No, no debía haber respuesta, y era justo que no la hubiera; pero irresistible era el deseo de poder conservar aquí al jovencito, irresistible el deseo de poder respirar, aspirando paz y presentimiento; oh, el deseo mismo era presentimiento. Las velas ardían sesgadas en el leve soplo del aire, que fluía como una fresca, delicada y poderosa nostalgia, viniendo de la noche, derramándose en la noche; la lámpara de plata cerca del lecho oscilaba levemente como un péndulo en su larga cadena, y fuera, ante la ventana, temblaba y se posaba como una marea sobre los techos el vaho de la ciudad, se disolvía purpúreo, violeta púrpura en el azul oscuro y negro e inconcebible y fluctuante.

Respirar, descansar, esperar, callar. Saliendo de la noche, derramándose en la noche, fluía el silencio y mucho duró hasta que él lo interrumpió:

–Ven, siéntate junto a mí -llamó al joven a su lado, y aun después que éste se hubo acurrucado cerca de él, siguió el silencio, permanecieron envueltos en silencio, entregados a la noche callada. Desde lejos se oía el ruido, resonaba el estrépito de los curiosos, resonaba, rumoreaba la algazara de la fiesta, hervían las creaturas como el Orco, sordo, inexorable, fascinante, impúdico e irresistible, salvaje y ahíto al mismo tiempo, ciego y clavada la mirada, el rebaño pisoteante, que se apiña a la falsa luz sin sombra de las antorchas y los fuegos ante el abismo de desgracia de la. nada, casi insalvable, casi irrescatable, si no se encontrara aquí -y cuanto más largamente se acechaba, tanto más claramente se advertía-, si no se encontrara incluso también aquí el canto del silencio, contenido desde siempre, contenido para siempre, el tañido de campanas del silencio, henchido hasta el sonido de bronce de la noche y el tañer de todos los rebaños humanos, quedamente cantando la noche de los rebaños, suspirando el rebaño en su gran sueño: profunda bajo el humus del ser habita la noche, rumorosa de sombras, oculta a la niñez, liberada del destino, liberada del azar y libre de lascivia; de ella brota lo creado, atravesado por el murmurar de las savias de la noche, grávido de sueño, eternamente fecundado por la fuente de toda intimidad; de ella brotan en indecible tejer y mutuamente incorporados planta, animal y hombre, mutuamente sombreados, pues la maldición del regreso está oculta en la bendición del sueño, y es la encantadora cubierta del ser, una nada de sueño extendida sobre la nada.

¡Oh lo terrenal! Mundo del éter y mundo de la noche en incesante inspirar y espirar, fluctuando entre la doble atracción de la grandeza de la sombra y de la falta de sombra, inmutables las estaciones del decurso tendido entre los dos polos de la abolición del tiempo, el sin fin animal y el sin fin divino… Oh, en todas las venas de lo terreno, en todo lo que ha brotado de la tierra, surge la noche, incesantemente convertida en vigilia y conciencia, interior y exterior al mismo tiempo, convirtiendo lo informe en constelación oculta, grávida de sombras, y entre la nada y el ser, cerniéndose en ese cernirse, el mundo se torna oscuridad y luz, y es reconocible en su esencia de sombra y de luz. Siempre resuena en el alma, ya quedo, ya fuerte, pero constantemente audible, el tañido de campanas de la noche, el tañido de campanas de los rebaños, siempre el rugido de leones del día, conmovedor en la luz y en la conciencia, áurea tormenta que devora lo creado… Oh conocimiento del hombre, aún no conocimiento, ya no sabiduría, ascendiendo del humus del ser, ascendiendo de la vida primigenia, ascendiendo de la sabiduría de las madres, subiendo en la mortal claridad de la superclaridad, del sobrevivir, subiendo hacia el abrasador conocimiento del padre, subiendo hacia el frío, oh conocimiento del hombre, sin raíces, eternamente movido, que no está abajo ni arriba, sino siempre en el umbral crepuscular entre noche y día, un suspirar y un respirar en el interregno del crepúsculo estelar, entre la vida de los rebaños nocturnos y la muerte del aislamiento individual bañado de corrientes luminosas, entre el silencio y la palabra, que a su vez vuelve al silencio. Nada terrenal es verdaderamente capaz de abandonar el sueño y sólo quien nunca olvida la noche que en él habita, puede cerrar el círculo, puede volver de la intemporalidad del comienzo a la del fin, puede comenzar siempre de nuevo el ciclo, astro él mismo en la inmutabilidad del decurso del tiempo, surgiendo del crepúsculo, desapareciendo en el crepúsculo, nacimiento y renacimiento en lo nocturno y de lo nocturno, recibido por el día, cuya claridad se ha incorporado a lo oscuro, día que encierra en sí la noche: sí, tales habían sido las noches, todas las noches de su vida, todas las noches por las que había pasado, noches en vigilia, lleno de angustia por la inconsciencia que amenaza bajo las noches, lleno de angustia por la falta de sombras sobre ellas, lleno de la angustia de abandonar a Pan, lleno de una angustia que sabe del peligro de la doble intemporalidad; sí, tales habían sido esas noches, rechazadas al umbral de la doble despedida, noches del sueño de los mundos inmutablemente igual, tanto en las plazas como en las calles, como en las tabernas, iguales irrecusablemente desde el comienzo en ciudades y más ciudades, resonantes imperceptiblemente desde todas las lejanías del tiempo y por eso mismo más insistentemente sabidas; los hombres hacían ruido: también esto era sueño, aunque los poderosos del mundo se hicieran festejar en lugares de fiesta y más fiesta, rodeados por los reflejos de las antorchas y la música, sonreídos por rostros y más rostros, cortejados por cuerpos y más cuerpos, sonriendo ellos mismos, cortejando ellos mismos; sueño esto también, aunque ardieran los fuegos de guardia, no sólo ante los castillos, sino también fuera, donde había guerra, en los confines, en los ríos negros de noche y en las lindes de los bosques rumorosos de noche y entre el centelleante clamoreo del asalto de los bárbaros surgiendo de la oscuridad; oscuridad; sueño también esto, sueño y más sueño como el de los ancianos desnudos, que en cuevas pestilentes dormían para quitarse del cuerpo el último residuo de consciencia, como el de los lactantes que soñaban sin ensueños la sorda vigilia de una vida futura desde la miseria de su nacimiento, como el de la tropa de esclavos encadenados en los vientres de las naves, tendidos como gusanos atontados sobre los bancos, sobre las planchas, sobre los atados de sogas, sueño y más sueño, rebaño y más rebaño, destacándose sobre la confusión de su suelo primigenio como filas de alcores en la noche descansando en la llanura, sumergidos en lo inexorablemente materno, en el constante retorno que no es aún eternidad y a pesar de ello da a luz en cada noche de la tierra; sí, tales habían sido estas noches, tales seguían siendo, tal era también ésta, tal vez para siempre, noche sobre el filo del umbral entre la eternidad y el tiempo, la despedida y el retorno, comunidad de rebaño y suprema soledad, angustia y salvación; y él, lanzado al umbral, noche tras noche esperando en el umbral, confuso en la media luz del borde de la noche, en el crepúsculo del borde del mundo, él, sabiendo del acontecimiento del sueño, había sido elevado a lo inexorable, y tomándose él mismo figura, fue precipitado atrás y arriba a la esfera de los versos, al interregno del conocimiento terrenal, al interregno de las madres, de la sabiduría y de la poesía, al ensueño que está más allá del ensueño y linda con el renacer, meta de nuestra fuga, la poesía.

¡Fuga, oh fuga! Oh noche, la hora de la poesía. Pues poesía es espera que mira en la media luz, poesía es abismo en presentimiento del crepúsculo, en espera en el umbral, es comunidad y soledad al mismo tiempo, es promiscuidad y angustia de la promiscuidad, libre de lascivia en la promiscuidad, tan libre de lascivia como el sueño de los rebaños que duermen y sin embargo angustia ante esa lascivia; oh, poesía es espera, aún no partida, pero continua despedida. En su rodilla sentía, casi imperceptible, el hombro del jovencito acurrucado, no veía el rostro, sólo le sentía hundido en la propia sombra; y mientras veía el enmarañado cabello negro en el que jugaba la luz de las velas, y recordaba aquella noche terrible, dichosamente desgraciada, cuando empujado por el destino -también en este caso amante y atormentado- había llegado a casa de Plocia Hieria para no hacer más que leer versos ante aquella persona acurrucada, esperando invernal, invernalmente indecisa… Había sido la Égloga de la maga, aquella égloga compuesta por deseo y encargo de Asinio Polión, que nunca le hubiera resultado tan bien, si el recuerdo de Plocia, si la nostalgia y la gozosa zozobra por la mujer no la hubieran presidido, y que sin embargo le había salido tan bien, sólo porque desde siempre había sabido que nunca le sería dado abandonar el umbral para entrar en la perfecta noche de la comunidad; ay, como desde siempre le había sido impuesta la voluntad de fuga, había debido leer la égloga, y el temor y la esperanza se habían cumplido: se había trocado en despedida. Y había sido la misma despedida que una vez más y más tarde y más grande iba a ser vivida por Eneas, cuando, obligado por el enigmático e insondable curso fatal de la poesía, zarpando con fugitivas naves hacia lo irrevocable, había abandonado a Dido, renunciando para siempre a dormir a su lado, a cazar con ella, para siempre separado de ella, que había sido para él la dulce sombra de la realidad, la dulce sombra del goce, por siempre jamás alejado de la nocturna cueva del amor entre las tempestades. Sí, Eneas y él, él y Eneas, habían huido en una partida real y no sólo en la constante despedida poética; habían huido de su interregno, como si no valiera para la realidad, aunque es también el del amor… ¿Adónde conducía esa huida? ¿De qué profundidad procedía ese miedo ante la orden maternal de Juno? Ay, el amor es ya caer bajo el espejo de la noche, es caer en el humus nocturno, donde el ensueño se torna eternidad, superando el umbral de sí mismo, es hundimiento hasta el fondo de lo informe, de lo inescrutable, constantemente dispuesto al acecho para irrumpir destructor como una tempestad; sólo los días cambian, sólo a través de los días corre el tiempo, y lo que se mueve en pleno día da el tiempo que el ojo ve; innoble, grande en cambio es el ojo de la noche, en cuya profundidad descansa el amor, el ojo que vacío y ardiente y fijo en el resplandor de las estrellas, inexorable e incesante, noche a noche, renueva en sí la eternidad terrenal sobre todos los tiempos…: creando y devorando mundos desde la más profunda profundidad de sus ojos, sin mirar nada más, sólo la enceguecedora profundidad relampagueante de la nada, acoge todos los ojos en sí, los ojos de los amantes, los ojos de los que se despiertan, los ojos de los moribundos, apagándose en el amor, apagándose en la muerte el ojo del hombre, apagándose, porque percibe la eternidad.

¡Fuga, oh fuga! ¡Progresiva configuración del día y descanso de las formas en la noche, todo vuelto al calmo acontecer sin tiempo! Poco a poco se cubrieron de costras las velas de los candelabros; giraban los mosquitos sin tregua con su zumbido ominosamente monótono e in-tangiblemente duro; sin tregua manaba el agua de la fuente en la pared y ese manar era como una parte de su fluir inefablemente sin tiempo, inmóvil, oceánico; inmóviles jugaban los amorcillos en el friso del muro, entumecidos en una superpaz, en una supercalma que apenas tenía ya figura y más bien participaba de la calma nocturna del más allá, rígidamente soplando dilatada sobre todo el mundo, inexorabilidad de Eones que, dando a luz sombra e impregnada de sombra, se erigía alrededor como cueva rodeada de aliento de las estaciones del sueño, silencio sin figura, sobrevolado por el silencio de los pájaros del trueno bajo las estrellas sin nubes. Pues lo que siempre descansa en la noche, bebiendo la paz, bebiéndose mutuamente, atravesado por el pulso de la sombra, sombreándose mutuamente, alma pegada a alma, esposo y esposa unidos, la joven oculta en los brazos del joven, el muchacho en el abrazo del amante, lo que siempre ocurre en la noche, es oscuro reflejo partícipe de su oscuridad aún mayor, es trasunto de sus relámpagos de oscura sacudida, es caída en el abismo de las tempestades, arrancada la cubierta del ensueño, y aunque llamemos a gritos a la madre para que nos proteja de la tempestad nocturna, ella está tan lejos y tan perdida en el recuerdo que sólo aquí y allá nos llega un golpe de lluvia de la niñez, ya sin consuelo ni protección, a lo sumo el hálito sin familiaridad de la patria desaparecida hace mucho tiempo, el hálito de calma que precede a la tempestad; sí, así era, y aunque la brisa nocturna viniera rozando tan tibia y suave, aunque pasara tan fresca por la ventana, aunque envolviera todo lo terreno en sus estaciones, soplando sobre el bosque de olivos y la mies y el viñedo y la playa del pescador como un único hálito de la noche, reuniendo en su ondulación las tierras y los mares, llevando y confundiendo en dulce mano de viento sus cosechas; y aunque el abanico de la dulce mano descendiera tan apacible, rozando las calles y las plazas, refrescando las caras, dispersando el humo, aplacando la canícula, aunque este vivo aliento, del que se llena la figura de la noche hasta su extrema superficie, creciera incluso por encima de ella, transformado en la cordillera temblorosa de cuevas, que reposa inaprensible, apenas ya exterior, en lo más profundo de su más propia intimidad, en el corazón y más hondo que el corazón, en el alma y más hondo que el alma, en nuestro más profundo yo hecho noche, aunque todo esto fuera y ocurriera, de nada valdría; de nada valía, era demasiado tarde, nada valía de nada; grávido de desventura sigue el sueño de los rebaños, implacable sigue el afán terrenal, inextinguible el fuego; el amor sigue entregado al relámpago atronador de la nada, y sobre la cueva de la noche se halla suspendida fuera del tiempo la tempestad.

¡Fuga, oh fuga! La madre sigue inevocable. Estamos huérfanos en el origen del rebaño, ningún nombre podemos evocar en el sueño, ninguno tiene valor en la oscuridad de la perfecta unión… Y tú, mi pequeño compañero nocturno, que te has unido a mí como un guía, ¿me serás evocable realmente todavía? ¿has sido enviado a mí por tu destino, por mi destino, para que te hable? ¿te sientes tú también amenazado por la eternidad? ¿está ella oculta también bajo tu noche… y por eso has venido a mí? Oh, apóyate en mí, mi pequeño hermano gemelo, oh, apóyate en mí; aparto mis ojos de la amenaza y los vuelvo hacia ti, esperando, esperando por última vez aún poder volver a casa del abandono, volver contigo a la oscura bóveda erigida en mí como un hogar que ya no conozco; oh, entra conmigo en esta familiaridad, que pulsa en mis venas como lo más extraño recuperado y en la que quisiera hacerte participar; tal vez hasta lo más ajeno no lo será ya para mí, tal vez yo mismo dejaré de serme ajeno; oh, apriétate a mí, mi pequeño hermano gemelo, apriétate a mí, y sí lamentas a la madre perdida, la niñez perdida, volverás a hallarla cerca de mí, porque te tomo en mi brazo y bajo mi protección. Otra vez, quedémonos en la flotante cueva de la noche, la última vez, espiemos juntos la noche y su flotar de sueño, el sin embargo de su interregno y de su dulce realidad… Tú no sabes todavía, mi hermano pequeño, porque eres joven, de qué profundísimo interior de nosotros mismos sube la esperanza nocturna, tan abarcante y tan íntegramente animada en su inexorabilidad, tan delicada y suave promesa de nostalgia en su sufrimiento, que necesitamos un larguísimo tiempo antes de oírla, antes de oírla a ella y a su miedo, alzándose alrededor de nosotros como una cordillera de ecos, pared de eco junto a pared de eco, como un paisaje desconocido y a pesar de ello como una llamada de nuestro propio corazón, sí, y sin embargo, sin embargo tan imperiosa como si quisiera hacer resplandecer de nuevo todo el resplandor de un pasado vivido hace mucho, a pesar de ello tan confiada, como si en ella estuviera encerrada toda la promesa de lo definitivo… Oh, hermano pequeño, yo lo he vivido, porque he llegado a anciano, más viejo que mis años, porque sentí en mí toda caducidad y toda descomposición; lo he vivido porque para mí llega el fin; ay, sólo con el deseo de la muerte llegamos a desear la vida y en mí late incesantemente, sin tregua, por lo que puedo recordar, el trabajo de zapa contra las articulaciones vitales de toda ansia de muerte; así lo sentí siempre, temor de la vida y temor de la muerte al mismo tiempo, en todas las muchas noches en cuyo umbral estuve, en las orillas de noches y más noches que han pasado rápidas ante mí, creciendo a su paso el conocimiento de ellas, el conocimiento de la separación, el conocimiento de la despedida, que comienza con el crepúsculo, y era muerte lo que ante mí fluía, me tocaba con su marea que subía, me enredaba, me rodeaba, viniendo de afuera y sin embargo nacido de mí, mi muerte: sólo el moribundo conoce la comunidad, conoce el amor, conoce el interregno; sólo en el crepúsculo y en la despedida conocemos el sueño, cuya más oscura comunidad carece de lascivia; conocemos que a nuestra partida no le seguirá jamás un retorno; conocemos el germen de la lascivia, que yace envuelto en el retorno y sólo en él; ay, mi pequeño compañero de noche, tú también lo conocerás alguna vez, también tú te encontrarás un día en el umbral de la orilla, a la orilla de tu interregno, a la orilla de la despedida y del crepúsculo, y también tu nave estará lista para la fuga, para esa fuga orgullosa que se llama despertar y de la que no hay retorno. ¡Sueño, oh sueño! Mientras poetizamos no nos ponemos en marcha, mientras persistimos en el interregno de nuestro día nocturno nos regalamos mutuamente toda la esperanza del sueño, toda la comunidad de la nostalgia, toda la esperanza del amor, y por eso, pequeño hermano mío, por esta esperanza, por esta nostalgia, no te alejes nunca más de mí; no quiero saber tu nombre, el que echa sombra, no te llamaré ni para la partida ni para el retorno, pero, sin llamarte ni poder hacerlo, quédate a mi lado, que el amor siga en la promesa de ser definitivo, quédate a mi lado en el crepúsculo, quédate a mi lado en la orilla del río que vamos a mirar sin entregarnos a él, lejos de su nacimiento, lejos de su desembocadura, inmunes a la tiniebla originaria cerrada en sí mismo del principio e inmunes al último corpúsculo de luz sin sombra de Apolo; oh, quédate a mi lado, protector y protegido, como quiero quedarme para siempre a tu lado, una vez más el amor: ¿me oyes? ¿oyes mi ruego? ¿puede mi ruego oírte todavía, oyéndose a sí mismo, escapado al destino, liberado del dolor?

Inmóvil estaba la noche, rígidas sus figuras en toda su visibilidad cercana y lejana, encerrada en este espacio, encerrada en espacios cada vez más amplios, extendida desde la inmediatez de lo asible a inmediatos cada vez más amplios, por encima de las montañas y los mares, desplegada en el continuo fluir hasta las inalcanzables bóvedas del sueño; pero este fluir, brotando del corazón, rompiendo en los límites de las bóvedas y volviendo a refluir en el corazón, acogía en sí onda de nostalgia tras onda de nostalgia, disolvía incluso la nostalgia de la nostalgia, detenía la cuna de estrellas de su origen, vibrante en el crepúsculo, maternal; y rodeada por los oscuros relámpagos de abajo, por los claros de arriba, separada en luz y tiniebla, en negrura y claridad, de doble color la nube, doble el origen, con bochorno de tormenta, sin sonido, sin espacio, sin tiempo oh abierta cueva de lo interior y lo exterior, oh tierra que tanto atrae!-, así se abría la noche, estallaba el sueño del ser; mudos habían sido barridos el crepúsculo y la poesía, barrido su reino, quebradas las paredes de ecos del sueño, y escarnecido por las mudas voces del recuerdo, cargado de culpa y perdida la esperanza, cubierto por las ondas, llevado por las ondas, se hundía la enorme variedad de la vida en la mera nada. Se había hecho demasiado tarde, ya sólo había huida; la nave estaba preparada, las anclas levadas; era demasiado tarde.

Todavía esperaba, esperaba que la noche se anunciara de nuevo, que le dijera al oído algo definitivo y confortante, que con su rocío despertara una vez más su nostalgia. Apenas podía llamarse ya esperanza, más bien esperanza de esperanza, apenas ya fuga ante el fin del tiempo, más bien huida de la huida. Ya no había ni tiempo ni nostalgia, ni esperanza para la vida para la muerte; ya no había noche. Apenas había ya una espera, a lo sumo impaciencia todavía, que esperaba impaciencia. Tenía las manos cruzadas y el pulgar de su izquierda rozaba la piedra del anillo. Como estaba sentado, sentía en la rodilla el calor del hombro juvenil, cercano pero sin apoyarse, y sintió el gran deseo de soltar los dedos entrecruzados de su creciente rigidez, para pasarlos leve, imperceptiblemente sobre los cabellos infantiles, enmarañados, oscuros como la noche, sobre los que miraba, para dejar deslizar por los dedos lo que brota en la noche, lo nocturnamente humano de la crepitante floración blanda de la noche, nocturnamente nostálgico de nostalgia; no hizo ningún otro movimiento, y finalmente, aunque le pesara interrumpir la rigidez de la espera, dijo:

–Es demasiado tarde.

El jovencito levantó lentamente hacia él el rostro, tan lleno de comprensión e interrogante, como si le hubiera sido leído algo cuya continuación fuera a seguir de inmediato, y obedeciendo a esta pregunta, su rostro dulcemente junto al rostro del jovencito, repitió muy quedamente:

–Es demasiado tarde.

¿Era espera todavía? ¿Estaba desengañado porque la noche ya no se movía, porque el joven no se movía y sólo la mirada del joven, gris, infantil, fija, interrogante ella misma, seguía clavada en él? La impaciencia, cuya aparición había deseado, irrumpió de improviso:

–Sí, es tarde… Vete a la fiesta.

De repente se sintió enormemente viejo; lo terrenal inmediato se anunciaba con la necesidad de sueño y de crepúsculo, con la nostalgia de poder hundirse en lo inconsciente y olvidar el ya jamás; se anunciaba con una debilidad en la barbilla e incluso con una sensación de tos tan molesta, que el deseo de quedar solo, sin ser observado, se hizo irresistible:

–Ve… Vete a la fiesta -logró decir aún roncamente, mientras su mano levantada, abierta hacia arriba, pero sólo insinuante y a creciente distancia, empujaba hacia la puerta con breves movimientos al jovencito que retrocedía vacilante.

–Vete… vete -suspiró una vez más su voz, ya sin aliento, y. cuando realmente se quedó solo, fue como si cayera un relámpago negro en su pecho: estalló en él la tos, mezclada con negra sangre, informe y espasmódica, estertor y estallido, robando los sentidos como una mano estranguladora al borde del abismo; y después le pareció un milagro no haber desaparecido en él por esta vez, el haber pasado una vez más de largo, el que una vez más pudiera percibir el murmurar de la fuente y el crepitar de las velas. Se había arrastrado -bien fatigosamente-desde el sillón hasta el lecho, se había dejado caer en él y se había quedado inmóvil.

Con las manos cruzadas de nuevo, volvió a sentir la piedra del anillo, sintió la alada figura de genios grabada en la cornalina de la joya, y esperó atisbando si se volvería hacia la muerte o hacia la vida. Pero poco a poco se fue sintiendo mejor… muy lentamente y muy fatigosamente y muy oprimido… Volvió la respiración, volvió el descanso, volvió el silencio.

Fuego -El descenso

Yacía y atisbaba. De cuando en cuando, aunque a intervalos cada vez mayores y sin nuevos vómitos de sangre, el acceso volvía y al principio hasta había creído que tendría que llamar al esclavo de la habitación vecina, para que trajera al médico; pero habría costado demasiado esfuerzo llamarle y la molestia del médico hubiera sido insoportable: quería estar solo… Nada era más urgente que estar solo, para recoger una y otra vez todo el ser en sí, para poder acechar; esto era lo más urgente. Recogiendo un poco las piernas, se había echado a un costado, su cabeza reposaba sobre la almohada, la cadera se hundía en el colchón, las rodillas estaban una encima de otra como dos seres extraños, y muy lejos estaban los tobillos, también los talones. ¡Cuán a menudo, oh, cuán a menudo había prestado así atención a los fenómenos del yacer! ¡Sí, casi daba vergüenza que no hubiera podido liberarse de esta costumbre infantil! Se acordaba exactamente de aquella noche para él tan memorable, en la que, a los ocho años, advirtió por primera vez que en el mero yacer había algo que observar: fue en Cremona durante el invierno; yacía en su dormitorio; la puerta que daba al tranquilo peristilo estaba rajada, cerraba mal, se movía un poco, y era inquietante; afuera el viento pasaba silbando sobre los bancales cubiertos para el invierno con paja, y de alguna parte, probablemente de la bamboleante linterna bajo la puerta cochera, llegaba acompasado como por un péndulo el débil reflejo de una luz deslizándose en el cuarto, llegaba una y otra vez, como un último eco de un infinito fluir, como un último eco de infinitos decursos del tiempo, como un último eco de un ojo infinitamente remoto, tan perdido, tan quebrado, tan amenazadoramente lejano, tan cargado de distancia, que era como una incitación a preguntar por la existencia o inexistencia de sí mismo… Y exactamente como entonces, si bien desde luego más consciente y claro por la repetición de todas las noches, exactamente como entonces preguntando por la existencia o inexistencia de su corporeidad, así exactamente sentía hoy también cada uno de los puntos por los que el lecho sostenía su cuerpo y exactamente como entonces eran crestas de oleaje, sobre las cuales pasaba su nave con leve cabeceo, mientras en medio se abrían valles marinos inmensamente profundos. Cierto, no se trataba de eso, y si ahora había querido estar solo, no había ocurrido en verdad para continuar observaciones infantiles, a las que sin más hubiera podido asistir el pequeño compañero nocturno; no, se trataba de algo más esencial y definitivo, de algo cuya realidad debía ser muy grande, tan grande que debía superar aun la de la poesía y su interregno; se trataba de algo que debía ser más real que la noche y el crepúsculo, y no sólo más real sino incluso más terrenal; se trataba de algo por lo que valía la pena reunir en sí todo el ser, y solamente resultaba maravilloso que lo infantil y accesorio se impusiera de tal modo, que siguiera como siempre con sus mil imágenes, que en la cadena del recuerdo a la que estamos aherrojados, los primeros eslabones debieran ser los más importantes, como si precisamente fueran la realidad más real. ¡Casi parecía imposible, más aún, casi parecía ilícito que nuestra realidad más real, la última accesible, se limitara a ser mera imagen del recuerdo! No obstante, la vida humana es bendecida en imagen y maldecida en imagen; sólo en imágenes puede comprenderse a sí misma; las imágenes son indesterrables, están en nosotros desde el comienzo del rebaño, son más antiguas y más poderosas que nuestro pensamiento, están fuera del tiempo, abarcan pasado y futuro, son doble recuerdo del ensueño y tienen más poder que nosotros: imagen era él, yacente, para sí mismo y, rumbo hacia la realidad más real, llevado por ondas invisibles, sumergiéndose en ellas, era la imagen de la nave su propia imagen; de la oscuridad viniendo, a la oscuridad llevando, hundiéndose en la oscuridad, él mismo era la inconmensurable nave, el único inconmensurable, y él era también la huida dirigida hacia este inconmensurable, él mismo la nave fugitiva, él mismo la meta, inconmensurable él mismo, inconmensurable, imborrablemente presente, infinito paisaje corporal el paisaje de su cuerpo, imagen poderosa y amplia del inframundo de la noche, de manera que, perdida la unidad de la humana nostalgia, perdida la unidad de la vida humana, hacía tiempo que no se creía capaz de ejercer el dominio de sí mismo, conocedor de todas las regiones y provincias separadas en que había debido dispersarse el yo uno y único, de extensión infinita, conocedor de todas las jerarquías demoníacas que habían asumido su vez de él, articulada en múltiples distritos; ay, eran los revueltos, desgarrados distritos del doloroso pulmón, eran los de la fiebre, la siniestra fiebre que sube en oleadas hasta la piel desde las más inquietantes, desde las más desconocidas profundidades candentes, y eran los distritos de los abismos de las entrañas, así como aquéllos aún más terribles de la sexualidad, unos y otros llenos de serpientes, infestados de serpientes, eran los distritos de los miembros en su desenfrenada existencia individual, y no en último lugar los de los dedos, y todos estos distritos demoníacos, algunos situados más cerca de él, otros más lejos, algunos más amistosos, otros más hostilmente dispuestos entre sí y contra él -más cercanos y más propios seguían siendo para él los sentidos, eran el ojo y el oído y sus adyacencias-, todos estos distritos de lo corporal y lo supracorporal, dura realidad de la pétrea armazón de los huesos, eran conocidas por él en toda su extrañeza, en su fragilidad caduca, en su lejanía, en su hostilidad, en su inconcebible infinidad, sensible y supra-sensiblemente, porque estaban todas juntas y él con ellas, como si esto fuera el mutuo conocimiento, incorporado en esa gran pleamar que alcanza por sobre todo lo humano y todo lo oceánico, en esa marea pesada de tiempos, avanzando y retrocediendo, lanzada en ambos sentidos, cuya resaca da siempre en la costa del corazón y lo hace latir incesantemente, realidad de la imagen e imagen de la realidad a un tiempo, tan profundas sus olas, que en su profundidad se reúne lo más separado, aún desunido y sin embargo unido para un futuro renacimiento; oh rompiente del conocimiento, saciada de gérmenes de todo consuelo y toda esperanza su marea eternamente ascendente; oh marea primaveral, cargada de noches, cargada de gérmenes, cargada de espacios; y en el saber de esta imagen de su yo, la más poderosa, supo de la victoria sobre lo demoníaco por una confianza en la realidad cuya imagen puebla lo indescriptible y a pesar de ello abraza ya la unidad de los mundos. Y es que las imágenes rebosan realidad, pues la realidad a su vez se representa sólo por realidad…; imágenes y más imágenes, realidades y más realidades, ninguna verdaderamente real mientras está sola, pero cada una aislada semejanza del último y más real incognoscible que es el conjunto de todas.