–Puedes ir a acostarte…

–Al fin -notó el jovencito, cuando el esclavo hubo cerrado la puerta tras de sí.

–Al fin, sí, por cierto… Y ahora tú, pequeño guía… ¿Qué haces tú realmente aquí todavía? ¿Quieres algo de mí? Con placer lo haré…

El pequeño guía tenía las piernas esparrancadas, la cara redonda, algo recia y – desgraciadamente había que admitirlo- más bien fea de un joven campesino, algo caída; y ciertamente un poco ofendido, contestó desmañadamente, sacando un poco el labio inferior:

–Tú quieres despedirme a mí también…

–A los otros les he despedido, a ti no… Te pregunto, simplemente…

–No debes echarme…

La voz del joven, suave y ronca, sonó familiar, casi con matriz de patria en su característico aire campesino. La voz era como una lejana connivencia apenas memorial, era connivencia en un entonces materno inescrutablemente lejano, reflejado también en los claros ojos del joven.

–No tengo la intención de separarme de ti, pero supongo que te ha atraído la fiesta del César como a muchos otros…

–La fiesta me es indiferente.

–Todos los jóvenes quieren ir a la fiesta; no deberías avergonzarte de ello y mi agradecimiento por haberme guiado no mermaría por ello…

Las manos a la espalda, el jovencito se volvió un poco a un lado y otro:

–No quiero ir a la fiesta.

–A tu edad yo hubiera ido seguramente, y aun hoy volvería a hacerlo, si estuviese más sano, pero si tú fueras en mi lugar, para mí sería como si yo mismo participara en ella… penetrando de contrabando con otra figura… Mira, aquí hay flores; hazte una corona; el Augusto podría hallar placer en ti.

–No quiero.

–Lástima… ¿Qué quieres pues?

–Quedarme aquí cerca de ti.

La imagen de las salas festivas en las que el joven hubiera debido introducirse de contrabando, para aparecer a la vista del Augusto, esta imagen, se desvaneció:

–Te quieres quedar conmigo…

–Siempre.

Noche eterna en la que reina la madre, dormitando el hijo en lo inmutable, dormitando oscuridad desde la oscuridad a otra oscuridad, oh dulce inmutabilidad del siempre.

–¿A quién buscas?

–A ti.

El jovencito se equivocaba. Lo que buscamos ha desaparecido y no debemos buscarlo, porque, inhallable, sólo se burla de nosotros.

–No, mi pequeño guía, me has conducido, pero no me has buscado.

–Tu camino es el mío.

–¿De dónde vienes?

–Te embarcaste en el Epiro.

–¿Y tú has venido conmigo?

Una sonrisa contestó la pregunta afirmativamente.

–Del Epiro, de Grecia… Sin embargo hablas la lengua de Mantua.

El joven sonrió de nuevo:

–Es tu lengua.

–La lengua de mi madre.

–En canto se trocó la lengua en tu boca.

Canto… éter de las esferas que se canta a sí mismo, elevado sobre todo lo humano:

–¿Eras tú el que cantaba sobre la nave?

–Yo escuchaba.

Oh canto maternal de la noche, sonando a través de la noche, vibrando desde siempre, siempre buscado, cuantas veces amaneció el día:

–Yo tenía la edad que tú tienes ahora, sí, hasta era un poco más joven, cuando escribí mis primeros versos, tan confusos… Sí, así era entonces; aún tenía que encontrarme… Mi madre ya había muerto, había quedado sólo el sonido de su voz… Otra vez, ¿a quién buscas?

–No necesito buscar, puesto que tú lo hiciste.

–¿Estoy pues en tu lugar, aunque tú no quieras ir por mí a la fiesta? ¿Y escribes tal vez versos también, como yo lo hice?

La respuesta era negativa, pues la expresión del familiar rostro juvenil se hizo divertida; hasta las pecas en la base de la nariz eran un espectáculo tan familiar…

–Entonces no escribes versos… Ya estaba sospechando que eras uno de ésos que se proponen leerme sus poesías y sus dramas…

El joven pareció no haber comprendido o no hizo caso: -Tu senda es poesía, tu meta está más allá de la poesía…

La meta estaba más allá de la oscuridad, estaba más allá del edén del entonces maternalmente protegido; aunque el jovencito hablara de una meta, no sabía nada de eso, era demasiado joven; había guiado, pero no por la meta:

–En cualquier caso, ¿has venido a mí porque soy un poeta… o no?

–Tú eres Virgilio.

–Ya lo sé… Además lo has gritado bien claro en los oídos de la gente, allá abajo en la plaza del puerto.

–Pero no ha servido de mucho.

La diversión en la cara del joven se convirtió en un guiño, en un cómico arrugamiento de la nariz, de modo que la hilera de pecas en la base se contrajo en muchos pequeños pliegues y los dientes desnudos, regulares, blancos, muy fuertes, brillaron a la luz de las velas; era la misma alegría con la que abajo en la plaza había intentado conseguir paso libre para el poeta Virgilio, y era la misma alegría que procedía de un entonces muy lejano.

Algo indefinido le obligaba a hablar, le obligaba a ello aun a riesgo de que un muchacho no pudiera entenderlo:

–El nombre es como un vestido que no nos pertenenece; estamos desnudos bajo nuestro nombre, más desnudos aún que el niño que el padre ha levantado del suelo para darle el nombre. Y cuanto más llenamos de ser el nombre, tanto más ajeno se nos torna, tanto más independiente se vuelve de nosotros, tanto más abandonados resultamos nosotros mismos. Prestado es el nombre que llevamos, prestado el pan que comemos, prestados nosotros mismos, suspendidos desnudos en lo extraño, y sólo aquél que se ha despojado de todo el prestado oropel, llega a ver la meta, es llamado a la meta, donde se une definitivamente con su nombre.

–Tú eres Virgilio.

–Lo fui una vez; tal vez vuelva a serlo.

–Aún no, y sin embargo… -fluyó como una confirmación de los labios del jovencito.

Era un consuelo, aunque sólo el consuelo que puede brindar un niño, y no era un consuelo bastante.

–Esta es una casa de los nombres prestados… ¿Por qué me has conducido aquí? Es la casa de los huéspedes.

De nuevo apareció la sonrisa de la connivencia, infantil y casi picaresca, pero rodeada de una familiaridad muy grande, más aún, eterna:

–He venido a ti.

Y extrañamente, ahora bastaba la respuesta, como si fuera un consuelo suficiente, y bastaba ya incluso para la próxima pregunta, que siguió, aún más extraña si cabe, extrañamente inexcusable:

–¿Vienes de Andes? ¿Llevas a Andes?

No supo si había formulado realmente la pregunta, sólo supo que no quería oír respuesta, ni afirmativa ni negativa, pues ni el muchacho podía ser de Andes ni él no ser de allí: demasiado terrible hubiera sido lo primero, demasiado absurdo lo segundo.