Y aunque en los muchos años transcurridos había perseguido cada vez más ávida y curiosamente la ruina y la fragilidad que sentía obrar en su cuerpo, aunque por esta maravillosa y maravillada curiosidad había aceptado con placer la desazón de la enfermedad y de los dolores, aunque constantemente -y haga el hombre lo que haga, se le torna semejanza más o menos precisa- había llevado en sí el deseo, el deseo rara vez consciente, pero siempre impaciente, de que su unidad corporal, que cada vez más había llegado a ser para él una unidad aparente, se disolviera por fin, cuanto antes mejor, para que ocurriera lo extraordinario, para que la disolución se convirtiera en redención, en una nueva unidad, en sentido definitivo, y todo esto le había acompañado y perseguido desde su más temprana juventud, por lo menos desde aquella noche en Cremona, probablemente sin embargo ya desde la infancia en Andes -ya fuera primero como miedo infantil, juguetón y ligero o fuera violento terror que extinguía la memoria, irrecordables hoy uno y otro-, pues bien, tampoco le había abandonado nunca la pregunta por el significado de tal suceder; este problema había estado presente todas las noches en su acecho, tanteo, presentimiento, y justamente como una vez el niño de Andes, el de Cremona había estado tendido en su lecho, apretando una rodilla contra la otra, sumergido su espíritu en la avanzada de los sueños, sumergido espíritu y cuerpo en la nave de su ser, desplegado sobre las amplias superficies de la tierra, él mismo montaña, él campo, él tierra, él la nave, él mismo el océano, atisbando en la noche de lo interior y lo exterior, intuyendo desde siempre que este atisbar apuntaba ya a una plenitud del conocimiento que exigía el transcurso de toda su vida, así exactamente le ocurría de nuevo, le ocurría aquí y ahora, le ocurría hoy; le ocurría lo que desde siempre, cada vez más y más claro, había ocurrido de nuevo una y otra vez, hacía lo que había hecho durante toda una vida; pero ahora sabía la respuesta: atisbaba la muerte.

¿Podía ser de otro modo? Erguido es el hombre, él sólo, pero se tumba a descansar para el sueño, el amor, la muerte… también en esta triple propiedad de su yacer se distingue de todos los otros seres. Recta, destinada al crecimiento, el alma del hombre alcanza desde los oscuros abismos de sus raíces en el humus del ser hasta el círculo de las estrellas inundado de sol, elevando su oscuro origen volcánico, hijo de Poseidón, humillando la transparencia de su apolíneo destino, y cuanto más se torna forma traspasada de luz por su vertical crecer, cuanto más se sombrea en forma, ramificándose y desarrollándose como un árbol, tanto más capaz se vuelve de unir en la fronda umbría de sus ramas lo oscuro con lo luminoso; mas cuando se ha tendido para el sueño, para el amor, para la muerte, cuando ella misma se ha vuelto paisaje desplegado, entonces ya no es su cometido fundir lo contrario, pues durmiendo, amando, muriendo, cierra los ojos, para dejar de ser buena o mala y convertirse ya sólo en un único infinito atisbar: alma infinitamente desplegada, infinitamente encerrada en el anillo de las edades, infinita en su descanso y por consiguiente dispensada de cualquier crecimiento; sin crecimiento como el paisaje que es, alcanza con éste a través de todos los tiempos como dominio de Saturno inmutado e inmutable, alcanza desde la edad de oro hasta la edad de bronce, y aún más allá hasta el retorno de la de oro, y por su inserción en el paisaje, por su encarcelamiento en lo terreno y en los campos terrenales, cuya superficie separa las esferas de la luz del cielo y de la oscuridad de la tierra, es del mismo modo límite que separa las esferas y las une entre las regiones superiores e inferiores, como Jano perteneciente siempre a ambas, a las de las estrellas suspendidas y a las de la gravedad de la piedra, a las del éter y a las del fuego del inframundo, como Jano infinito de dos direcciones, como Jano el alma infinitamente extendida en descanso crepuscular, de manera que para su conocimiento que atisba el arriba y el abajo, pueden ser zonas de igual significado, sin que lleguen a unirse; en cambio sin significado, indigno de todo acecho y exploración, será para ella el acontecer como tal, porque ella no lo siente ni como crecimiento ni como marchitamiento o agotamiento, ni como felicidad ni como carga, sino como constante retorno, como el constante retorno dentro de su propio ser, como el retorno del curso universal de Saturno, donde los paisajes del alma y de la tierra se extienden infinitamente, sin que puedan distinguirse en su inspirar y espirar, en su germinar y madurar, en sus cosechas y sequías, en su desaparecer y su resurgir, en las estaciones de su carencia de confines, entretejidos en el eterno retorno, rodeados por el anillo de lo eternamente igual y por eso en descanso tendidos para el sueño, para el amor, para la muerte…; un atisbar del paisaje y del alma, saturniano escucharse del morir dispensado de morir, oro y bronce al mismo tiempo.

Escuchaba atentamente a la muerte; no podía ser de otro modo. La conciencia de este hecho real había caído sobre él sin espanto, a lo sumo con aquella extraordinaria claridad que generalmente acompaña la subida de la fiebre. Y ahora, yaciendo en la oscuridad, atento en la oscuridad, comprendía su vida y comprendía hasta qué punto había sido un continuo acechar al despliegue de la muerte, desplazada la conciencia, desplazado el germen de la muerte, que toda vida lleva desde el principio y la constituye, doble y triple desarrollo, procediendo uno del otro y desarrollándose en él, cada uno imagen del precedente y así precisamente realizándolo… ¿No era ésta la fuerza soñadora de todas las imágenes y justamente de aquéllas que pueden determinar una vida? ¿No era así también con la imagen de la cueva de la noche de los mundos, que, maravillosa y terriblemente sin tiempo, cargada de estrellas y prometiendo eternidad, extiende la muerte sobre todo el ser? Porque lo que una vez, en la adolescencia, había sido representación infantil y niña de la muerte, se había desarrollado en la gran imagen de la cueva, y la construcción de la cripta en el golfo napolitano, cerca de la gruta de Posilippo, había sido por tanto algo más que una mera repetición y plasmación de la vieja idea infantil; no, esa obra expresaba simbólicamente la bóveda universal de la muerte, tal vez también infantil por esa terrenal miniaturización, pero semejanza del espacio de la muerte poderosa y universal, en el que él, conociendo desde siempre la meta y a pesar de ello buscándola, él, buscador de sendas bajo las bóvedas de la muerte, había pasado toda una vida soñando despierto. Era la potencia universal de esta meta que todo lo abarca, lo que le había hecho perseguir larga, demasiado largamente cuál era su propia condición; era esta meta siempre conocida y a pesar de ello nunca consciente; insatisfecho de cualquier carrera, las había malogrado todas y no había perseverado en la profesión de médico, ni en la de astrónomo, ni en la de sabio y maestro de filosofía ni había logrado tranquilidad en ellas: ante sus ojos había tenido siempre la exigente, la irrealizable imagen del conocimiento, la seria imagen del conocimiento de la muerte, y ninguna profesión podía hacer justicia a esa imagen, pues no hay ninguna que no esté exclusivamente sometida al conocimiento de la vida, ninguna con excepción de aquella única a la que se había visto abocado finalmente y que se llama poesía, la más extraña de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte. Sólo aquel que vive en el interregno de la despedida – oh, estaba ya tras él y no había retorno-, sólo aquel que persiste a la orilla del río, lejos de la fuente, lejos de la desembocadura en el crepúsculo, sólo él presiente la muerte, sólo él se halla preso de la muerte y, sirviendo a la muerte, se asemeja al sacerdote que por su oficio, por su oficio de sacerdote superior a la profesión personal, intermediario entre arriba y abajo, está obligado al servicio de la muerte y con ello se ve también destinado a un interregno de la despedida. Sí, siempre sacerdotalmente había imaginado el cometido del cantor, tal vez por la rara consagración de muerte que habita íntimamente en el extasiado fervor de toda obra de arte, y aunque hasta entonces sólo rara vez había osado confesárselo a sí mismo -tal vez en algún momento incluso se había negado a hacerlo, exactamente como no había osado en sus primeros poemas acercarse a la muerte, y más bien se había esforzado en defenderse, con la fuerza amable y amante de un profundo amor por el ser, contra la amenaza en ciernes, pero ya presente-, había debido desistir cada vez más de esa resistencia: el poder poético de la muerte se había revelado muy pronto como el más fuerte, conquistándose paso a paso un derecho de ciudadanía, que luego en la Eneida se había tornado pleno derecho de dominación, siguiendo el sentido de los dioses: la dominación fragorosa, sangrienta, amenazadora, inmutable del destino, la señoría de la muerte que todo lo supera, que por eso mismo se supera a sí misma y se aniquila a sí misma. Pues de muerte está impregnada toda simultaneidad; toda simultaneidad de la vida y de la poesía se halla conservada para la eternidad en su aniquilamiento total; la muerte está repleta del día y de la noche, juntos en la nube claroscura del crepúsculo; oh, la muerte está repleta de toda la multiplicidad que ha salido de la unidad, para volver de nuevo a la unidad en ella; está repleta de la sabiduría de rebaño del principio y del conocimiento individualizador del fin, ambos reunidos en un único segundo del ser, en ese segundo que ya es el del no-ser, pues la muerte se halla en incesante interacción con el decurso del ser, y sin tregua se transforma en unidad de la memoria el curso de las edades que en ella desemboca, recibido por ella y vuelto de retorno hacia el origen, a la memoria de mundos y más mundos, a la memoria del dios: sólo quien asume la muerte, puede cerrar el círculo en lo terreno; sólo a quien busca el ojo de la muerte, no se le rompe el propio, cuando debe mirar la nada frente a frente; sólo aquel que acecha el paso furtivo de la muerte, no necesita huir, puede quedarse, pues su recuerdo se vuelve profundidad de lo simultáneo, y el que se sumerge en el recuerdo, percibe el rumor de arpas del instante en que lo terrenal debe abrirse al infinito desconocido, abierto al renacimiento y a la resurrección de infinito recuerdo… Paisaje de la niñez, paisaje de la vida, paisaje de la muerte, son uno solo en su inmutable simultaneidad, presintiendo más arriba el paisaje de los dioses, el paisaje del principio y del fin originarios, inmutablemente unido por el arco tendido sobre él, empañado con los siete colores de la lluvia, oh la campiña de los padres. Muchas cosas se hacen para recordar y se revelan al final sin embargo como una escucha de la muerte, y muchas cosas que quieren hacerse por la muerte, son mero recuerdo, temeroso recuerdo nostálgico, angustiosamente guardado para que jamás se pierda. Este y no otro era también el sentido de la cripta rodeada de mar, sombreada de primavera, verde de frondas cerca de la caverna de Posilippo, lugar de la muerte construido casi por juego, lleno del recuerdo, de recuerdos de infancia, que él, sin reflexionar sobre ello, había construido dentro de esta alegría de jardines, de manera que todo lo que sus ojos de niño habían visto en el cortijo paterno de Andes, volvía a hallarse ahora aquí a escala menor y sólo un poco cambiado, como el camino de acceso a la granja, ahora convertido en camino principal a través del jardín, dotado de la misma doble curva, orlado a la izquierda por los mismos laureles, conduciendo a la derecha a la colina de sus juegos infantiles, aunque esta colina aquí estuviera coronada solamente por algunos cipreses en lugar del antiguo bosquecillo de olivos, mientras detrás de la casa se elevaban los olmos, poderosos y tranquilos aquí como allá, aquí como allá llenos del gorjeo de pájaros, entonces como hoy protección de la soledad y la paz, y como antaño, de niño, habría podido deslizar la mano sobre los setos, tan claramente se podía soñar todo de nuevo, tan claramente y para todas las edades había sido soñado todo eso hacia delante, soñado para la muerte y el morir, para la meta de todo acecho ensoñador desde los días de la infancia, para la meta y la fuente de su recuerdo, claro, imperdible, ansioso de conocimiento, aunque la imagen de la cripta representaba solamente una pequeña, una diminuta sección de la memoria en la corriente del pasado, una isla realmente asible, casi emergida por azar en su pequeña accesibilidad, evanescente y casi digna de olvido frente a la rumorosa anchura de la marea que se volcaba en su incesante escucha; sin cesar le llegaba algo no perdido, amplio como el recuerdo y ancho como el oleaje, incesante y suave y grande rodaba hacia él ola tras ola de lo visto alguna vez, resplandeciente en un acorde de arpas, reminiscencia indescriptiblemente perdurable, sostenida -oh amable prisión de la juventud, protegida y presta a la liberación-, y era como si todos los arroyos y estanques del entonces se vertieran en esta corriente del recuerdo, manando entre las perfumadas praderas, manando entre las orillas reverdecidas por temblorosas cañas, amables imágenes sin fin, como un ramo de lirios y alhelíes, amapolas, narcisos y dientes de león recogidos por mano de niño, la imagen de la infancia en paisaje eternamente recorrido, eternamente inventado, la imagen de campos paternos, que había tenido que buscar siempre, en todas partes a donde fuera empujado, imagen de su paisaje vital único e irrenunciable, imagen indescriptible, inefable a pesar de tan grande claridad, previsión, luz, transparencia, a pesar de esta claridad nunca declinante, rica en colores, con que la acompañaba, tan indescriptible que, en cuanto se ponía a describirla, resonaba sólo en lo no dicho, sólo donde ya nunca alcanza la palabra, donde supera los propios límites terrenos y mortales y penetra en lo inefable, abandona la expresión de la palabra y -ya sólo cantándose a sí misma en la estructura de los versos-abre entre las palabras el abismo de segundos que atenaza, que corta la respiración para, presintiendo la muerte y rodeando la vida con esta muda profundidad, enmudecida ella misma, mostrar la gran totalidad, la fluida simultaneidad en que descansa lo eterno: oh meta de toda poesía, despertar de la palabra,.cuando se eleva por encima de toda comunicación y toda descripción, oh momentos del lenguaje, en que él mismo se sumerge en lo simultáneo, de modo que permanece indeciso si el recuerdo brota del lenguaje o el lenguaje del recuerdo… Oh, en estos instantes era cuando había comenzado a florecer el paisaje de la infancia, dejándose atrás a sí mismo, creciendo más allá de sí mismo y de todo recuerdo, sobre todo principio y todo fin, transformado en disposiciones pastoriles simplemente campestres de una edad de oro, transformado en paisaje del surgimiento latino, transformado en realidad de dioses que pasan sirviendo y dominando; cierto, todavía no comienzo primigenio, orden primigenio, primigenia realidad; pero sí un símbolo cierto, aún no la voz que debe resonar desde lo más desconocido, lo más inexpresablemente extraordinario, lo inexorablemente supradivino, pero sí su símbolo, y también el presentimiento como un eco, de su ser, y casi su certidumbre: símbolo que es realidad, realidad que se torna símbolo a la vista de la muerte. Era la claridad de los instantes sin muerte, los instantes de la vida sin más, vivamente liberados del crepúsculo, y eran aquellos en que la verdadera figura de la muerte se manifiesta de la forma más pura: rarísimos instantes de la gracia, rarísimos instantes de la libertad perfecta, desconocidos para los más, ambicionados por algunos, alcanzados por muy pocos…; pero aquél entre esos pocos a quien le es dado retener ese instante, aquél a quien le ha sido concedido asir la huidiza fugacidad de la figura de la muerte, aquél que logra darle figura en incesante atisbar y buscar, habrá hallado con su autenticidad también la de su propia figura, habrá plasmado también su propia muerte y con ello su propia figura y estará protegido de la recaída en el humus de lo informe. Con sus siete colores y divinamente apacible, ve tensarse el arco iris de la infancia sobre el ser, día tras día de nuevo ante sus ojos, día tras día creado de nuevo, creación común del hombre y del dios, creación por la fuerza de la palabra que sabe de la muerte: ¿no había sido ésta la esperanza por la que había tenido que soportar la tortura de una vida azuzada, sin gozar nunca de una dicha pacífica? Volvía la mirada hacia esta vida de renuncia y de privación hasta el día de hoy, esta vida que no tuvo obstáculos para la muerte, pero que estuvo llena de obstáculos para la comunidad y el amor; volvía la mirada hacia esta vida del adiós, tras él ya en la luz crepuscular de las corrientes, en la luz crepuscular de la poesía, y, con más claridad que nunca, hoy sabía que lo había aceptado por aquella esperanza; tal vez él era digno de desprecio y mofa, porque un despliegue tan grande de vida no había logrado cumplir hasta ahora ninguna esperanza, porque la tarea que había querido resolver había sido excesiva para sus débiles fuerzas y, tal vez, porque los recursos del arte poético no eran los adecuados, sólo que ahora sabía también que eso no cuenta, más aún, que la justificación o la no-justificación de una tarea nada tiene que ver con su resolución terrenal, que era indiferente si sus propias fuerzas alcanzaban o no, si podía nacer algún otro hombre con mejores fuerzas, o si podía hallarse alguna vez un campo mejor de resolución que el representado por la poesía; todo esto era intrascendente, porque la elección no había sido suya: cierto, día tras día, incontables veces cada día, había resuelto y obrado por libre elección, o había creído que eran libres decisiones; pero la gran línea de su vida no había sido elección propia por libre voluntad, había tenido que hacerlo, un tener-que dispuesto en el conjunto de la salvación y perdición del ser, un tener-que impuesto por el destino y a pesar de ello libre de imposición, ordenándole buscar la propia figura en la de la muerte, y conseguir así la libertad del alma; pues la libertad se impone al alma, cuya salvación y perdición están siempre en juego; y él se había sometido a la imposición, obediente al cometido de su destino.

Se enderezó un poco sobre la almohada, para aliviar el pecho dolorido, muy prudentemente, para que no se desordenaran los dilatados paisajes de su yo que parecían garantizarle claridad y no se fueran, por ejemplo, a confundir entre sí, como ocurre en el hombre erguido, y tentó en derredor buscando el cofre del manuscrito, cuya tapa de rudo cuero rozaron sus dedos casi tiernamente: ardiente y excitante era la sensación del trabajo, la sensación imperiosa del descubridor, despierta en él la gran sensación peregrinante de la creación, y si al mismo tiempo no hubiera brotado también la gran angustia del peregrino, la cruel angustia del que ha perdido la senda, que vaga en la espesa noche, esta angustia extrañamente hondísima que acompaña todo crear, el hervor cálido y feliz de su pecho hubiera superado hasta la disposición a la muerte de los dolores premonitores, tal vez hubiera, incluso, aliviado su dificultad de respirar, hubiera hecho olvidar el ardor y el hielo de la fiebre, y nada ya le hubiera podido impedir ponerse de inmediato al trabajo, dispuesto a comenzar de nuevo, consciente de un cometido que debía cumplir hasta el último aliento y que sólo con el último aliento debía traerle la verdadera consumación. No, nada podía retenerle frente a su obra, nada podía impedírselo, y todo se lo impedía, tanto que la conclusión de la Eneida se había detenido por completo desde hacía meses y no le había quedado más remedio que la huida y de nuevo la huida. Y no tenían la culpa de ello ni la enfermedad ni los dolores, habituales desde hacía tiempo, dominados desde hacía tiempo, sino la intranquilidad ineludible, inexplicable, esta angustiada sensación de hallarse perdido y sin salida, de este presentimiento que sabía claramente de la perdición constantemente amenazante, prepotente y siempre presente, de esencia irreconocible, de origen indefinible, indefinible si acechaba al interior o al exterior. Respirando con mucha precaución, escuchaba inmóvil en la oscuridad. Las velas del candelabro se apagaron una tras otra, sólo persistía la luz pequeña y paciente de la lámpara de aceite junto al lecho, a veces oscilando suavemente a derecha e izquierda al soplo del viento, con un suave sonido de su cadena de plata y el reflejo en la pared como de un péndulo de sombras de tela de araña, leves como mariposas, y mientras afuera la barbarie de las calles se disolvía poco a poco, y el confuso, indistinto rumorear se disgregaba en toda suerte de relinchos, de bramidos, de graznidos y el estrépito de la fiesta se distinguía con un murmullo más claro y profundo, salpicando el cuadro de los ruidos, ya calidoscópico, se tomó claro, significativo, parecido al rumor de un bajo profundo, el paso uniforme de tropas en marcha, indicando que una parte de la guardia volvía a sus cuarteles; luego se hizo silencio, si bien en una calma que pronto comenzó a animarse, zumbando extrañamente, incluso ella misma toda vibración, porque de improviso desde lejos, desde todas partes -¿llegaba de los campos frente la ciudad o de los campos de Andes?– se oyó el cantar de los grillos, el tono de miríadas de las miríadas de creaturas, infinitas en la quietud que se extendía sobre lo infinito. Quietamente, poco a poco palideció entonces también el rojizo reflejo de la luminosa fiesta de las calles, negro se tomó el techo de la habitación, negra hasta la clara mancha sobre la lámpara que ya sólo era una señal pendular suavemente oscilante de un lado a otro, y las estrellas ante la ventana resaltaban sobre un fondo de negrura. ¿Era esto lo intranquilizador cuyo origen buscaba? ¿Por qué era intranquilizador, si el cesar del vil, desesperado clamoreo hubiera podido representar por el contrario una pacificación general? No, había quedado la perdición, y ahora lo reconocía, o tuvo que reconocerlo: era la desventura del alma encarcelada, para la que, una y otra vez, cada liberación es un nuevo cautiverio.

Miró fijamente hacia la ventana, y la noche circuló en su enorme espacio, girada la cúpula por Atlas, descansando sobre los hombros del gigante y sembrada de brillantes estrellas la enorme cueva de la noche, que nada suelta; espió los rumores de la noche, y, febricitante, tendido para que bajo su colcha helara e hirviera, se le presentaron con rigurosa simultaneidad como percepciones de su extrema lucidez, las imágenes, los rumores, los perfumes del ahora junto con todos los de cada antaño vivido y vivible, en el doble recuerdo del atrás y del adelante, tan túrgidos por la irrecusable e inexplicable lobreguez, tan inasibles en su huida, tan ocultos en el misterio a pesar de su desnudez, que él, azuzado y paralizado al mismo tiempo, se vio precipitado de nuevo en lo caótico, en la espesura de todas las voces aisladas… Lo informe de que había creído escapar, había caído de nuevo sobre él, no como lo indistinguible del comienzo del rebaño, sino muy inmediato, más aún, casi tangible, como el caos de una individualización y una disolución que no podía reunirse en una unidad ni con el acecho ni con la rigidez; el caos demoníaco de cada voz aislada, de cada conocimiento, de cada cosa, indiferentemente si pertenecen al presente o al pasado o al futuro, este caos le asaltaba ahora, a este caos estaba entregado, sí, él había sido desde que el estrépito tumultuosamente indistinguible de la calle hubiera comenzado a transformarse en una espesura de voces individuales. Así era. Oh, cada uno de nosotros se halla rodeado por la maleza de las voces, cada uno vaga durante toda su vida por ella, camina y camina, y sin embargo no puede abandonar el lugar embrujado en la impenetrabilidad de la selva de voces, se halla enredado en los brotes de la noche, enredado en las raíces del bosque, que arrancan más allá de todo tiempo y todo espacio; oh, cada uno está amenazado por las voces indomables y sus tentáculos, por el ramaje de las voces, por las voces de rama que enredándose entre ellas le enredan, que crecen disparadas, cada una por su lado, y volviendo a retorcerse unas en otras, demoníacas en su individualización, voces de segundos, voces de años, voces de Eones, que se entrelazan en la malla del mundo, en la malla de las edades, incomprensibles e impenetrables en su rugiente mudez, húmedas por el gemido del dolor y broncas por el gozo salvaje de todo un mundo; oh, nadie escapa al fragor primitivo, a nadie le es ahorrado, porque cada uno, sabiéndolo o no, es él mismo nada más que una de las voces, él mismo pertenece a ellas y a su indisoluble-indivisible, impenetrable amenaza… ¿Cómo cabría albergar una esperanza todavía? El perdido está encarcelado sin salvación en la espesura; no cabe abrir brechas ni claros, y si quisiera extender su esperanza más allá, enviarla más allá, al infinito inmenso, donde la unidad, el orden, el conocimiento total del conjunto de las voces puede ser presentido, el gran acorde lleno de presentimientos, cerrando las voces, disolviendo las voces, el eco que trae de últimos espacios el acorde de la unidad de los mundos, del orden de los mundos, del conocimiento del universo, la última solución en un eco del cometido del universo, entonces esa esperanza del mortal sería desmedida y abominación para los dioses: se quebraría contra las paredes de la inaudibilidad, se perdería en la espesura de las voces, en la espesura del conocimiento, en la espesura de las edades, se perdería en un suspiro moribundo: inalcanzable es la fuente de las voces al comienzo de las edades; yace debajo de todas las profundidades de las raíces, yace debajo de todas las voces, yace debajo de todo el silencio, impenetrable el pozo de raíces de los bosques, donde se guarda el plano astral de la unidad de los órdenes y del lenguaje, impenetrable el símbolo de todos los símbolos, porque infinita y más que infinita es la multiplicidad de las direcciones en el espacio más que infinito, infinito es el número de las individualizaciones, infinito es el número de los caminos y de sus encrucijadas; y aun los múltiples espacios del lenguaje y del recuerdo, aun su riqueza en direcciones y su propia infinitud abismal son sólo un reflejo muy débil, muy escaso, tejido en las imágenes terrenalmente minúsculas de lo que no puede ser abarcado por ninguna mente, de lo que guarda en su aliento todo el espacio de las esferas y por cualquier punto de las esferas, aun mínimo, es guardado, inspirándose y espirándose a sí mismo, irradiándose e irradiado en sí mismo, reflejo de una adherencia de símbolo casi inexpresable, poco menos que inmemorial, poco menos que de una salvación del conocimiento tan llena de simbolismo que es casi inexpresable, casi irrecordable, casi indecible; sobrepasa con sus rayos cualquier curso de las edades y transforma cada fracción de segundo en eternidad: ¡encrucijada de todas las rutas, inamoviblemente eterna, inamoviblemente lejana! Ya el primer paso, el primero de todos, que se realizara en cualquier dirección de la espesura de sendas, exigiría para su realización, por rápida que fuera, toda una vida y más que toda una vida; ¡haría falta una vida sin fin para retener un solo pobre segundo del recuerdo, una vida sin fin para arrojar una sola mirada de un segundo a la profundidad del abismo del idioma! Acechando esta profundidad del lenguaje, había esperado poder escuchar la muerte, había esperado atrapar un conocimiento, siquiera el breve presentimiento de una introducción a ese saber límite que sería ya conocimiento fuera del conocimiento terreno; y sin embargo hasta la esperanza era ya temeridad frente a lo inaprensible, que ascendía impetuoso de las paredes de eco del abismo, un centellear que apenas era ya centelleo, apenas ya el recuerdo de un centelleo, apenas el eco de un recuerdo ya, hálito evanescente, tan invisible que ni siquiera la música había conseguido retener tal invisibilidad, cuánto menos expresaba como presentimiento del inasible infinito; no, nada terreno puede romper la espesura, ningún medio terrenal basta para cumplir el eterno cometido de descubrir y anunciar el orden, de penetrar hasta el conocimiento más allá de todo el conocimiento; no, esto se encuentra reservado a potencias supraterrenas y a medios supraterrenos, a una fuerza de expresión que deja muy atrás cualquier expresión terrena, a un lenguaje que debiera estar más allá de la maleza de las voces y de todo idioma terreno, a un lenguaje que fuera más que música, a un lenguaje que permitiera al ojo, en un latido y rápido como él, percibir la unidad cognitiva del ser; realmente una nueva lengua supraterrena, aún no hallada, hacía falta para llevar a cabo esta tarea, ¡y era presunción atreverse a ella con pobres versos, esfuerzo infructuoso e infame presunción! Ay, le había sido concedido ver la eterna tarea, la tarea de la salvación del alma; le había sido concedido arrimar su azada, y no había notado que había empleado en ello toda su vida, gastado la vida, despilfarrado los años, perdido el tiempo, no tanto porque había fracasado y se había demostrado incapaz, incapaz de desenterrar una sola raicilla, sino porque la mera decisión de arrimar la azada agotaría una vida infinita, más aún porque la muerte aventaja a cualquier alma y nada hay que la pueda alcanzar, ni vale de nada espiar el lenguaje o avanzar desde el recuerdo con el presentimiento: muerte prepotente, prepotente espesura, que nada es capaz de abrir y sin piedad encarcela al extraviado, desamparado el extraviado, él mismo solamente una voz desamparada en la maraña de las individualizaciones. ¡¿Cómo podía haber esperanza todavía?! el acontecer humano, en cualquier forma y en cualquier lugar que ocurriera, ¿no se revelaba allí irrecusablemente como emanación de la angustia de las criaturas, como un acontecer obsesivo de la angustia, de cuya cárcel crepuscular no existe ya ni escapatoria ni evasión, porque es la angustia de la criatura extraviada en la espesura? Más profundamente que nunca se había dado cuenta de esta angustia; mejor que nunca comprendía el ansia inacallable del alma extraviada por una superación del tiempo que eliminara la muerte; mejor que nunca comprendía la inextinguible esperanza de las masas de creaturas; entendía lo que allá abajo deseaban voces y más voces, también ellas, con su griterío salvajemente desesperado, las entendía cuando se aferraban inquebrantables e indomables a su fervor, a su fervor de plebe, gritando fuera de sí, gritando hacia dentro de sí que podía, que debía haber en el matorral una voz distinta, más fuerte, extraordinaria, una voz de caudillo, a la que bastaría que se unieran para poderse abrir todavía una senda terrena en la maraña de su existencia, llevadas por el esplendor de esa voz, por el esplendor del júbilo, del delirio, de la noche, de la semejanza divina del César, en el asalto salvaje del último respiro, bramando de poder como toros; y reconociendo esto, vio, entendió, comprendió mejor que nunca que su propia aspiración se distinguía de esta ruda pero más honesta voluntad de violación del rebaño enloquecido en la forma y en el envanecimiento, pero no en el sentido y el contenido; comprendió que él solamente había ocultado la simple angustia de criatura, que le tenía prisionero exactamente con la misma fuerza, disfrazada de nostalgia por la unidad omnicomprensiva del orden, disfrazada de un vano, y por eso mismo doblemente hipócrita, acecho y preacecho; comprendió que él simplemente había impelido al borde de lo terreno la esperanza de la voz precursora, extraordinaria, del caudillo, esta esperanza del pueblo, la más terrena, que era también la suya, se había hecho la ilusión de que alguna vez vendría sobre él desde ese lugar y luego todo se tornaría supra-terreno, fantasma de su soberbia, preso en lo terrenal y víctima de la fugacidad de todo lo terrenal; oh, ahora reconocía mejor que nunca la inutilidad de los intentos de evasión de la masa animal y de sus estampidas aterradas, cuyos asaltos en desbandada, rugiendo de esperanza, sumiéndose en el desengaño, debían desembocar cada vez en la fría luz sin sombra de la nada, perdidos en el tiempo y sin poder huir del tiempo, y reconocía que le correspondía la misma suerte, igualmente ineludible, igualmente inexorable, la caída en la rigidez de una nada que no elimina la muerte, sino que es ella misma la muerte. Oh, su vida estaba descarriada y fracasada, pues el camino que había llevado había carecido por anticipado de salida, cargado con el conocimiento de la falsa dirección, cargado con el conocimiento de su error, por anticipado un vagar y tantear y medio ver en la espesura, una vida de la falsa renuncia y de la falsa despedida, cargada con el miedo por el ineluctable desengaño que él, por eso mismo, había empujado al borde de la vida y de lo terrenal, como lo había hecho con la esperanza. ¿Había alcanzado al fin ese borde, ahora, cuando nada quedaba sino la desilusión, cuando nada había quedado más que el frío espanto, paralizante y sobrecogedor, inconfesado tal vez, el espanto de morir, pero también y quizá aún más fuerte el espanto del desengaño? Nada había quedado más que la rigidez, que pesaba sobre él como un misterioso castigo determinado por los astros, castigando un pecado que provenía de lo irrecuperable, anterior al destino, un pecado que él no había cometido y que era temeridad antes de que pudiera ser cometido, un pecado eternamente no cometido, eternamente presente tras él, eternamente oponiéndose a la eterna misión de conocer, eternamente impuesto para que no viera su misión, para que no la viera cumplida, pecado y castigo del silencio para siempre, petrificado el tiempo, petrificado el lenguaje, petrificado el recuerdo, el acecho crepuscular petrificado en la nada, en el baldío de la muerte; qué abandonado en esa rigidez yacía allí su cuerpo, doliente y envejecido de cansancio, extendido y saturnalmente iluminadas las zonas de su yo, que se tornaban más y más transparentes, esfumándose más y más, cada vez más desiertas, abandonadas hasta por los demonios, y sin movimiento como si fueran ventanas cegadas: nada más había quedado, nada podía recordarse aún, porque todo lo que una vez le había parecido ganancia de la vida, lo que una vez fuera eterno y un deber recordarlo, había envejecido antes que él, aún más rápido que él, se le había escapado y habíase hundido en lo apenas creado, en lo apenas vivido, y habían envejecido y se habían marchitado y habían perecido las imágenes del paisaje de su vida antaño tan claras, tan luminosas y brillantes; habían perecido y caído los versos que había entrelazado en su derredor; todo había sido soplado lejos como parda hojarasca, olvidado ya, ya sólo sabido, aventado por la estación, agotado por la estación, un crujir olvidado; mucho, oh, mucho había sucedido, pasado antiguo, pasado reciente, había sucedido en mil formas y en millones de individualizaciones, pero nunca jamás había llegado hasta él, nunca pudo convertirse en conjunto, cerrado el círculo de la memoria; nunca llegaría hasta él; ya en la vivencia había sido rechazado como no-vivencia y siguió sin realizarse, del mismo modo como el cumplimiento de su infinita misión concluía atascado en lo no realizado, detenido ya en su primer paso, como este paso, aunque ya durara toda una vida, seguía estando, y ya por anticipado, sin realizar, persistiendo en una parálisis insuperable, estremecedora, para la que ya no había ni un adelante ni un atrás, de modo que al primer paso incumplido no podía seguir ya un segundo, porque la distancia entre cada segundo de vida había crecido hasta convertirse en un espacio vacío inconmensurable, insalvable, y desde aquí no hay continuación ninguna, ni rápida ni lenta, porque simplemente nada se deja proseguir, imposible proseguir lo hecho y lo no hecho, imposible lo pensado y lo no pensado, lo expresado y lo no expresado, lo poetizado y lo no poetizado; ¡oh dioses! ¡Hasta la Eneida tendrá que quedar inconclusa, imposible de continuar, inconclusa como toda esta vida! ¿Estaba realmente escrito en los astros? ¿debía ser ésta realmente la suerte del poema? ¡Inconcluso el destino de la Eneida, inconcluso su propio destino…! ¿Era posible? ¡Oh! ¡¿Cómo era posible?! Había saltado el pesado portalón del espanto, y detrás se abría poderosa, envolvente, la bóveda del horror. Algo tremendo, que hacía presa en él a la vez por fuera y por dentro, algo horrendamente desconocido le alzó en vilo, de repente, perversamente violento, doloroso más que el dolor; le alzó en vilo con toda la salvaje energía que hace saltar la parálisis en la desesperación del ahogo, y mora en el primer trueno de una tempestad al desencadenarse; así estalló en él estrangulándole, trayendo la muerte, anunciándola amenazador y sin embargo acercando de nuevo un segundo a otro y enriqueciendo el espacio vacío entre ellos, como un rayo, con lo inasible que se llama vida, y casi era como si relampagueara en el rayo nuevamente la esperanza, mientras él, sometido a la garra de hierro, era levantado, rápido como un respiro, rápido como un rayo, como si eso ocurriera para que pudiera ser recobrado lo escapado y lo perdido y lo no concluido, ¡quizá aún, ahora!, tal vez incluso en el corto hálito de la respiración de un segundo redivivo; esperanza o desesperación, no lo sabía; insensible de dolor, de espanto, de parálisis, no lo sabía; pero sabía que cada segundo de una vida nuevamente vivida era preciso e importante; sabía que había sido sacudido sólo para ese incendio de vida, no importa si durara poco

o mucho, arrojado del lecho de la inmovilidad; sabía que debía huir del irrespirable espacio encerrado por las duras paredes, que debía lanzar una vez más su mirada afuera, desviada de sí, desviada de las zonas del yo, desviada del baldío de la muerte, que debía abrazar el universo de la vida, una vez más, una sola vez todavía, tal vez última; oh, debía ver una vez más, una sola vez, los astros, y en píe, rígido ante el lecho, sostenido por el puño de la garra que aferraba todo su cuerpo atravesándolo y sin embargo abrasándolo, se movió torpemente, guiado como un títere, con ángulos y cuerdas, inseguro como sobre zancos, para llegar a la ventana del mirador, en cuyo antepecho se apoyó agotado, un poco encogido por su debilidad, pero todavía erguido para dar satisfacción a su hambre de aire, con los codos retraídos y acompasado respirar profundo, de modo que el ser se abriera de nuevo, tomando parte en el flujo respiratorio de las esferas otra vez anheladas.

Necesidad de respiración, la necesidad del soplo vital de las criaturas, le había traído allí; pero al mismo tiempo había sido una necesidad no corporal, una nostalgia de lo visible, de la visibilidad del mundo, de lo respirable en la certidumbre del todo visible. Atontado por la asfixia, estaba en la ventana, sostenido por la poderosa mano que le rodeaba, y no sabía cuánto llevaba así, instantes u horas; la conciencia del tiempo volvía a él sólo imperfecta y fragmentariamente; sólo fragmentariamente en amplios trechos de la angustia del ahogo, cubierto por el tormento del ahogo, se volvía a reconstruir el mundo, el conocimiento volvía a ser conocimiento, y sólo fragmentariamente se daba cuenta de lo sucedido, comprendiendo trozo a trozo, que no se había tratado solamente de la Eneida, sino de algo que finalmente debía hallar.

Callado estaba ahora el mundo ante él, casi sorprendentemente callado después del pasado estrépito, y probablemente era ya noche muy avanzada; probablemente había pasado ya su mitad; los astros ardían grandes en su gran senda, brillando consoladores y fuertes y tranquilos con su tranquilizadora familiaridad, si bien intranquilizadoramente empañados en un cielo tan despejado, como si entre su espacio y el del mundo subterráneo hubiera tendida una bóveda turbiamente cristalina, duramente impenetrable y apenas permeable a la mirada, y casi le parecía como si la demoníaca disgregación en zonas, a la que antes había estado sometido él y su cuerpo acechando yacente, yaciendo al acecho, se hubiese trasladado aquí al mundo exterior, y como si aquí se hubiera vuelto tan clara, tan inmensa, como nunca la había experimentado en sí mismo. El espacio terreno estaba tan claramente abovedado, cerrado en sí mismo frente al espacio superior, que nada pudo percibir del soplo ansiado de lo infinito y ni siquiera podía ser aplacada el hambre de aire, ni siquiera podía ser aliviada esta pena: el perfume que había envuelto antes la ciudad, ahora, a pesar de la brisa de la noche no se había disipado, apenas estaba dispersado, y se había convertido en una suerte de febril transparencia, como estancado bajo la presión de la envoltura del mundo en una especie de oscura gelatina, que flotaba inmóvil, inamovible, en el aire, más caliente que el aire y en su irrespirabilidad casi tan oprimente como el aire asfixiante dentro de la habitación. Sin piedad estaba separado lo respirable de lo irrespirable; despiadadamente impenetrable se tendía la copa cristalina arriba, oscuramente, pared hermética para la antesala de las esferas, para la antesala del aliento vital, para la antesala de los mundos, donde él estaba, sostenido por mano de hierro, sostenido por ella, y así como él antaño, insertado en la superficialidad terrena y extendido sobre los campos saturnales, había constituido él mismo el limite entre el arriba y el abajo, perteneciendo inmediatamente a ambas zonas y entretejido en ellas, atravesaba ahora ese limite como un alma individual destinada a crecer, que en su individualización y en su soledad sabe que si quiere acechar las profundidades del arriba y del abajo, debe acechar en sí misma: la inmediata participación en la grandeza de las esferas le está vedada a quien se halla en la edad terrena, en terrenal crecimiento humano, disfrutando de lo terreno y de lo humano; sólo con su mirada, sólo con su conocimiento puede penetrar la inconmensurable separación de las esferas; sólo con su vidente pregunta puede abarcarlas uniéndolas, sólo partiendo de un conocimiento inquieto y solamente en él puede reconstituir la unidad, la simultánea unidad del mundo y de sus esferas; sólo en el fluyente círculo de la pregunta realiza el ahora de su alma, su más íntima NECESIDAD terrenal, misión de su conocimiento desde el comienzo.

Tiempo corría arriba, tiempo corría abajo, oculto tiempo de la noche, fluyendo de nuevo en sus venas, fluyendo de nuevo en las órbitas de los astros, segundo tras segundo sin espacio, tiempo de nuevo concedido, tiempo redivivo, inexorable ley del tiempo, superior al destino, supresora del acaso, liberada del decurso, presente de eterna duración, al que se veía proyectado:

ley y tiempo,

nacidos uno del otro,

eliminándose uno a otro y siempre generándose de nuevo,

reflejándose uno a otro y sólo así visibles,

cadena de las imágenes y contra-imágenes

que abarcan el tiempo, que abarcan la imagen primigenia,

sin poder concebir ninguno de ellos hasta el fin y sin embargo

saliéndose más y más del tiempo,

hasta que en el último eco de su armonía,

hasta que en un último símbolo

se une el de la muerte con el de toda vida,

la imagen que es la realidad del alma,

su mansión, su ahora sin tiempo y por eso

la ley en ella realizada,

su necesidad.

Y necesidad lo había guiado todo, necesario había sido aun el camino de un conocimiento que disolvía lo interno y lo externo en lo incognosciblemente inmenso, dividido y desmembrado hasta la completa extrañeza. Mas ¿en esta indeclinable e inexorable necesidad no se halla incluida también la esperanza de la nueva consonancia del ser, de la no fugacidad del suceder y de lo sucedido? ¡en necesidad han subido a flote las imágenes y en necesidad conducen más y más cerca de la realidad! ¡Oh, cercanía de la imagen originaria, cercanía de la realidad imaginaria, en cuya antesala se hallaba!… ¿se desgarrará ahora la cristalina cubierta de las cosas ocultas del cielo? ¿le desvelará la noche su último símbolo ahora, cuando sus ojos están destinados a quebrarse al abrir la noche el suyo? Se quedó mirando los astros, cuya revolución fijada por el destino y fijadora de destinos debía cumplir pronto su ciclo bimilenario, siguiendo órbita tras órbita el destino e impulsándolo hacia delante de padre a hijo en el linaje de los tiempos, y el ahora del cielo le saludó extendiéndose de lo visible a lo invisible en el círculo completo del conocimiento recuperado; le saludó allá en el borde sudoeste, familiar y lúgubre, Escorpio, la figura del destino, rodeado el cuerpo peligrosamente curvado por la suave corriente de la Vía Láctea; Andrómeda apoyaba su cabeza en el alado hombro de Pegaso; radiante, enviaba su invisible saludo lo imperecedero y, desde el Eón sin padre, creado en el más allá, diez veces encendida saludaba la constelación del Dragón, perdido el antiguo trono; se quedó mirando hacia la pétrea frialdad en donde gira la imagen de la ley, separado de él el aliento oscuramente luminoso, separada de él la verdad que nunca se abaja, sólo accesible al presentimiento intuye en su necesidad alejada de los hombres, y viendo ahora su imagen, presintiendo su imagen en la multitud de imágenes que ella es, se dio cuenta del conocimiento que trabajaba en él, supo que está libre del azar, supo del esperar sin esperar a nada de su entendimiento, liberado de toda impaciencia, y se encontró dispuesto para el necesario cumplimiento de lo incompleto. Entonces la mano que le sostenía se volvió más y más suave y se volvió un gran abrazo. Y sobre los techos de la ciudad yacía verdosa, viniendo del este, la luz de la luna, como frío polvo; se acercaba lo terreno.